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El Gobierno traza un plan para adaptar el medio ambiente y la economía a los daños ya inevitables de la crisis climática

Temporal golpeando el litoral español

Raúl Rejón

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España va a padecer los efectos ya inevitables de la crisis climática. En las costas, en la desertificación, en la agricultura, en la salud, en la cantidad de agua disponible, en el turismo... El catálogo es amplio. Ante esta evidencia científica, el Gobierno acaba de publicar su plan para intentar responder a los impactos del cambio climático. “Reducir los riesgos a unos niveles aceptables, tanto para la sociedad como para la naturaleza”, concluye el primer borrador del II Plan Nacional de Adaptación.

El documento atañe al medio ambiente con actuaciones sobre el agua y los recursos hídricos, la biodiversidad o las áreas protegidas, pero también sectores económicos como la agricultura, la ganadería, la alimentación, la energía, la movilidad, el transporte, la industria o el turismo. Son 81 medidas preliminares en una hoja de ruta para la próxima década, según cuentan en la Oficina Española de Cambio Climático.

La adaptación supone, pues, la respuesta a las consecuencias que el actual nivel de alteración del clima ya está causando y se complementa con los planes para reducir esa alteración, es decir, recortar las emisiones de gases de efecto invernadero de manera que el cambio no se dispare más. La ONU calculó a finales de 2019 que esas reducciones deberían ser de un 50% en diez años para contener el calentamiento de la Tierra en 1,5 ºC en 2100. El sendero actual proyecta una subida de más de tres grados.

El plan implica cambios legislativos para los impactos que vienen. Incorporar el riesgo que implica la crisis climática en las normas y formas de producir y vivir.

El agua en tiempos de escasez

Los episodios de destrucción evidente que el año pasado encadenaron las costas han evidenciado el impacto concreto que provoca el deterioro climático. El borrador indica que se debe “tomar en consideración los riesgos costeros asociados al clima en la planificación territorial, de infraestructuras y urbanística en zonas de costa”. Y ejemplifica acciones como las “demoliciones de elementos artificiales deteriorados, altamente vulnerables o que sean perjudiciales para la integridad del dominio público” o la posibilidad de revisar concesiones de ocupación de la costa en virtud del cambio climático.

En cuanto al agua, el plan reitera que, en España, va a haber menos agua disponible: “Todos los estudios pronostican un aumento en la frecuencia, duración e intensidad de las sequías”. Y advierte de que los periodos de escasez que están por repetirse “no debe resolverse en ningún caso con medidas cortoplacistas que pongan en riesgo la sostenibilidad del recurso”. Prioriza la protección de las aguas subterráneas “ya que son el recurso más vulnerable, por el deterioro de su calidad y la sobreexplotación” y son una reserva para momentos de sequía. La recuperación de los acuíferos contaminados y donde se extrae más agua de la disponible es crucial.

Unos impactos afectan a otros

La crisis climática no excluye sectores y demuestra su interconexión. Así, el Gobierno admite que la agricultura y la ganadería son “muy vulnerables a los efectos del cambio climático, con impactos que son ya evidentes y que, en ausencia de medidas de adaptación, tenderán a aumentar a medida que avance el siglo XXI”. Así que apunta a la necesidad de planificar los regadíos ante la caída de recursos hídricos y pide estimular prácticas como la agricultura ecológica, la agricultura de conservación, los sistemas de ganadería extensiva y la agricultura de precisión.

Más relación. Unido al agua y la costa, el turismo español necesita “la protección de sus recursos: costas, sistemas montañosos, espacios naturales y patrimonio cultural” que amenaza la crisis climática. Pero también el sector está llamado “a reformular el modelo turístico vigente” hacia un sistema que tenga en cuenta la capacidad de aguante ambiental o climático de los destinos.

De la biodiversidad al urbanismo y la salud

La crisis de la COVID-19 ha evidenciado el riesgo de perder diversidad biológica. La mayoría de pandemias que han afectado a los humanos desde la mitad del siglo XX, como la actual, han sido enfermedades que saltaron de animales a humanos. Y la pérdida de ecosistemas está detrás de gran parte de esos saltos.

La modificación del clima, por ejemplo, ha hecho que España se vuelva terreno propicio para, cada vez más especies invasoras que reducen la biodiversidad e impactan directamente en pérdidas para los sectores agrícola, ganadero y forestal además de los riesgos para la salud. De esta manera, España no tiene ya más remedio, como incluye la estrategia del Ministerio de Transición Ecológica, que rastrear y controlar las especies exóticas e incluso “erradicar” las variedades invasoras.

Aunque el daño de la emergencia climática se asocia al medio ambiente, también se han inventariado sus impactos en las ciudades (y sus habitantes que suponen el 80% de la población española). El Gobierno ha señalado que deben tenerse en cuenta a la hora de “la planificación territorial y urbanística”. Eso implica que la administraciones deberán tener en cuenta los efectos climáticos, ya presentes, a la hora de gestionar las zonas inundables de los municipios y también la reducción de islas de calor de las ciudades o la mejora de la calidad del aire.

Al hilo de la calidad del aire, los gestores nacionales, autonómicos y locales van a tener que poner en marcha acciones para combatir el daño de las olas de calor (cada vez más frecuentes e intensas en España) y la influencia del clima en la acumulación de tóxicos en la atmósfera, como los anticiclones invernales que disparan los niveles de dióxido de nitrógeno. Un mundo más cálido está ya propiciando la expansión de enfermedades transmitidas por especies de mosquito exóticas que han hallado nuevos territorios propicios en una España de clima alterado.

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