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María Antonia López de Asiaín, restauradora en El Prado: “Un cuadro es como un paciente que no te habla”

Samuel Martínez

27 de octubre de 2020 22:45 h

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Sobre las cabezas de los visitantes del Museo Nacional del Prado, en el edificio de Jerónimos, María Antonia López de Asiaín libra a diario un pulso con cada uno de los cuadros a los que se enfrenta. No hay tregua entre los pintores y la restauradora. Todas las obras que le encargan son una incógnita, un enigma que parece que no va a albergar solución. “Siempre que tengo un nuevo trabajo entre manos, llego a casa agitada”, explica. Acostumbrados a las dudas y la exaltación que le provocan las restauraciones, sus familiares, con toda la sorna del mundo, le retan: “¿Qué? ¿Con este tampoco vas a poder?”. Pero, desde 1986, cuando ingresó en el equipo de restauradores del museo, siempre ha podido. Ha encontrado la forma de entender a Velázquez, Rubens, Van Dyck o Tintoretto —entre otros muchos— y de ser justa con la historia del arte. Porque, en sus propias palabras, “no restauramos solo para que el cuadro esté más bonito, restauramos para poner el cuadro en su lugar”.  

En estos momentos, López de Asiaín dedica su tiempo a una pintura del francés Flipart (siglo XVIII). “Es una obra que forma parte de una colección que encargó Carlos III y que recientemente ha comprado el museo”, apunta. Los focos, las luces, los instrumentos y las distintas copias de los cuadros que la rodean dan cuenta del sumo detalle con el que trabaja y del complejo mecanismo técnico que siguen los restauradores para lograr que “las obras se parezcan al máximo al original”. Sin embargo, no todo es mecánica en el oficio de María Antonia. Ni mucho menos. La creatividad es “parte esencial del proceso”, asevera. Eso sí, debe estar “muy acotada” y nunca por encima del objetivo final: ser fiel al artista. “La creatividad es y no es”, matiza. “Tenemos que ser muy creativos para encontrar el método idóneo para aplicar en cada obra”. El cuadro, continúa, “es como un paciente que no habla” y, como tal, simplemente sugiere qué técnicas son las más precisas. La creatividad está ahí, pero termina en el momento en el que “intervienes en la pieza”. El restaurador “nunca puede crear en las obras”.  

La documentación, la investigación y el descubrimiento que implica cada trabajo generan una intimidad real entre artista y restauradora. “Todo el proceso que el pintor siguió para componer su cuadro lo estás viviendo tú al restaurarlo”, tercia Lopez de Asiaín. “Tú sientes hacia donde mueve el pincel. Sientes si es diestro o zurdo. Sientes qué es lo que ha buscado el pintor”. Mientras el Museo del Prado está repleto de gentes que contemplan las obras de los más grandes artistas de la Historia, en el taller, los restauradores conversan directamente con ellos, aunque estén muertos hace siglos, y les preguntan qué es lo mejor que pueden hacer para adecentar su obra. “Estoy convencida de que ellos jamás hubieran imaginado que los estudiaríamos con tanto detenimiento”, desliza al tiempo que fija su mirada en algún detalle casi imperceptible del Flipart que tiene al lado. “Seguro que suponían que habría que repararlos en algún momento, incluso ellos mismos colocarían algunos parches”, reflexiona. Pero “imagínate explicarles” —a el Bosco, a Bruegel o a Goya— “que sus cuadros iban a radiografiarse, a pasar por los rayos ultravioletas, por infrarrojos, que íbamos a analizarlos con semejante profundidad”. Que iba a haber tantas personas dedicadas en cuerpo y alma a velar por su legado. 

Entre arrepentimientos y tropezones 

El paso del tiempo despoja de brillantez a las obras. Sufren pérdidas pictóricas y, sobre todo, el barniz que las cubre se va ensuciando poco a poco. Por eso, una de las misiones más habituales de los restauradores es limpiar las piezas, quitarles la suciedad que las ha ido ‘maquillando’. “Muchas veces las obras están sucias, opacadas, oscurecidas. Como si las viéramos a través de un papel de celofán”, expone López de Asiaín. “Entonces, cuando las limpiamos, podemos descubrir una pequeña firma, un número de inventario y cosas así”. No obstante, ese tipo de hallazgos no son ni lo más importante ni el pan de cada día de los profesionales de la restauración. “Al limpiar los barnices, lo que hacemos es dar valor a cada plano que ideó el pintor, a las texturas, los volúmenes, las distancias”, completa. Con esa tarea de limpieza, se descubre la verdadera obra, que en muchas ocasiones queda eclipsada tras una suciedad que aunque imperceptible para los ojos inexpertos, puede cambiarle el carácter y la naturaleza. Los grandes nombres del arte pictórico cuidaron con detalle cada color, cada plano, cada perspectiva. Los restauradores deben lograr que los años no los distorsionen. “Ese es nuestro trabajo”, resuelve.  

Pero no solo ese. En muchas ocasiones, el equipo del Prado también tiene que enmendar restauraciones pasadas. A veces porque fueran de mala calidad, otras porque “los criterios de restauración van cambiando”. Así, “antes se apostaba por dar lucimiento a la obra en vez de tratar de aproximarse al máximo a lo que pintó el autor” y, hoy por hoy, se ha convenido que eso es un error. “Otra cosa son los arrepentimientos”, apostilla. “Es muy frecuente encontrar cuadros en los que el artista se haya arrepentido de pintar algo, o haya preferido cambiar la ubicación de una figura en el lienzo”, explica. “Como lo que hacían era pintar encima del ‘error’, con el tiempo se terminan percibiendo esas otras figuras que permanecían cubiertas en la versión original”. Ese tipo de ‘defectos’ no lo son en realidad, apunta la restauradora. “Son”, concluye, “un documento histórico que nos permite entender los procesos de creación del artista”. No obstante, tratan de velarlos —que no eliminarlos— “porque el pintor no quiso, en su momento, que se apreciaran”. 

Escribir la historia con la tinta original 

Siempre a caballo entre la técnica y la historia, María Antonia acude cada día al enorme taller, donde encuentra a sus ‘colegas’, especializados en pintura, en obra gráfica, en papel, pintura decorativa o hasta en los marcos. Con especial ilusión, la protagonista de esta historia recuerda la vez que restauró ‘Oración en el huerto con donante’ del francés Colart de Laon, cuando sacó a la luz dos figuras que permanecían cubiertas por una capa de pintura posterior a la original. “En colaboración con la conservadora Pilar Silva”, recuerda, “pudimos descubrir que ese ‘donante’ que lleva el nombre del cuadro era Luis de Orleans por unas hojas de ortiga que aparecen en su manto”. Fue una aventura. Además, también pudieron fechar la obra, toda vez que el duque había empezado a utilizar el símbolo de la ortiga solo cuatro años antes de su muerte. Restauradora y conservadora escribieron, desde el taller del museo, una página de la historia del arte.  

Permanentemente invisibles, los restauradores están presentes en la práctica totalidad de las piezas museísticas. Permanentemente invisibles porque así debe ser. Porque un buen restaurador lo es si su trabajo no se aprecia. Si es como si no estuviera, aunque esté y aunque sea de capital importancia. Ellos son los aliados de Miguel Ángel y de Velázquez y de Rubens. Los que se aseguran de que su brillantez no se apague —ni se oscurezca— nunca.