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Así no se vive, así no se muere

Fernando Marín

Usted puede ir a una ferretería, comprar una soga y ahorcarse (primera causa por suicidio actualmente); pero no ir a una farmacia, adquirir unas pastillas y morir dormido en su cama. Usted puede arrojarse al vacío (segunda causa), pero si no puede caminar o encaramarse a una ventana no recibirá ayuda para morir en paz. Si usted está enfermo, tiene derecho a rechazar cualquier tratamiento. Si su vida depende de una máquina, como un respirador artificial, puede exigir que la desconecten y morir voluntariamente; pero si respira espontáneamente, para liberarse definitivamente de su sufrimiento tendrá que dejar de comer y beber durante diez días, porque no tiene derecho a morir con dignidad.

Si por una enfermedad irreversible usted no fuera capaz de expresar su voluntad, puede dejar por escrito en su testamento vital que, si su corazón se para, no desea que lo reanimen, o que si deja de tragar, no quiere que le pongan un tubito en la nariz (sonda nasogástrica) para alimentarle e hidratarle. Pero si por una enfermedad avanzada usted padece un sufrimiento que considera inaceptable, su derecho al alivio del sufrimiento y a morir dormido dependerá de las creencias personales y la sensibilidad del profesional que le atienda, es decir, del azar. Si por compromiso personal (por compasión: “sufrir con”), usted acompaña a un amigo que ha decidido morir voluntariamente, probablemente no tenga que dar explicaciones a un juez, pero en última instancia dependerá de su interpretación de una legislación ambigua, que no considera delito el suicidio, pero sí la cooperación necesaria.

Cada día mueren en España unas mil personas, muchas de las cuales querrían tener la posibilidad de disponer de su vida, con todas las garantías de respeto a su voluntad de morir en paz cuando y como ellas decidan. Pero no es así. Hace unos días un hombre de 76 años acabó de un disparo de escopeta con la vida de su mujer, de 75, encamada por un deterioro irreversible, y posteriormente se suicidó con el mismo arma, tal y como habían planeado ambos.

Respetando la opción personal de cada uno e independientemente de casos particulares, ¿cuántas personas están abocadas a morir de una forma manifiestamente mejorable por culpa de una sociedad cuyos políticos prefieren mirar para otro lado? A estas alturas no es una cuestión de opiniones, ni siquiera de valores que tengamos que discutir. La disponibilidad de la propia vida es un hecho. Otro hecho es que la gente muere, en muchos casos mal, por la falta de sensibilidad de los profesionales en el proceso de morir.

En este debate es habitual que conceptos como dignidad, eutanasia, suicidio asistido, rechazo de tratamiento, sufrimiento, limitación del esfuerzo terapéutico y otros, se mezclen en un totum revolutum con tecnicismos como proporcionalidad, sedación o síntoma refractario y principios como maleficencia, beneficencia y autonomía, construyendo una argumentación bioética que se desploma como un castillo de naipes ante una pregunta fundamental: ¿Quién es el titular de la vida? ¿A quién pertenece? ¿Quién decide?

La muerte digna, como la economía, la educación, la ecología y tantos otros temas que nos incumben, no son debates profesionales, sino ciudadanos. El Juramento Hipocrático, en ocasiones utilizado como excusa para imponer una conciencia particular a los demás (léase pacientes) o para emitir juicios de valor sobre si un ciudadano padece un sufrimiento insoportable o no, está completamente trasnochado en una sociedad democrática, en la que es imprescindible para convivir un espacio de valores comunes, que no son otros que los de la modernidad: libertad, igualdad y fraternidad.

En Francia, el informe Sicard, encargado por el presidente de la República, afirma que entre el 80% y el 90% de los franceses desea una legislación sobre eutanasia, una petición de “gente que no quiere verse sometida en ese periodo de extrema vulnerabilidad a una medicina sin alma”. La Ley Leonetti de 2005 (similar a las leyes de muerte digna de Andalucía, Aragón y Navarra) no ha conseguido extender entre los médicos franceses la cultura del alivio del sufrimiento, y sigue siendo habitual que los médicos apenas escuchen a los enfermos que desean dejar de vivir. Al igual que en España, existe una interpretación peculiar de los derechos del paciente, priorizando el concepto de dejar morir, practicando sedaciones superficiales, sobre la intención real de ayudar a morir.

Si todo va bien, el presidente Hollande presentará en 2013 a la Asamblea Nacional una ley de regulación del suicidio asistido, por la que los médicos se ocuparán de facilitar los medicamentos y de acompañar a enfermos terminales a quienes la perspectiva de vivir su vida hasta el final les pueda parecer insoportable.

La iniciativa francesa supone un avance importante, aunque aun no se atreve a llegar tan lejos como Holanda, Bélgica o Luxemburgo -países que sí han legislado la eutanasia-, por lo que cabe preguntarse: ¿por qué suicidio asistido sí, pero eutanasia no? Por tecnicismos de la bioética que no soportan la prueba del sentido común, porque las contradicciones existentes en el final de la vida se irán resolviendo, pero poco a poco.

En tiempos como estos de retroceso social y democrático, reivindicar la disponibilidad de la propia vida supone reapropiarse cada uno de su propio destino, abandonar la condición de súbdito y recuperar el poder de cada ser humano para decidir cuándo y cómo morir, en una sociedad laica de iguales en derechos y obligaciones. Cada familia desahuciada de su vivienda es una vergüenza para la democracia, cada parado que no recibe un subsidio, cada profesor que no puede enseñar en condiciones, cada inmigrante que no es atendido en el sistema público, cada euro del Estado que va a parar a empresas que hacen negocio de la sanidad pública, cada investigador en la calle, cada suicidio por motivos sociales, cada proceso de morir en el que un ciudadano padece una experiencia de sufrimiento que considera absurda… ¿Hasta cuándo?

Debemos exigir un contrato social en el que vivir y morir en paz sea una aspiración legítima y una expectativa realista para la inmensa mayoría de los ciudadanos. Es un clamor popular: ¡Así, no! Así no se vive, así no se gobierna, así no se utiliza lo público (lo que es de todos), así no se muere (lo que es de uno). Muchas cosas tienen que cambiar, todos somos responsables de que así sea, usted también. Los derechos no se regalan, se conquistan. ¡A por ellos!

Para ampliar el debate sobre la muerte digna y conocer alternativas, podéis encontrar más argumentos en el libro Qué hacemos por una muerte digna, escrito por Luis Montes, Fernando Marín, Fernando Pedrós y Fernando Soler.

Fernando Marín es médico experto en cuidados paliativos y trabaja en la asociación ENCASA. Es presidente de la Asociación Derecho a Morir Dignamente de Madrid.

Usted puede ir a una ferretería, comprar una soga y ahorcarse (primera causa por suicidio actualmente); pero no ir a una farmacia, adquirir unas pastillas y morir dormido en su cama. Usted puede arrojarse al vacío (segunda causa), pero si no puede caminar o encaramarse a una ventana no recibirá ayuda para morir en paz. Si usted está enfermo, tiene derecho a rechazar cualquier tratamiento. Si su vida depende de una máquina, como un respirador artificial, puede exigir que la desconecten y morir voluntariamente; pero si respira espontáneamente, para liberarse definitivamente de su sufrimiento tendrá que dejar de comer y beber durante diez días, porque no tiene derecho a morir con dignidad.