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INFORME ESPECIAL

Nada ha cambiado en las residencias dos años y 32.000 muertos después

María Jesús Valero, junto a su hermana y a su madre, Benita Pablos, que vive en una residencia. Su padre falleció en el mismo centro en marzo de 2020.

Sofía Pérez Mendoza / David Noriega / Marta Borraz

6 de febrero de 2022 21:57 h

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“No se salvó porque no le derivaron a un hospital, estuvo sin oxígeno y es algo que no se nos va de la cabeza. ¿Por qué tuvo que morir ese día, que a lo mejor no le tocaba?”. La pregunta se le clava a María Jesús Valero como un cuchillo afilado en el estómago casi dos años después del fallecimiento de su padre en una residencia de Madrid. No hubo traslado, oxígeno y tampoco despedida, aunque la familia se ofreció a la desesperada a encontrar un EPI por sus medios. Era 26 de marzo de 2020 y hacía 12 días que Pedro Sánchez había salido por televisión a comunicar que España estaba en estado de alarma por el estallido de un virus nuevo y mortal. 

A ese fatídico día para María Jesús le siguieron muchos otros sumamente complicados para las decenas de residentes que, por días, enfermaban y morían solos; para otros familiares obligados a iniciar duelos sin adioses y para las trabajadoras, que siguen acusando las secuelas psicológicas de la peor hecatombe en pérdida de vidas humanas de la pandemia: al menos 32.000 mayores han fallecido en residencias desde el estallido del coronavirus, 20.000 solo en la primera ola.



La escalada descontrolada de contagios de la sexta ola ha hecho repuntar de nuevo los fallecimientos casi dos años después de la explosión del virus, pero nunca como antes de la vacuna. La inmunización ha marcado, más que en ningún otro colectivo, un antes y un después para la vida de las personas mayores institucionalizadas, pero estos dos últimos años han dejado profundas cicatrices en las familias de los que murieron; también en los que han sobrevivido, ya sean residentes o trabajadoras, que se suman a las carencias que ya se arrastraban antes, como la falta de personal y los bajos salarios. En todos asoma el temor de que la pandemia sea al final una oportunidad perdida para mejorar la calidad de vida de los mayores y de las personas que los cuidan. Que todo siga igual e incluso haya empeorado.

 “Cuando llegó la COVID-19 todo el mundo descubrió lo mal que estábamos, la falta de personal y un modelo que no se correspondía con las necesidades que había para mantener a las personas. Parecía que, una vez descubierto, había que cambiar la situación y dotarla de más personal, pero a día de hoy, no se ha producido. Todo lo contrario, tenemos menos gente y usuarios con más necesidades”, lamenta María José Carcelén, una de las fundadoras de la Asociación Coordinadora Familiares de Residencias 5+1, creada en 2017 en Catalunya para denunciar la situación que se vivía en los centros de mayores y que ahora forma parte de la Plataforma Estatal de Organizaciones de Familiares y Usuarias de Residencias. 

Parecía que, una vez todo el mundo descubrió lo mal que estábamos, había que cambiar la situación y dotar de más personal, pero no se ha producido. Todo lo contrario, tenemos menos gente y usuarios con más necesidades

María José Carcelén Asociación Coordinadora Familiares de Residencias 5+1

Tras el tsunami que ha supuesto la pandemia y las carencias que ha dejado al descubierto, el Gobierno está inmerso ahora en una negociación con las comunidades y el sector para pactar las condiciones mínimas que deben cumplir los centros. El objetivo de fondo es avanzar hacia un nuevo modelo residencial que ponga en el centro los derechos de las personas residentes.

El terror de la primera ola

Son muchos los familiares que se han organizado para intentar esclarecer lo que ocurrió con las personas fallecidas en las residencias y han emprendido una batalla judicial en la que intentan hallar respuestas y reparación. Tras la muerte de su padre, María Jesús Valero se centró en evitar que su madre, de 92 años, también falleciera. Se contagió en abril de 2020, pero sobrevivió. Ahora su prioridad es que se dirima la responsabilidad que pudieron tener en la muerte de su padre los protocolos que impedían trasladar a los mayores enfermos de las residencias a los hospitales y que, según ha denunciado Amnistía Internacional, provocaron “violaciones del derecho a la vida y a la salud”. 

Valero es una de las querellantes que han iniciado el proceso a través de la Marea de Residencias, al que se han ido sumando decenas de familiares. “Queremos hacer todo lo posible por que avance la investigación y se esclarezcan responsabilidades”, advierte la mujer, que asegura que no descartan acudir al Tribunal Constitucional. De momento, el alcance de las investigaciones está siendo muy limitado, aunque esta misma semana se ha reabierto la causa por las muertes en cuatro residencias de Leganés y la Fiscalía ha denunciado por homicidio imprudente a otra de Lleida en la que murieron 64 ancianos. Sin embargo, el Ministerio Público, según ha contabilizado Amnistía Internacional, ha archivado el 89% de las diligencias y la ONG alerta de que “se está extendiendo la impunidad”.

La situación no es ahora equiparable a la que atravesaron los centros de mayores en los primeros momentos de la pandemia. La campaña de vacunación arrancó en las residencias, las más golpeadas, con el pinchazo a la granadina Araceli Hernández, convertida en todo un símbolo, y supuso un punto de inflexión. Basta mirar los datos de letalidad: si en 2020 fallecían el 21,3% de los contagiados, el porcentaje se ha reducido tras la inoculación de las dosis de refuerzo al 1,4%, según los últimos datos del IMSERSO. Las cifras de muertes también se han desplomado: durante la tercera ola, ya lejos de las cifras de la primera, llegaron a fallecer 800 mayores en una semana; en la última fueron 219.



Aún así la vida y el trabajo en las residencias está aún lejos de estar normalizada o parecerse a lo anterior, y los centros siguen contabilizando enfermos graves y fallecidos a causa de la COVID. A algunos la vacuna les llegó tarde. “Estábamos a un paso, iba a salir la vacuna. En ese momento no nos faltó de nada y hubo traslados al hospital, pero muchos no volvieron”, recuerda Ana Isabel López, que trabaja en una residencia de Guadalajara que se salvó de la primera ola pero no pudo evitar las peores consecuencias del virus en diciembre de 2020. Se contagiaron 101 residentes y fallecieron 20. “Fue muy frustrante porque todo había marchado sobre ruedas y, de repente, esto. Se llegaron a juntar dos y tres ambulancias en la puerta”.

El último embiste del virus, la sexta ola, también ha golpeado a estos centros y disparado los contagios. Se traducen proporcionalmente en menos fallecidos que en anteriores olas, pero aún así superan ya a los registrados en la quinta, durante el verano. “El principio fue caótico por la falta de atención, de personal y de material. Ahora hay muchos casos, pero más leves”, resume María Mendoza, trabajadora de una residencia de Usera intervenida en su momento por la Comunidad de Madrid. Sin embargo, a nivel organizativo sigue habiendo obstáculos: “Muchos trabajadores se contagian y al haber tantas bajas, estamos otra vez con mucho trabajo, mucho estrés y mala atención”.  



Antonio, que vive en una residencia de Madrid y prefiere usar un nombre que no es el suyo, fue uno de los diagnósticos de la quinta ola. Respira aliviado al contar que haberse puesto las tres dosis de la vacuna hizo “que no me afectase y saliera bien del confinamiento”, que pasó durante 15 días en su habitación. Tiene 87 años y asegura que no ha tenido “trauma” tras los primeros momentos de la pandemia, pero sí recuerda que hubo “improvisación y, en algún caso, ocultamiento de la situación”. “La mitad de la gente no nos enterábamos de lo que ocurría y no nos lo contaban. Sabíamos que había contagios, que a uno lo iban a llevar al hospital y al final no le llevaban o que otro había fallecido en la habitación. Era un desbarajuste total”, añade. 

La factura de las restricciones

La explosión de ómicron no ha librado a las residencias de las restricciones, que llevan dos años presentes en la vida de los residentes, en distintas intensidades en función de la evolución de los contagios. Las peculiaridades de los centros, que han sido la tormenta perfecta para la expansión de la COVID, han desencadenado limitaciones en las salidas al exterior, actividades y visitas incluso en momentos en los que no se aplicaban medidas al resto de la población. El pasado 29 de diciembre, a las puertas de una Nochevieja sin restricciones para reunirse en las casas o acudir a fiestas, prohibieron las visitas en la residencia de Castilla-La Mancha en la que vive la madre de Pilar López, que pasó la enfermedad en marzo de 2020.

Mientras en verano el resto estábamos en los bares, había residencias que no dejaban visitas. Muchas medidas se han tomado en pro de lo que era más cómodo para la gestión de la salud, pero se han vulnerado derechos

Lourdes Bermejo vicepresidenta de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología

“No en todos los casos han estado justificadas estas limitaciones”, asegura Lourdes Bermejo, vicepresidenta de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (SEGG). La experta lamenta que “no haya habido una vigilancia” sobre la proporcionalidad de las medidas y su impacto en los derechos en función del riesgo que se quería evitar. “Mientras en verano el resto estábamos en los bares, había residencias que no permitían visitas. Muchas medidas se han tomado en pro de lo que era más cómodo para la gestión de la salud, pero se han vulnerado derechos”, señala la experta, para la que esto evidencia que la sociedad ve a los residentes “como personas a las que hay que tutelar”.

La factura que ha pasado estos dos años a los propios residentes es difícilmente cuantificable, pero la SEGG lleva advirtiendo de ello prácticamente desde el principio. “No ver a sus seres queridos, moverse menos, cortar sus relaciones sociales y sus actividades provoca una pérdida de bienestar físico y psicoafectivo. El grado es diferente, algunos han podido recuperarse mejor y otros no, pero a todos les ha afectado”, señala Bermejo. Pilar ha notado las consecuencias del aislamiento en su madre, que lleva en silla de ruedas desde junio de 2020. Antes “era dependiente, pero caminaba con un andador” y se esforzaba en “andar, andar y andar” para no llegar a esta situación. “Lo que falta son medios, pero parece que nadie quiere asumir que los cuidados no pueden ser un negocio”, apunta la mujer. 

El último documento del Ministerio de Sanidad sobre la “adaptación de las medidas en residencias de mayores en un contexto de alta transmisión comunitaria, revisado y aprobado a finales de enero por la Ponencia de Alertas y Planes de Preparación y Respuesta y por la Comisión de Salud Pública, advierte de que las visitas solo debería restringirse de manera ”excepcional“ en situaciones de brote porque son altamente beneficiosas para los mayores.

En España hay 390.000 plazas en residencias, el 63% de titularidad pública. Sin embargo, siguen sin ser suficientes, según la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, que advierte del “paso atrás” que ha dado el sistema con la pandemia. Es algo que demuestra la bolsa de plazas residenciales para dependientes, un total de 1.129, que quedaron vacantes tras la muerte de tantos residentes y que hoy siguen sin cubrirse. “Por un lado es el recurso más caro de los que pueden conceder las comunidades y, por otro, influye el miedo que se ha generado en las familias y las personas mayores debido a la imagen que ha quedado de las residencias”, piensa José Manuel Ramírez, presidente de la asociación. 



“El Ejército ha encontrado a ancianos muertos en sus camas”, dijo la ministra de Defensa, Margarita Robles, el 23 de marzo de 2020. Para Ramírez este fue el punto de inflexión que más contribuyó a la “criminalización” de estos centros. “Lo que no se dijo es que las personas que estaban trabajando no tenían manera de hacer que el sistema sanitario colapsado acudiera a certificar fallecimientos, ni tampoco las funerarias. Las residencias habían sido abandonadas”, denuncia el experto, que llama a “prestigiar” el trabajo de quienes “se han dejado la piel y la vida atendiendo a los más vulnerables” y aún así, “no han sido valorados”.

“Se nos ha cuestionado mil veces, que nos han señalado por meter el virus en las residencias”, constata Ana Isabel López, trabajadora en una residencia de Alovera (Guadalajara) y miembro de la Plataforma por la Dignidad de la Geriatría. La Asociación Estatal de Servicios Residencias de la Tercera Edad, que agrupa a empresas del sector a nivel nacional, considera que a las residencias se ha derivado “cómo hemos descuidado como sociedad a los mayores”. “Como forma de buscar un culpable”, asegura su secretario general, Jesús Cubero, aunque niega que lo sucedido haya “dejado tocada la imagen” de los centros residenciales y sus gestores.

“Te automedicas para poder seguir trabajando”

Mejorar las condiciones de trabajo en estos centros no es una demanda nueva, es una histórica deuda pendiente del sector, pero tras la pandemia la situación ha empeorado y las empresas que gestionan los centros concertados, que son mayoría en España, encuentran dificultades para reclutar a trabajadoras. Es algo que Antonio observa diariamente desde la residencia en la que vive: “Creo que es imposible contratar personal, me imagino que porque los sueldos son bajos. Aquí ha habido gente que se incorporaba y al primer día se iba porque había mucha gente y mucha necesidad de atención”.

Antes de que el virus estallara en nuestro país, los sindicatos habían pedido al Ministerio de Derechos Sociales una inyección de presupuesto, y presionaban a la vez a la patronal para que firmase un convenio laboral que mejorase las precarias condiciones de las trabajadoras del sector. La última oferta de CCOO y UGT había sido una subida salarial del 10% para que al menos los salarios más bajos alcanzaran los 1.000 euros. Una propuesta que nunca llegó a ser aceptada. Entonces todo se paró. Hasta hoy. 

“Me veo cobrando 997 euros con 50 años y aquí, otra vez, negociando por conseguir un sueldo que no sea miserable después de todo lo que ha pasado”, lamenta la gerocultora Ana Isabel López. “Más que los aplausos y las estatuas necesitamos que en este país se den cuenta del valor que tiene poder cuidar bien a las personas. Para hacerlo, tenemos que estar bien. Y no estamos bien”, añade. 

Me veo cobrando 997 euros con 50 años y aquí, otra vez, negociando por conseguir un sueldo que no sea miserable después de todo lo que ha pasado

Ana Isabel López trabajadora de una residencia en Guadalajara

El problema no son solo los salarios precarios, sino la carga física que exige el trabajo. “Estamos dañadas psicológicamente, pero además la mayoría tenemos las cervicales, las rodillas y las muñecas fastidiadas; te automedicas para poder seguir trabajando”, prosigue López. “Hay un problema de hipermedicalización”, advierten también desde Comisiones Obreras, “para evitar el absentismo y llevar adelante la carga de trabajo”.

El resultado de tal combinación es que cada vez es más difícil encontrar a trabajadoras dispuestas a ocupar los puestos de las residencias. Lo diagnostican los sindicatos, pero también la patronal. “Somos conscientes de que hay que mejorar esos salarios. Pero hace falta la otra parte: que quieran pagarlo las comunidades autónomas”, señala Jesús Cubero, de Asociación Estatal de Servicios Residenciales de la Tercera Edad (Aeste). El último encontronazo de la patronal con los sindicatos ha sido por la aplicación del 6,5% del IPC a los salarios, confirman CCOO y UGT. Las partes están a la espera del resultado de una mediación formal planteada por los sindicatos. 

“Lo único positivo es que antes de la debacle llegó un acuerdo para incrementar el peso de la financiación de la ley de dependencia”, alega Jesús Cabrera, responsable de Negociación Colectiva Privada de la Federación de Sanidad y Sectores Sociosanitarios de CCOO (FSS-CCOO). Se refiere a un pacto firmado con el Gobierno para la inyección de 1.800 millones de euros a tres años y destinado a la reducción de la listas de espera, a aumentar los precios públicos de las plazas y a mejorar las condiciones de las trabajadoras.

Las comunidades de momento han recibido un tercio, 600 millones, “pero el dinero ha sido empleado en la concertación de camas y en gastos extraordinarios sobrevenidos por la COVID-19, y no en las plantillas”, señala Ana Francés, responsable de Salud, Sociosanitario y Dependencia de UGT, que admite “dificultades” en las negociaciones por la suma de actores y cómo se financia el sector. “Las diferencias en la financiación de los centros ya sean empresas privadas, concertadas o de gestión privada con titularidad pública, los sobrecostes por la Covid-19 junto a los intereses empresariales en cada comunidad autónoma son problemas que inciden significativamente en la negociación”.

Hacia un nuevo modelo tipo “hogar”

Paralelamente a la negociación para la mejora de las condiciones laborales, asoma en el horizonte la posibilidad de avanzar hacia un nuevo modelo de residencias que lleva reclamando el sector desde hace años. El Ministerio de Derechos Sociales está inmerso en la negociación con asociaciones, patronal y sindicatos y las comunidades autónomas con el objetivo de pactar los requisitos mínimos que deben cumplir los servicios de atención a la dependencia. 

La propuesta del Gobierno establece condiciones mínimas de recursos humanos, materiales, de equipamientos y de calidad que deberán cumplir las residencias, entre ellas el tamaño o la ratio mínima de personal. En el último borrador de trabajo, el departamento dirigido por Ione Belarra propone que los nuevos centros tengan un máximo de 90 plazas, mientras que el primer documento hablaba de 50, y al menos un 65% de las habitaciones individuales. Los centros tendrán que dividirse en unidades de convivencia de 15 residentes como máximo, mientras que las ratios exigidas se relajan respecto al anterior borrador.

Para Ramírez la propuesta es positiva en términos generales, aunque advierte de que será “papel mojado” si no incorpora una memoria económica y estimación de costes. “Es básico que se analice quién va a pagar esto”, remacha. La patronal analiza, también, que ha cambiado el “perfil medio” del residente, mucho más dependiente que hace dos décadas. “La edad media son 85 años, con muchos fármacos recetados y varios diagnósticos. Eso requiere cada vez más apoyo sanitario”, apunta Cubero.

Hay muchas cuestiones que aún no son definitivas y desde el Ministerio de Derechos Sociales insisten en que pueden modificarse, pero la idea, tras las carencias que ha evidenciado la pandemia, es compartida: es necesario caminar hacia un modelo basado en “la dignidad de trato y el ejercicio de derechos” de las personas residentes, reza el borrador. El objetivo, resume el presidente de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, es que sea central “la atención a la persona y su proyecto vital” en un entorno “de gran proximidad y al lado de los suyos” que se parezca lo máximo posible a un hogar y lo menos posible a una institución.

Gráficos elaborados por Raúl Sánchez.

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