Gorka Landaburu: ''Este país está condenado a entenderse''
Cualquier tiempo pasado fue antes, pero no mejor. Cuando Gorka Landaburu tenía la edad de Aihen, su único nieto, no le acunaba el rumor de las olas. No tenía arena de la playa de Zarautz bajo los dedos ni a su edad había dado sus primeros pasos por los prados generosos del Parque Natural de Pagoeta. Tampoco podía aprender a leer la vida cerca de sus tíos y abuelos. De esa tierra honesta y longeva, como las raíces del Tejo de Behorbarruti, solo le llegaba, ''con la Ikurriña en el biberón'', el sentido recuerdo de la nostalgia de sus padres.
Hijo del Vicepresidente del Gobierno vasco en París durante los años sesenta, vio morir a su 'aita' en el exilio después de haber estado un año enterrado en vida en su Vitoria natal para evitar la represalia franquista. Con la alegría que da la buena conciencia, se felicitó cuando la magia del Mar Cantábrico le provocó una otitis pasajera que le libró de hacer la mili, quizás como a uno de sus hermanos, en la guerra de Argelia. Asistió al retrato feliz de su 'ama' fundiéndose en un eterno abrazo con la 'amona' después toda una vida separada por el destierro. Con su madre también saboreó con júbilo los pasteles que no pudo comer de niño para celebrar la muerte del dictador.
Estrenando los años setenta respondió al amor y a la llamada de la tierra. Dejó atrás la luz francesa de Mayo del 68, ''la libertad y la democracia''. Cruzó la frontera y, con pasaporte francés, libros prohibidos escondidos en la maleta y el Zarautz de sus ancestros en el alma, se estableció en una España en blanco y negro repleta de controles, sospechas, tricornios y capas verdes. De traductor pasó a ejercer el periodismo, asistió al nacimiento de Cambio 16 y, a través de sus páginas y del compromiso político heredado de su padre, en 1977 se convirtió en impecable cronista de nuestra Historia: ''La Transición, la Amnistía, los Estatutos, las primeras elecciones, la Constitución, el Golpe de Estado, y ETA y ETA todos los días. Todo eso lo hemos vivido aquí en primera fila, con la violencia de la banda terrorista, la extrema derecha y el GAL''. Junto a su hermano Ander al frente de la publicación que nació hace cincuenta años, recibió amenazas de los etarras y también de la extrema derecha: ''En 1983, un dirigente de la cúpula de ETA nos exigía que cambiáramos las noticias que dábamos de la organización si no queríamos atenernos a las consecuencias. Diez días después era la Triple A quien firmaba otra carta en la que nos acusaba de meternos con Tejero, nos llamaban comunistas, rojos'' y sentenciándolos a muerte apostillaban ''Hitler tenía razón''. Acosados por los dos extremos, pero lejos de amilanarse, los Landaburu se convencieron de que estaban ''en el buen camino e íbamos a seguir''. Informar sin eufemismos, ''con los valores de resistencia del padre, llamando crimen al crimen y asesinato al asesinato'', convirtió a Gorka en objetivo de la banda terrorista. Con el alma en vilo por el temor a lo que pudiera pasarle a su familia, la tranquilidad de su vida quedó sometida ''a la semilibertad que supone, para ti y para cuantos te rodean, estar siempre bajo la atenta mirada de dos guardaespaldas''. Fueron doce años en los que escuchó demasiadas explosiones, asistió a demasiados funerales y padeció demasiados desafíos de vecinos, de conocidos y hasta de un cuñado que cumplió nueve años de condena por estar vinculado a un atentado de ETA Político Militar.
Testigo directo de la barbarie, no olvida los ríos de sangre que encontró tratando de auxiliar a inocentes tiroteados a escasos metros del club deportivo que también dirigió. Todavía se pregunta por qué, años después, abrió un enmascarado paquete bomba que le estalló en las manos según salía de la ducha. Una explosión que pudo cobrarse por completo su vida ''y peor, la de mi hija'', y que le recordó la fragilidad y el dolor por los que se mueve como equilibrista la muerte. Aquel día de primavera como hoy, la banda terrorista le robó varios dedos, la visión de un ojo y le dejó cicatrices por todo el cuerpo. Pero en el juicio a sus agresores les espetó: ''Os habéis equivocado, no me habéis cortado la lengua. Voy a seguir peleando por la paz y la libertad en Euskadi''.
Han pasado veinte años y, sin sacudirse del todo la precaución de sentarse aún de espaldas a una puerta o junto a la ventanilla de un avión, alza la voz y continúa cumpliendo su promesa. Con un ordenador adaptado escribe a favor del acercamiento de los presos ''porque es una forma de avanzar'' y reclama ''justicia y reparación para las víctimas''. Exige ''autocrítica a Bildu y a los ex de ETA'', rechaza'' la venganza y el rencor porque te daña a ti y eso es otra doble victoria del que te ha metido la bomba''. Recuerda cómo conversó, ''en la cárcel de Nanclares con siete etarras arrepentidos, dos de ellos miembros del comando'' que le habían enviado el explosivo camuflado a casa y no olvida cómo le pidieron perdón: ''Hablamos durante dos horas y media de la violencia, de su inutilidad, del sufrimiento de ambas partes, porque hay mucho sufrimiento también en la familia de los terroristas''. Se emociona al recordar cómo les felicitó ''por el paso humano, moral, ético, importantísimo que habían dado'' y por ''la gran satisfacción personal'' que sintió: ''Después me enteré de que ellos también sintieron esa satisfacción. Y con eso me vale''.
Con la sonrisa como idioma universal de los hombres inteligentes, no se cansa de hablar de futuro en clave de'' tolerancia y progreso, pero siempre con el retrovisor imprescindible de la memoria''. Enérgico, dice ''basta ya de utilizarnos a las víctimas como ha hecho el señor Casado más de un miércoles desde la tribuna del Parlamento. Aunque algunos se empeñen en ponerlo en duda, hoy estamos en una situación absolutamente diferente a la que lamentablemente padecimos. Eso no significa que olvide: cada mañana, cuando tardo cinco minutos en abrocharme la camisa, recuerdo aquel día''. Un ejemplo más de la cruel sinrazón que estuvo a punto de privarle de tener el pelo cano, ''de disfrutar de un nieto que es pura vitamina en estos tiempos de pandemia''. Hoy, los ojos limpios de Aihen no se cruzan ''con las miradas de odio que ya han terminado. Queremos que las heridas vayan cicatrizando y estamos avanzando''.
''Nacido en el exilio y sufridor de dos dictaduras''
En el París del exilio familiar de los años cincuenta, en el que abrió los ojos al mundo, no se crecía con el chupete acaramelado en la 'mamia' de leche de oveja porque lo más próximo del paladar a un dulce llegaba solo por la vista y el olfato: 'Mis hermanos y yo éramos muy pequeños, pero se me ha quedado ese olor de cuando íbamos a la escuela pública francesa y pasábamos todos los días a las ocho de la mañana por delante de una pastelería muy elegante que estaba a escasos quinientos metros de nuestra casa. Siempre nos parábamos y mirábamos a los cocineros porque abajo se veía cómo preparaban los pasteles. No los podíamos comprar, pero solo viéndolos percibíamos sus olores y sabores''. Veinte años después, en noviembre de 1975, Koxtan Illarramendi, su madre, sí pondría una gran bandeja de confituras sobre la mesa del comedor para saborear lo que nunca se debería celebrar, una muerte, pero sí hicimos aquel día: felicitamos por el fallecimiento de Franco. Recuerdo que era temprano y mi ‘ama’ puso la música a tope, abrió las ventanas y le pregunté qué estaba haciendo. Y ella contestó: '¡Ha muerto, ha muerto!'. Acto seguido, se fue a la pastelería, cogió unos dulces y, con ellos en mano, pasó delante del cuartel de la Guardia Civil dos veces. Ese día sí comimos muchos pasteles''.
Cada uno de los mordiscos que dieron a aquellas exquisiteces era un intento de suavizar la hiel de una dictadura que había sembrado tanto miedo como ausencia y dolor: ''Mi 'ama', una mujer muy valiente que no se callaba, era de Zarautz. Con dieciocho años se fue a Bilbao y, desde allí, tuvo que huir en barco porque llegaban los nacionales. Entonces conoció a mi padre, diputado del PNV en la II República. Él, ya exiliado, había pasado trece meses escondido en un desván tapiado en la casa familiar de Vitoria. Solo pudo salir, ayudado por la Red Álava, para escapar en el maletero de un coche hasta llegar a Bayona. Fue uno de los primeros que lo consiguió. Más tarde, fue Vicelehendakari del Gobierno Vasco durante el franquismo''. En aquella ciudad del sudoeste de Francia llegó a la libertad, pero comenzó la espiral de su definitivo exilio. En un tiempo convulso, donde hasta el amor era engullido por los vientos de guerra, conoció a Koxtan, se dieron el sí quiero y se establecieron en la capital. Comenzaba la epopeya francesa de los Landaburu Illarramendi mientras los síntomas de la derrota invadían el cielo: ''A París llegaron los alemanes. Cuando se produjo la ocupación mis padres ya tenían tres hijos y el cuarto en camino. Después nacería un quinto hermano y luego yo, el sexto. Y por último, la benjamina, nuestra única hermana''.
La infancia narrada en francés
Con la imaginación como lápiz para pintar días sombríos, Gorka, un niño noble y tranquilo, hizo de su inteligencia emocional la varita mágica con la que evitaba que las penurias del exilio y las miserias de la guerra se impusieran al paraíso imprescindible de la infancia: ''Vivíamos en el distrito dieciséis de París, un barrio privilegiado a cinco minutos de la Plaza del Trocadero y la Torre Eiffel. Recuerdo un ambiente feliz, con juegos en la parroquia a donde íbamos con frecuencia y en la que yo fui monaguillo durante bastante tiempo hasta que el Mayo del 68 me abrió los ojos''. Siempre observador, en la postal de su niñez también está su madre guardando turno en ‘las colas del hambre’ para recibir, como familia numerosa, dos litros de leche para sus hijos y, al mismo tiempo, miradas acusadoras por acceder al alimento no siendo francesa. Pero, sobre todo, el periodista recuerda una piña de afectos que le hacían sentir un niño poderoso: ''Éramos una familia muy unida, con los hermanos mayores ayudando a los pequeños gracias a las enseñanzas de la madre. Los siete hermanos y los padres vivíamos en sesenta metros cuadrados con tres únicas ventanas que daban a un patio interior''.
Hasta que llegaron veranos radiantes de visita a la tierra de los abuelos, al sexto de los Landaburu le faltó la vista del mar, el espejo del cielo en la tierra de Zarautz. Pero la oscuridad nunca se impuso en su casa. La luz la irradiaban el cariño, una radio y los libros que cayeron en sus manos para guiar su porvenir: ''Miguel Strogoff: el correo del zar, lo leí siendo un niño y me llevó para siempre a la lectura. Una pequeña radio, que gané en un concurso, me convenció de querer ser locutor cuando fuera mayor''. Aquel aparato alimentó su existencia abriéndole una ventana al mundo, pero también puso melodía a la banda sonora de su vida: ''Mi canción, sin duda, es la de Jacques Brel, Ne me quitte pas''.
En francés con sus hermanos, en euskera con su madre y en castellano con el padre, su casa era ''un popurrí de idiomas''. También de visitas: ''Venía mucha gente para hablar con el ‘aita’ y con José Antonio Aguirre, el lehendakari, porque ambos siguieron mucho tiempo trabajando en la construcción de Europa en la que mi padre tuvo un papel importante. Escribió La Causa del Pueblo Vasco, un libro ideológico publicado en 1957. Era un nacionalista moderado, demócrata cristiano total y muy europeísta''. En 1963, París, el puerto de su refugio y cuna de sus hijos, se convirtió para siempre en su destierro: ''Mi 'aita' falleció sin poder regresar a su tierra, esa es nuestra gran pena''.
“El cainismo político y la deslealtad es lo peor que tenemos''
En 1972, con veintiún años, Gorka cruzó la frontera y se estableció en Zarautz. Ya había padecido la dictadura franquista sacudiendo con dolor el rumbo de su familia. Aún le quedaba ''sufrir una segunda'': la de la tiranía ''de ETA''. Si la primera enterró a su padre lejos de casa, la siguiente casi se cobra su vida y condena a su familia a su ausencia desgarradora.
Décadas de bombas, de amenazas, de funerales inesperados, de escoltas pisándoles los talones. Años grises ''de confesiones de amigos desesperados subiendo al monte Gorbea, obligados por la coacción, para dejar mochilas con quince millones de pesetas y bajar arruinados por el miedo a perder a sus seres queridos''. Noches inquietas y despertares con olor a pólvora. Estruendos de coches bomba saltando por los aires, sirenas de ambulancias, el silencio y el último llanto de la muerte. También ''las provocaciones sufridas por vecinos, e incluso por algunos familiares'', cuando se manifestaba en silencio con Gesto por la Paz. Adolescencias de hijos ''marcadas por dianas con su apellido pintado en paredes del pueblo, por corbatas negras dentro del buzón, por las acciones de los 'borrokas'''. Por días que estremecen como aquel en el que el director del instituto sacó a su hijo de clase para comunicarle que el padre había sufrido un atentado. Por tanta desesperación y ojos doloridos de llanto. Por la pasta de supervivientes de los Landaburu que, pese a todo, no permitió que les convencieran de que el futuro no sería mejor que el presente: ''Era una etapa muy triste en todos los sentidos, pero lo que nos motivaba era el convencimiento de que la batalla la íbamos a ganar. Y así ha sido''.
Intuir la disolución de la banda armada no restó emoción a la que sigue entrecortando su voz cuando recuerda, con precisión absoluta, el día que regresó de Madrid y, al llegar a casa, su hija se lanzó a sus brazos y le dijo: ''¡Se ha acabado! Y empezamos a llorar los dos. Eso sí se me ha quedado grabado. Quiero para mis hijos, para mi nieto, un país próspero, más justo, más tolerante, donde impere el respeto y la solidaridad. Un país que no olvide su pasado y que se construya sobre la base de la pluralidad. Siempre digo que guiarse en la vida es como conducir un automóvil: para hacerlo debidamente tienes que poner las dos manos en el volante y mirar de frente. Pero si no tienes el retrovisor, que es la memoria, no conducirás bien. Y eso es lo que quiero, no que se olvide como pretenden muchos. No hemos resuelto temas de la guerra civil todavía, tenemos a cien mil personas en las cunetas y ni siquiera les hemos puesto, como han hecho en Francia, una medalla y una lápida con su nombre. Yo no quiero venganza, pero sí que hagamos justicia y una reparación mínima: ¿Cuándo vamos a hacer un memorial sobre la guerra civil y un memorial sobre la dictadura en este país? Aunque no coincidiera en nada con Arzalluz sí refrendo su frase de que 'todavía somos una democracia en pantalón corto'. Que se recojan firmas contra indultos, como el caso de los presos del procés, me parece de un país bananero, de pantalón corto. Yo me considero progresista de izquierdas y no entiendo que cada vez que la derecha pierde en las urnas, acuda a los tribunales, a la recogida de firmas y a las manifestaciones. Ahí está el matrimonio LGTB, el proceso de paz, el estatuto catalán, … Además consideran ilegítimo al Gobierno y se proclaman demócratas. Estamos divididos porque no hemos puesto las heridas encima de la mesa. No se puede dejar que los problemas se pudran. El cainismo político y la deslealtad es lo peor que tenemos, pero este país está condenado a entenderse. Vamos a empezar por el respeto y a convivir porque tenemos la obligación de hacerlo''.
En el lugar tranquilo que considera su sitio,' 'en un banco a mitad del Paseo de Zarautz a Getaria donde disfruto el paisaje y escucho música'', Gorka Landaburu Illarramendi, el demócrata de setenta y dos años que acaba de celebrar su veinte aniversario vivo, despide su Playlist. Respirando el mar que siempre ha alentado su vida, reconoce el cielo cada vez más próximo a la tierra de Euskadi. Sonríe y lo celebra para que su nieto crezca con la paz de no correr detrás del viento porque cualquier tiempo pasado definitivamente ''no fue mejor''.
0