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Otras voces: mi vida en una residencia

Koolau

Quizás la costumbre dicte, al final, la opinión. Dentro de mi desgracia he tenido mucha suerte.

Soy hijo único. Mis padres son ancianos. Siempre lo fueron. Me tuvieron tarde. Sobre la campana del reloj biológico de mi madre (tenía 40 años, lo que ahora es normal, pero hace 48 años era la excepción).

Por lo tanto, siempre fui el típico hijo único sobreprotegido. Después de mi accidente (en el que me faltó un pelo para perder la vida), esa sobreprotección se incrementó hasta lo asfixiante. Yo, tras un matrimonio fracasado, volví a vivir con mis padres. Formaba parte de la Unión de Minusválidos de Asturias (UMA), que años después, plegándose a la dictadura de lo políticamente correcto, se transformó en Unión de Discapacitados del Principado de Asturias (igualmente UMA, pues cambiar todos los logotipos, cartelería, etc. se consideró un gasto absurdo e inútil en tiempos ya de crisis).

UMA puso en marcha un proyecto pionero: la construcción de una residencia para ¿minusválidos? menores de 60 años. Por mis circunstancias personales, me apunté rápidamente (incluso posteriormente tuve alguna discrepancia con la dirección de UMA, y me mantuve como socio sólo para no perder el derecho a mi plaza en la futura residencia).

Con años de retraso la residencia se inauguró, por fin, en noviembre de 2007. Como UMA (y COCEMFE, que es la asociación estatal a la que pertenece) había necesitado de la ayuda de las instituciones públicas para finalizar el proyecto, la gestión de las plazas era potestad del Principado. Yo me enteré también y no perdí el tiempo. Cumplimenté el exhaustivo papeleo, y el 4 de febrero de 2008 me incorporaba a este Centro de Atención Integral al Discapacitado en Viesques (Gijón).

Dado que en este blog se ha debatido con intensidad entre la opción de vivir en una residencia o hacerlo en casa con un asistente personal, he querido dar algunos detalles sobre mi experiencia vital para enriquecer el diálogo.

Aquel 4 de febrero de 2008 se inició una vida nueva para mí. Sobreponiéndome a las lágrimas de mis ancianos padres, y a mis propios temores (por qué no decirlo), encontré en la residencia un espacio de libertad. Porque el cariño de mis padres (nunca les podré agradecer lo bastante todo lo que hicieron por mí) llegaba a ser opresivo. Si ser hijo único es problemático, imagínense lo que es ser hijo único discapacitado, hasta qué niveles de sobreprotección se pueden llegar a sufrir.

Mi experiencia me ha enseñado que un retrón puede llevar una vida agradable en una residencia como la mía, la cual no es una residencia al uso, sino un experimento: 21 plazas como máximo y absoluta libertad para los residentes, sólo coartada por las propias limitaciones de cada cual y por unas mínimas reglas de convivencia (debe respetarse el horario de las comidas o avisar de que no se va a comer aquí, por ejemplo).

He de decir que yo vivo en una residencia y soy totalmente independiente. Miento, no creo que ningún ser humano pueda afirmar que lo sea completamente. Ese concepto de “vida independiente”, entendido como absoluto, es una quimera; nadie ni nada es independiente.

Además, no todos los retrones somos iguales. Las incapacidades son múltiples. Incluso el prototipo de retrón cuyo único problema es la limitación de la movilidad que le obliga a desplazarse en silla de ruedas, del que yo puedo ser un ejemplo, es minoritario aquí. La mayoría de mis compañeros arrastra infinitos problemas, de comunicación, de lenguaje…, de autoestima.

Entendámonos, este Centro de Atención Integral de COCEMFE, por sus reducidas dimensiones, por la calidad humana y profesional de sus trabajadores, aúna las ventajas de las dos alternativas: es como si 21 retrones conviviesen juntos con sus asistentes personales, y éstos ayudasen no sólo a “su” retrón, sino también a los otros 20.

Aquí también surgen problemas. Pero ¿no creéis que merecería la pena invertir en más residencias como esta y dejarnos de las estériles polémicas (del tipo “son galgos o podencos”) a las que nuestro colectivo es tan dado?

Quizás la costumbre dicte, al final, la opinión. Dentro de mi desgracia he tenido mucha suerte.

Soy hijo único. Mis padres son ancianos. Siempre lo fueron. Me tuvieron tarde. Sobre la campana del reloj biológico de mi madre (tenía 40 años, lo que ahora es normal, pero hace 48 años era la excepción).