Hay una habitación vacía en la UCI 1.4 del Hospital Clínic de Barcelona. Un hombre acaba de morir. Es uno de los 233 fallecidos por COVID que se notificarán en España el 23 de enero de 2021. El día anterior fueron 273. El día siguiente, 212. En la habitación, la número 4, trabajan tres mujeres enfundadas en equipos de protección individual (EPI). Una de ellas limpia todas las superficies con material desinfectante mientras las otras dos meten las pertenencias del fallecido en bolsas de plástico. Se mueven rápido porque saben que no hay tiempo que perder, el cuarto tiene pretendientes. Estamos subidos de lleno en la tercera ola y esta cama de UCI no pasará muchas horas vacía.
El encargado de asignar esta habitación es Pedro Castro, médico internista y jefe de sección del Área de Vigilancia Intensiva (AVI), la unidad más especializada en enfermedades infecciosas del Clínic. Recorrer el hospital para evaluar a los candidatos a mudarse a la UCI es parte de su trabajo y hoy toca ir a la sala de Neurocirugía. Antes de la pandemia este lugar albergaba pacientes que se recuperaban de un ictus o de una operación en el cerebro pero hoy, como muchas otras unidades hospitalarias en el mundo, se ha reconvertido en una planta COVID.
Castro conversa sobre el paciente con un grupo de médicos jóvenes que trabajan en esta sala: una neuróloga, dos residentes de neurología y un psiquiatra experto en epilepsia. Enumera: varón, 67 años, su radiografía de pulmones empeora por momentos. Cada vez necesita más oxígeno pero el paciente está “sentado y comiendo tranquilamente”. “Es un caso de happy hipoxia”, dice Castro. “Lo vemos mucho con este coronavirus, gente que se esta ahogando pero no se da cuenta”, dice. Finalmente, abre la puerta de la habitación del paciente y lo saluda por su nombre. Le pregunta cómo está. Él dice que desanimado, que es claustrofóbico y que le deprime estar aquí. Castro, un hombre de hablar pausado, elige con cuidado las palabras intentando que lo que va a decir suene menos aterrador. La neumonía ha empeorado y no hay más remedio, hay que ingresar en la UCI. El médico se ofrece para responder cualquier duda que el paciente pueda tener. La habitación se queda en silencio durante un minuto eterno, hasta que una tenue voz formula una única pregunta: “Tendré ventana?”.
La habitación número 4 ya tiene nuevo inquilino.
El 25 de febrero de 2020 una joven italiana residente en Barcelona fue confirmada como el primer caso de coronavirus de la península ibérica. Aunque sus síntomas eran leves, fue ingresada en una habitación de máximo aislamiento en la AVI del Hospital Clínic y su caso fue asignado a un grupo de sanitarios muy especial: el grupo Ubuntu. Este equipo, formado por voluntarios, llevaba preparándose desde 2015 para reaccionar a una epidemia de ébola. Esta formación, que incluía el uso de EPIs y protocolos de aislamiento de alto nivel, se convirtió en vital cuando la primera ola de COVID sacudió los cimientos de los hospitales.
Al principio teníamos una fuerza increíble. Me sentía segura de mí misma porque estábamos formados. Sentíamos que nos lo comeríamos con patatas. Y nos llevamos una hostia importante
“Al principio teníamos una fuerza increíble. Me sentía segura de mí misma porque estábamos formados”. Raquel Gonzalez-Urria es uno de los miembros de Ubuntu y ha vivido la pandemia completa como enfermera de intensivos de esta unidad. “Sentíamos que nos lo comeríamos con patatas. Y nos llevamos una hostia importante.”
La alta especialización de este equipo ha hecho que, incluso cuando le epidemia llegó a mínimos en verano de 2020, nunca hayan dejado de atender pacientes críticos de COVID. “La gente habla de olas y picos. Eso aquí dentro no existe. Nosotros nunca hemos terminado ni vuelto a empezar. Ha sido continuo y, poco a poco, como el resto del mundo, hemos ido decayendo. Yo he pasado por la rabia, enfadada con la gente de arriba, luego por la frustración. A veces por el orgullo porque conseguimos sacar a los pacientes adelante. Ahora estoy triste. Y esta es la peor fase.”
La doctora Sara Fernández, compañera de Raquel en este grupo, no esconde su enfado. “Son muchas horas de trabajo, estamos cansados físicamente, anímicamente también. A nivel político se sabía desde noviembre lo que iba a pasar y aún así se relajaron las medidas. Yo entiendo que gestionar esto debe ser súper complicado pero tengo la sensación de que a los sanitarios nos están llevando al límite.”
Para Castro, el cansancio de su equipo no es muy diferente al que esta experimentando el resto de la sociedad. Sin embargo, reconoce que la tensión que se ha vivido en la AVI tiene consecuencias. “No solo los pacientes sufren el Síndrome Post-UCI. Está estudiado que los profesionales sanitarios tienden a sufrir más trastornos emocionales, especialmente los que trabajan en Cuidados Intensivos. Es de los lugares que más quema. Hay quien dice que ahora viene una pandemia de salud mental. De pacientes y de sanitarios.”
Frente al box 8 hay dos mujeres, madre e hija, mirando a través de una pared de cristal. Al otro lado hay un hombre, padre y marido, a punto de morir. Tras 80 días de UCI los médicos han decidido “limitar el esfuerzo terapéutico” al más veterano de los pacientes ingresados en la sala AVI 10.3. En lenguaje profano: creen que mantenerlo artificialmente con vida ha perdido el sentido; el paciente no se va a recuperar. La visita es una despedida, uno de los pocos casos en los que se permite la entrada de familiares a este lugar.
Un médico y una psicóloga ayudan a las mujeres a ponerse el EPI para que puedan entrar unos minutos a la habitación. No se permiten los abrazos pero sí acercarse al paciente, hablar y dar la mano, aunque los guantes de látex no permitan sentir la piel. Las mujeres se visten y entran por turnos. Acarician, hablan, lloran y luego se van. La psicóloga se queda. Se llama Marta M. Sánchez y está especializada en acompañamiento del final de la vida. Ahora le toca entrar a ella y hacer una videollamada con otra hija del paciente que no ha podido venir. El hombre lleva días completamente inconsciente pero Marta sabe que decir adiós es tan importante para los que se van como para los que se quedan.
Y entonces toca esperar. La UCI mantiene su incesante actividad mientras los números que aparecen en el monitor del paciente del box 8 empiezan a bajar. De vez en cuando, una enfermera o un auxiliar de enfermería pasan frente a la puerta y mira hacia el interior. Alguno comenta que, tras tantos días aquí, le da pena que el paciente se muera. Luego sigue su camino. La muerte es la normalidad de una UCI pero esta mañana de enero, frente al box 8, se respira un aire de solemnidad. Un pequeño desfile de pijamas azules y batas blancas presentando sus respetos con una mirada de reojo.
Mis amigas me dicen. Tu sales del trabajo y ya está, ya has terminado. Pero me llevo a casa que se me acaba de morir una persona. Y sueño con eso. Y tengo todos los ruidos y pitidos de este lugar metidos en la cabeza
Y entonces, en un momento igual que cualquier otro, un cero de color verde y un interrogante azul aparecen en el monitor del paciente. Su corazón se ha parado y sus pulmones han dejado de respirar.
“Cuando un paciente muere nunca es un paciente cualquiera. No es como... 'Hey, se ha muerto el del 3'. Yo creo que el día que te dé igual que se te muera alguien tienes que dejar este trabajo”. Para Raquel González-Urria lo peor de esta pandemia ha sido la soledad. Ella, como muchas otras enfermeras, ha tenido que acompañar a pacientes en el momento de morir. “Mis amigas me dicen: tú sales del trabajo y ya está, ya has terminado. Pero me llevo a casa que se me acaba de morir una persona. Y sueño con eso. Y tengo todos los ruidos y pitidos de este lugar metidos en la cabeza”.
Adrián Téllez, internista de la AVI y miembro de Ubuntu, cree que el vínculo emocional depende mucho de la relación con las familias. “Hay veces que te terminas viendo como un reflejo. Se murió un paciente que tenía una esposa y dos hijos más o menos de mi edad. Pensé que podría ser mi padre; nos vi a mi hermano, a mi madre y a mí recibiendo la mala noticia. Entonces te afecta más, te identificas. Este es un trabajo que te recuerda que cada día que te vas a morir y vivimos en una sociedad que intenta que te olvides cada día de ello.”
Existen estudios psicológicos que hablan de la 'fatiga por compasión' y constatan que son las personas más empáticas las que tienen más posibilidades de terminar quemadas en trabajos sanitarios. “El otro día –recuerda Raquel– estaba otra enfermera trabajando en el box de un señor mayor que está en 'limitación de esfuerzo terapéutico', o sea, que se está muriendo. Yo estaba en el pasillo y de repente vi a mi compañera abrir la puerta de la habitación y sacar la cabeza afuera, como buscando aire. Le pregunté: ¿Qué te pasa? Y me dijo: 'No puedo estar aquí. Me recuerda demasiado a mi abuelo”.
La sala 1.4 del Área de Vigilancia intensiva (AVI) está más silenciosa de lo habitual y eso nunca es buena señal. Los cristales de las habitaciones han sido opacados para que los pacientes no puedan ver el exterior y solo hay una auxiliar en la isla de enfermería. Es su primer día en esta unidad. En la puerta del box número 4 parpadean tres luces de color verde, amarillo y rojo. Una paciente tiene un bloqueo en los pulmones provocado por su propia mucosidad y su saturación de oxígeno esta bajando en picado. Uno de los problemas de la intubación es que los pacientes pierden la capacidad de toser por sí mismos. Una obstrucción como esta, si no se resuelve en minutos, puede ser letal.
El doctor Castro, casi irreconocible bajo las gafas, el gorro y la doble mascarilla de su EPI saca la cabeza para pedir a la auxiliar que solicite una placa muy urgente. En los siguientes 15 minutos llegan a la sala dos técnicas de Rayos X con una máquina portátil, un auxiliar de enfermería de refuerzo y dos neumólogos que consiguen desbloquear el conducto con una máquina de aspiración. Las luces rojas se apagan y el ambiente se empieza a relajar. El auxiliar de enfermería que ha llegado, más veterano, ofrece a la recién llegada algunos trucos sobre cómo funciona el lugar: “¿Ves esa habitación? Es la que está preparada para el ébola. Esta es la primera UCI que se llenó y la última que se va a vaciar... si algún día se acaba esta pandemia”.
El doctor Castro sale finalmente de la habitación número 4, con las gafas empañadas de sudor. El 'hombre tranquilo' ha perdido su expresión serena pero, pasada la crisis, se permite bromear sobre cómo ha tenido que combatir a un “moco maligno”. “Hay veces que cuando el paciente se ahoga, tu también te ahogas”.
Para la doctora Sara Fernández hay tres momentos especialmente duros para los pacientes que pasan por aquí. El momento en que se les comunica que van a ingresar en la UCI, el momento en que les dicen que los van a intubar y el momento en que se despiertan de la intubación. “Sobrevivir puede ser traumático”.
De hecho, la gran mayoría de pacientes que pasan por esta unidad sobrevive. Al principio de la pandemia en Wuhan la mortalidad en UCI era de más del 80%. Cuando el virus llegó a Italia esta cifra bajó al 50% y en España, durante la primera ola, murieron 3 de cada 10 ingresados en UCI. Ahora mismo, en la AVI del Hospital Clínic de Barcelona la mortalidad está entre el 15 y el 20%. Pero sobrevivir a la COVID grave no es fácil y suele comportar un largo proceso de rehabilitación.
Este es un trabajo que te recuerda que cada día que te vas a morir y vivimos en una sociedad que intenta que te olvides cada día de ello.
Raquel González-Urria tiene claro cuál es el mejor momento de su trabajo. “Cuando los pacientes a los que se les ha hecho una traqueotomía ya han superado la intubación, llega la fase de weaning, que en inglés significa destetar. El paciente abandona el soporte mecánico y empieza a respirar por sí mismo. Entonces llegamos a un punto en que le podemos cambiar la cánula de la garganta por una de plata que les permite hablar. Y en ese momento ves a alguien que, quizás después de dos meses, de repente empieza a emitir sonidos. Empiezas a escuchar ho, ho, ho.... Hola. Se te pone la piel de gallina”.
Son las 12 de la mañana cuando una mujer acostada en una camilla inicia el recorrido que va desde el box 7 hasta la puerta de salida de la sala 10.3 del Área de Vigilancia Intensiva. Recorrerá 20 metros de pasillo flanqueado por 16 habitaciones con paredes y puertas de cristal. 20 metros por los que circulan a paso ligero decenas de hombres y mujeres acalorados bajo sus batas, gafas y mascarillas.
La mujer en la camilla y el celador que la empuja pasan frente a dos enfermeras experimentadas que miran hacia el interior del box número 10. Están juzgando, con rigor implacable, a un joven residente de tercer año que intenta introducir un catéter en las venas de un paciente. “Oye, un intento más y llamamos a la doctora, eh?”. Al otro lado del pasillo, dos otorrinolaringólogas perforan la tráquea de un hombre intubado, en un ritual que aquí se repite casi a diario.
A la altura del box 13 la mujer en la camilla tiene que esquivar la máquina portátil de rayos X que ocupa casi todo el pasillo. Las dos radiólogas que la operan están cambiándose el EPI por quinta vez esta mañana. En la habitación contigua, cuatro personas intentan girar el cuerpo de una paciente para ponerla boca abajo, en posición de prono, para intentar revertir una preocupante falta de oxigenación. Una puerta más allá hay un joven que acaba de cumplir 28 años inconsciente y conectado a una máquina que le ayuda a respirar.
Finalmente, se abre la puerta de salida de la sala AVI 10.3. La mujer de la camilla se va para nunca volver. Es una superviviente. La puerta se cierra y nadie mira, nadie celebra, nadie aplaude. Pero una limpiadora ya está desinfectando el box número 7. Se mueve rápido porque sabe que no hay tiempo que perder. Esta cama de UCI no pasará muchas horas vacía.
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