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Fallece el último español que sobrevivió al campo de concentración nazi de Buchenwald

Vicente García Riestra.

Carlos Hernández

Ya no queda ninguno. Se ha apagado la última voz española que podía relatar, en primera persona, el infinito sufrimiento que padecieron los prisioneros del campo de concentración nazi de Buchenwald

El asturiano Vicente García Riestra ha fallecido este jueves en un hospital próximo a la localidad francesa de Trélissac, en la que residió durante el último medio siglo de su vida. Vicente ha sido inscrito en el registro de defunciones como Vincent García, su nombre francés. La dictadura le quitó la nacionalidad española como represalia por haber huido de España tras la implantación de la tiranía franquista.

Cuando regresó la democracia, el ya viejo luchador llevaba años utilizando su pasaporte francés. En ese momento pudo haber realizado los trámites para volver a nacionalizarse español. Nunca lo hizo porque contaba con un argumento de peso que siguió repitiendo hasta el día de su muerte: “Si la hubiera solicitado, me la habrían dado; pero ¿por qué tengo que pedirla yo? No pienso ponerme de rodillas para pedir algo que es mío. A mí me la quitaron, ¿no?, pues que me la devuelvan. Si me la ofrecen, claro que la aceptaré”. 

Esta actitud responde al espíritu crítico, intelectual, justo y rebelde que caracterizaba al deportado asturiano. Pese a tener 94 años y cuando estaba ya a punto de iniciar su último viaje, continuaba vigilando de cerca la actualidad española. “Aún no me creo que vayan a sacar a Franco del Valle de los Caídos —le decía Vicente a este periodista hace apenas 20 días— ¡Ojalá lo hagan! Tenían que haberlo hecho hace mucho tiempo, pero hasta que no lo vea con mis ojos… no lo creeré”. La entrada de la ultraderecha franquista en las instituciones democráticas españolas era, quizás, lo que más le atormentaba en estos últimos tiempos: “Son los mismos. Dicen las mismas cosas que aquellos contra los que combatimos en España y en Europa”. 

Si de algo se sentía especialmente orgulloso Vicente, era de haber dedicado los últimos años a recuperar la memoria de su hermano y de su padre, asesinados por las huestes de Franco. También se le seguía iluminando el rostro cuando recordaba las decenas de charlas que había impartido en centros escolares franceses: “Es muy importante que los jóvenes sepan lo que pasó. El día que me ingresaron en el hospital tenía que hablar ante un grupo de estudiantes y me dio mucha pena no poder hacerlo… Si salgo de aquí, tengo que ir a ese instituto”. De hecho, de lo único que Vicente se lamentaba, cuando ya era consciente de que se encontraba en el tiempo de la despedida final, era de no haber hecho lo suficiente: “Quizás podía haber hecho más. Quizás podía haber empezado a hablar antes y haber hablado más”, le confesaba a su querida amiga Cristina. 

Una vida de lucha

Vicente tenía 11 años cuando parte del Ejército español perpetró el golpe de Estado contra la democracia republicana. Gregorio, su padre, convenció a su esposa para que abandonara Asturias y se trasladara con sus hijos a Cataluña. Él se quedó en el pueblo, organizando el abastecimiento de la población durante el asedio franquista, y su hijo mayor, José, se alistó en las milicias.

Los dos serían asesinados por las tropas golpistas, pocos meses después, tras la caída del Frente Norte. Mientras tanto, el resto de la familia tuvo que dividirse. Vicente fue internado en un colegio de Sant Boi de Llobregat: “El 26 de enero de 1939 (recordaba) escuchamos por la radio que las tropas de Franco entraban en Barcelona. Los maestros nos dijeron que no quedaba otra alternativa que marcharnos a Francia. Cada uno se fue por su cuenta. Yo hice el viaje solo, con una manta que todavía guardo en mi habitación, ochenta años después”. Aún dentro del territorio español, poco antes de cruzar la frontera, fue herido por una de las bombas que la aviación alemana lanzaba sobre la masa de civiles y militares que huían en desbandada. 

Tras recuperarse de sus heridas en un hospital francés, se reunió con su madre y sus hermanos. Fue un momento de felicidad que apenas duró un año. En mayo de 1940 las tropas alemanas invadieron Francia y Vicente comenzó a realizar trabajos para la Resistencia: “Pasaba información sobre los movimientos de las tropas alemanas. Todo fue bien hasta que alguien nos delató. Nos cogieron a 31 compañeros en una operación que comenzó el 20 de diciembre de 1943. A mí me detuvieron el 22. No sé con toda seguridad quién nos traicionó, pero tengo mis sospechas…”. 

Comenzó entonces su año y medio de cautiverio bajo las garras nazis. Pasó por la cárcel de Bergerac y por la de Limoges: “Ahí fue cuando tuve miedo de que me mataran a palos. Era la Gestapo la que se encargó de nosotros y me dieron varias palizas. Me tumbaban en una mesa y me ataban los pies y las manos por debajo para pegarme a gusto. Al volver a mi celda tenía toda la espalda morada y mis compañeros me la frotaron con agua para calmar el dolor”. A Vicente le sorprendió que los agentes de la Gestapo le preguntaran por su padre y por las razones por las que había sido fusilado por Franco: “Es otra prueba más de que las autoridades franquistas facilitaban información a los nazis para perseguirnos”.

El deportado nº 42.533 de Buchenwald

Ni Vicente ni ninguno de los más de 2.000 forzados pasajeros del tren que partió de la estación de Compiègne, en enero de 1944, sabía cuál era su destino. El día 24 salieron de dudas cuando se vieron frente a una gran valla metálica en la que destacaba una frase en alemán: “Jedem das seine”, “A cada uno lo suyo”. Tras ella, el patio de formaciones y los barracones del campo de concentración de Buchenwald. A Vicente le raparon, le quitaron todas sus pertenencias y le entregaron un traje rayado con el número de prisonero 42.533.

“Allí los compañeros caían como moscas”, solía resumir lacónicamente el ambiente letal que se vivía en el interior del recinto. Él volvió a tener suerte y fue enviado a trabajar a las cocinas del campo: “La comida era la misma, pero podíamos comer más cantidad. Siendo cocineros podíamos echar un litro más de agua y luego servirnos una cucharada más. Eso no impidió que perdiera 40 kilos en el año y medio que pasé en Buchenwald”. Un mínimo de 636 españoles compartió cautiverio con Vicente, de los que al menos 133 fueron asesinados y 126 constan como “desaparecidos”.

El 11 de abril de 1945 los prisioneros, entre los que se encontraba Vicente, se percataron de que los SS habían abandonado el campo y asaltaron las torres de vigilancia. Ese mismo día las tropas norteamericanas llegaron a Buchenwald y se encontraron con un espectáculo dantesco: montañas de cadáveres y cerca de 20.000 famélicos supervivientes. 

Llegó la libertad, pero no terminó la lucha. Vicente la reinició en Francia, donde logró reunirse nuevamente con su madre y sus hermanos. Miembro muy activo de las recién creadas asociaciones de antiguos deportados, el asturiano redobló sus esfuerzos tras la muerte del dictador. Logró localizar la fosa en la que estaba enterrado su padre, aunque se quedó con la frustración de no saber dónde yacía su hermano José: “No sé seguro si le enterraron aquí o allí, pero al menos tiene una placa en el cementerio. Es una pequeña satisfacción”, recordaba con una sonrisa agridulce. 

Durante los últimos años de su vida recibió diversos homenajes en su querida Asturias.  En la localidad francesa de Trélissac, pusieron su nombre a la calle en la que residía. Vicente siguió prestando su testimonio allí donde se lo pedían. Era consciente, como él mismo decía, de que debía aprovechar el tiempo que le quedaba: “Los deportados somos una especie en peligro de extinción. Cada vez quedamos menos… y acabaremos extinguiéndonos”. No le faltaba razón; en estos momentos solo quedan con vida cinco supervivientes españoles de Mauthausen y una exprisionera del campo de concentración de Ravensbrück. 

La última lucha de Vicente fue, precisamente, contra la extinción; contra una enfermedad que le devolvió a aquella extrema delgadez que padeció en Buchenwald. Lejos de rendirse, se preparó emocional y mentalmente para este último combate sabiendo que, esta vez, lo iba a perder. En la mesilla, un libro sobre la represión franquista; junto a su cama, su familia y sus amigos más cercanos. Se fue feliz, rodeado de los suyos. Se fue tranquilo, a pesar de no haber visto en la televisión las imágenes del cadáver del tirano saliendo del Valle de los Caídos. Se fue, eso sí, con una herida en el corazón: que ningún mandatario le devolviera esa nacionalidad española arrebatada, 80 años atrás, por defender la democracia y la libertad.

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