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El ejercicio ayuda poco a adelgazar: es más efectivo comer menos

Juan Ignacio Pérez Iglesias

Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea —

Tengo tendencia al sobrepeso y, desde hace unos años, mis cifras de glucosa en sangre me colocan al borde de la diabetes. Me gusta la comida y mis compromisos sociales la incluyen a menudo. Además, de cuando en cuando caen unas tapas, un vino o el vermú de los sábados. Nada del otro mundo, pero suficiente como para tener que tomar medidas de control de la glucemia y del peso.

De madrugada pedaleo un buen rato en bicicleta estática. Cuando empecé con esta actividad matutina, sí, perdí un par de kilos en dos o tres semanas. Más adelante prolongué el tiempo de pedaleo. Volví a perder otros dos kilos. Pero desde entonces –y llevo casi dos años bajo este régimen– mi peso se mantiene obstinadamente constante. Por mucho ejercicio físico que haga, no consigo reducirlo apenas. No puedo pedalear durante más tiempo. El día no da de sí, y la noche tampoco.

Este asunto me desasosiega por dos motivos. Para empezar por sus efectos o, mejor dicho, su falta de ellos. Es descorazonador subirse de buena mañana en una bicicleta, pedalear desaforadamente durante más de una hora y seguir casi igual que como estaba. Lo único que consigo es perder los días de labor el peso ganado durante el fin de semana.

Por otra parte, también me molesta la aparente falta de lógica fisiológica de todo ello. Enseño fisiología y en la parte del programa en que trato el balance energético explico que cuando aumenta la actividad sube el gasto metabólico. Por lo tanto, si la absorción de energía en forma de alimento es constante, esa actividad metabólica mayor habría de provocar una reducción de la energía disponible para el crecimiento. Hasta el punto, incluso, de hacerse negativa.

¿El balance energético no funciona?

Resulta que el organismo se adapta a esa situación y pierde menos masa de la que sería de esperar. Suelo pasar frío, salvo en los días más cálidos del año. Y paso más frío las mañanas en las que he hecho ejercicio físico intenso. Por eso creo que lo que le hago pagar en ejercicio, mi metabolismo se lo cobra en forma de calor: me hace pasar frío.

Según el antropólogo Herman Pontzer, de la Universidad Duke de EEUU, al aumentar la actividad física a largo plazo el gasto energético diario también se eleva, pero menos de lo que cabría esperar. Además, conforme aumenta la actividad, el gasto diario total sube cada vez menos, hasta hacerse casi constante. Eso quiere decir que, si ese gasto es más o menos constante y el organismo desarrolla mayor actividad física, otros capítulos de gasto han de reducirse. Esa reducción, en principio, se produce en funciones no esenciales.

La hipótesis de Pontzer –quien ha trabajado en equipos integrados también por médicos y fisiólogos–, predice que la actividad física ejerce una reducción en las demás actividades fisiológicas y que esas reducciones tienen, además, efectos beneficiosos para la salud. Eso sí, cuando la actividad es muy intensa, esos efectos pasarían a ser negativos.

Con niveles moderados de ejercicio, las actividades fisiológicas cuya actividad se reduciría serían las que no son esenciales para sobrevivir. Entrarían en esa categoría parte de la regulación térmica, el crecimiento somático y las relacionadas con la reproducción. De hecho, niveles altos de actividad física alteran el ciclo ovárico, provocan una disminución de la producción de espermatozoides, bajan los niveles sanguíneos de hormonas sexuales y reducen la libido.

Bajo condiciones de muy alta actividad los efectos sobre la función reproductora se acentúan. Además, también se resentiría el funcionamiento del sistema inmunitario y las actividades de reparación de estructuras dañadas. De ahí vendrían los efectos negativos sobre la salud.

De lo anterior se deduce que, si bien es sano mantener niveles moderados de ejercicio físico de forma regular, esa actividad no tiene los efectos adelgazantes que se le suelen atribuir. Para controlar el peso, el control de la ingesta es más efectivo. Aunque no es nada fácil ni, como sabemos, sus resultados son los que cabría esperar.

Como ocurre con la actividad física, el organismo también se adapta a la escasez de alimento. Disminuye, en este caso, la velocidad de los procesos vitales. La actividad metabólica también se reduce, el gasto energético baja. La temperatura corporal también lo sufre: al reducir la ración de alimento se suele pasar más frío. Comer menos conlleva una vida fisiológica más lenta y, en cierto modo, más eficiente.

A todo ello se atribuye el muy probable efecto positivo de la restricción calórica sobre la longevidad. Pero eso, para quienes tenemos la espada de Damocles del sobrepeso y la diabetes tipo II sobre nuestras cabezas, es una mala noticia.

No soy quien para aconsejar a nadie acerca de sus hábitos, pero no me importa contar cuál ha sido mi opción:

  1. Como menos que antes y pongo más cuidado en lo que como, pero confieso que de vez en cuando me doy un homenaje.
  2. Realizo una actividad física moderada, el equivalente a 150 km a la semana en bicicleta estática, y camino siempre que tengo ocasión.

La vida, por ahora, no se me ha hecho eterna.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.The Conversationaquí