Ese es el poder de los objetos: revivir personas. Cuando un arqueólogo encuentra uno, sucede de inmediato un viaje en el tiempo del que participa todo el que contempla ese objeto. Hace poco volvió a ocurrir, en Jadraque (Guadalajara), tal y como adelantó este periódico.
Allí trabajaron los rescatadores de la memoria durante casi un mes y hallaron, entre muchas otras cosas, cuatro latas recicladas en tazas. Al encontrarse con sus artilugios, se cruzaron con él. Nunca sabrán quién fue su dueño y creador, ni si trabajaba como artesano antes del golpe de Estado del ejército de Franco que le mandó a ese campo de concentración en el desabrido páramo de la provincia de Guadalajara. El óxido y la tierra adheridos al recipiente casero no ocultan la delicadeza y la minuciosidad con la que aquella persona, hace exactamente 83 años, trenzó el alambre con forma de asa, y lo abrazó arriba y abajo el diámetro de la lata vacía.
Los arqueólogos lo excavan todo y se cruzan con latas oxidadas que no solo cuentan historias y confirman los documentos de los archivos, que señalan 4.300 personas presas en el campo de concentración de Jadraque. También devuelven a la vida a ese individuo del que nunca sabremos más que el tiempo que le dedicó a mantenerse vivo y buscarse la supervivencia. “Debió de ser la misma persona y debió usar su habilidad para intercambiar por comida estas latas hechas tazas”, cuenta Alfredo González Ruibal, el arqueólogo que junto con Luis Antonio Ruiz han sacado de la oscuridad un campo de concentración franquista mucho más grande de lo que se imaginaban al inicio de sus excavaciones. Han encontrado un centenar de estructuras; 49 son del propio campo.
Cada uno de estos barracones excavados en la ladera medían unos de diez metros de largo y tres metros de ancho. Las paredes y el suelo eran la tierra y el techo quién sabe. Posiblemente de lona o ramas, cuentan los arqueólogos. No ha quedado nada de esa parte. Todos estos barracones, que en nada se parecen a los de los nazis, estaban rodeados por una valla, como se retiene al ganado con un alambre de espino. “Esa es la estigmatización y el proceso de denigración de los prisioneros”, apunta Ruibal.
Ruiz dice que ante esta situación hay un proceso personal de resistencia identitaria. Un proceso silencioso, casi invisible, como es el gesto de entrelazar los alambres. No es arte de trincheras, es pura supervivencia. Sin esa taza no podían beber ni comer. “Esta lata es un intento de mantener la dignidad”, señala Ruibal, que lo ha visto en otros yacimientos de la Guerra Civil y en testimonios escritos. Es la obsesión, dice, por mantenerse en pie, por sobrevivir en pleno desmoronamiento de una persona. “Una lata hecha taza es un gesto de humanidad”, añade el arqueólogo del CSIC.
Tampoco esperaban encontrarse en estos meses con la memoria viva de uno de los presos. Viva y escrita. Uno de los días que pasaron levantando el yacimiento se acercó el nieto de alguien que pasó por aquellos barracones que se montaron de manera improvisada pero intencionada entre marzo y abril de 1939. El nieto tiene en su poder los diarios escritos por el abuelo. No han tenido tiempo de verlos y documentarlos, pero ya han encontrado un testimonio directo de las casi 4.300 personas que fueron recluidas allí en condiciones infrahumanas.
Comida en frío, de lata. Las sobras requisadas en los almacenes republicanos apropiados por los franquistas en su avance. Montones de latas. Latas por todas partes que los vecinos de poblaciones cercanas se acercaron a recoger a los pocos días de no quedar ni un preso. Las llevaban a reciclar para sacarse algún dinero. Los arqueólogos se encontraron con testigos que vieron aquello, que hablan cuando nadie les ve, que piden que sus nombres no aparezcan anotados en ninguna línea de su investigación.
Casi nueve décadas después y el miedo no ha pasado. Los fascistas tampoco han desaparecido, los han sufrido los arqueólogos. Dicen que hubo más apoyo y preguntas que insultos. Más reconocimiento que negacionismo. “Siempre habrá negacionistas de los campos de concentración franquistas. Con los fanáticos no podemos hacer nada, pero debemos aceptar entre todos un mínimo”, explica Ruibal que recuerda el trabajo de investigación de Carlos Hernández que ha localizado hasta 300 campos de concentración.
Sin embargo, el campo no había sido localizado hasta que recientemente Julián Dueñas y Alfonso López intuyeron que la zona, ya reforestada con carrascas, debía esconder los barracones que no se veían. No hay documentación gráfica de este tipo de centros de represión franquista y los arqueólogos recibieron la ayuda económica de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática para conocer cómo fueron tratadas esas miles de personas. Cuando llegaron solo había silencio en torno a aquellos túmulos de tierra. “Pasamos de una situación en la que nadie sabía nada a hallar testimonios que lo conocían pero que no querían decir nada. Los pueblos de alrededor conocen lo que pasaba aquí”, explica Alfredo González Ruibal.
Tampoco tenían noticias de la precariedad en la que vivieron todas ellas. Hacinados y sin útiles para comer. Vivieron en hoyos. “Comieron con las manos y vivieron entre la basura”, apunta el arqueólogo del CSIC. De ahí la importancia de esa lata convertida en taza, testimonio de alguien que se resistió a desaparecer en medio de ese poblado infernal. Los investigadores suman a sus conocimientos la lección de la precariedad con la que el ejército franquista obligó a vivir a los presos republicanos. La habían datado en otros lugares, habían encontrado otros objetos, pero el hallazgo de estas cuatro tazas de supervivencia –idénticas, posiblemente hechas por la misma persona para intercambiar con comida– revela la cultura material de la represión.
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