Trabajadoras del hogar internas que pierden a la vez trabajo y alojamiento: “No sé a dónde voy a ir ni qué haré en mayo”

El termómetro empezó a superar los 37 grados diez días antes. María Elba le ponía paños fríos sobre la frente para controlar la fiebre, le prepara el kiwi con manzanita rallada como a ella le gustaba, seguía todas las indicaciones de su médico de cabecera y cantaba para animarla durante los días en los que “la viejita” había enfermado. Hasta el pasado 31 de marzo, esta mujer de origen salvadoreño cuidaba de Rosa, la señora de 91 años para la que trabajaba como interna, “como si fuera su hija”. Ese día, el verdadero hijo de la anciana le comunicó que debía marcharse. Tres días después, la señora falleció.

Cuando la despidieron, no tenía un lugar al que acudir. “El jefe, su hijo, me dijo que no podía seguir pagándome. Él tenía un bar que ha tenido que cerrar por el coronavirus”, explica María Elba en un hostal de emergencia de Cruz Roja en Madrid. “Le dije que no me podía ir de la casa por el COVID. Le pedí que me dejase quedarme aunque no cobrase, pero quería alquilar la habitación. Me contestó: ‘Si no te vas, llamo a la Policía”

La trabajadora doméstica llamó a sus dos hijos, que viven en pisos compartidos por habitaciones, para preguntarles si podría quedarse con ellos durante el confinamiento. “Llorando desesperada, llamé a mi hija. Le dije, por favor, que me están echando, me han mandado a la Policía”, recuerda María Elba. Los caseros no les permitieron acogerla.

Cuando la Policía llegó al domicilio, María Elba rogó que le dejasen quedarse. “Les dije que me había tratado mal y yo no he hecho nada malo, que había cuidado a la señora como si fuese mi madre… Me dijeron que no podía obligarle, que él no quería que me quedase. No quería salir porque no sabía para dónde ir. Todos me cerraron las puertas”, lamenta la mujer. Antes de irse, se despidió de Rosa: “Me voy’, le dijo llorando. ‘Te quiero mucho, pero yo me voy porque tu hijo me ha echado a la casa. Te te he cuidado como a una madre”.

María Elba tuvo que acudir a la sede de los servicios de emergencia social de la ciudad de Madrid, donde durmió “en una silla” durante tres noches. Tres días después, regresó a la casa donde trabajaba para recoger sus cosas. Cuando llegó, se encontró al médico forense en la vivienda: “La señora había fallecido”. Ahora María Elba reside en un albergue de emergencia de Madrid, creado por Cruz Roja para atender a quienes se han quedado en la calle en pleno estado de alarma. Durante estos días de confinamiento, María Elba busca mantener la cabeza ocupada para evitar acabar ahogada en la incertidumbre.

Su caso ilustra la extrema precariedad de las empleadas domésticas internas en esta crisis sanitaria y económica. El miedo al contagio, la pérdida de ingresos de las familias e, incluso, la muerte de las personas mayores que cuidaban han dejado a muchas de estas empleadas sin trabajo y sin alojamiento estable, en el límite de la exclusión social.

A Rosibel, de 31 años, la familia de la anciana que cuidaba y que murió hace cosa de un mes le ha dejado quedarse en la casa donde trabajaba. Allí llevaba dos años y medio cuidando a la mujer, de 96 años, y encargándose de todas las tareas de la casa. “La mujer dependía totalmente de mí, tenía alzheimer. Hasta había aprendido a hacerle las curaciones porque con la edad le salían heridas”. Por su dedicación completa de lunes a viernes y echar una mano algunos fines de semana Rosibel cobraba 900 euros al mes. Sin contrato, sin papeles. La primera cita para regularizar su situación administrativa coincidió con el inicio de la cuarentena y nunca llegó a producirse.

“Llevaba una semana mal, no quería casi comer. Un jueves me levanté a eso de las siete y media y todavía respiraba un poquito pero le costaba. A las nueve de la mañana ya había fallecido, parece que por paro cardíaco. Vino su familia, y costó que llegara la funeraria. Estuvo 24 horas muerta en casa. Su nieto me dijo que la había cuidado muy bien y que pasara el confinamiento allí hasta que encontrara algo”, cuenta Rosibel, que sigue en la casa, en el barrio madrileño de Lavapiés, aunque no sabe hasta cuándo podrá quedarse ni a dónde irá cuando ya no pueda estar allí. “No tengo familiares ni amistades que pudieran alojarme”, dice. Cuando se quedó sin trabajo dejó el alquiler de la habitación que mantenía para pasar los fines de semana.

Cada día Rosibel rastrea las páginas de anuncios y pregunta a conocidos en busca de un trabajo. “En eso estamos, viendo si sale una oportunidad”. De momento, vive con lo que le queda de sueldo y lo que más le preocupa es su hija, de once años, que vive con su madre en Honduras. “Dependen totalmente de mí, el padre nunca nos ayudó. Si yo no les mando dinero no tendrán nada”, subraya. Aunque ha llamado al teléfono del ayuntamiento para pedir ayuda con la comida, un problema con su empadronamiento ha hecho que aún no haya recibido nada. Sale a comprar poco y rápido, por temor a que la Policía la pare y le pida los papeles. “Siempre ando algo precavida”.

Internas a las que no dejan salir

Lorea Ureta, de la Asociación de Trabajadoras del Hogar de Bizkaia, explica que las situaciones con las que se están encontrando son casi opuestas: empleadas que tienen que dejar la casa en la que residían y otras a las que las familias para las que trabajan no han dejado salir durante el confinamiento. “Hay quienes sí tienen alojamiento alternativo, habitaciones que tienen alquiladas para el fin de semana o casas de familiares o amigas donde pueden quedarse”, dice Lorea Ureta. “Pero a algunas internas las propias familias no les están dejando salir para que vuelvan a sus habitaciones o alojamientos”.

Ureta recuerda que los empleadores no tienen potestad para prohibir salir a la calle en las horas de descanso y que el trayecto de empleadas internas desde la casa en la que trabajan hasta los alojamientos donde pasan sus horas o días libres está permitdo. “Y ese descanso es salud laboral”.

María (nombre ficticio) tiene 28 años y es de Nicaragua. Lleva cuatro años en España, cuatro años que ha trabajado como interna en la casa de una familia con tres niños en Bilbao. Cuando comenzó el estado de alarma la enviaron fuera y le dijeron “que tenían que ver, que ya hablaríamos”. María se fue entonces a la habitación que alquilaba los fines de semana por 300 de los 900 euros que cobraba al mes. A comienzos de abril la despidieron. “Me dijeron que se habían quedado sin trabajo y que no podían pagarme más. Y así sin más me quedé en la calle”.

Desde entonces sigue en su habitación alquilada en un piso en el que también vive una familia y otra mujer. Ahora buscan otro inquilino para que el pago del alquiler sea más bajo. María vive con el dinero que le queda pero no tiene ahorros ni familiares aquí que puedan sostenerla. “No sé dónde voy a ir ni cómo me voy a buscar la vida, no sé qué hacer ni qué pasará en mayo. Está muy difícil encontrar trabajo. Son mis hermanas desde Nicaragua las que me están ayudando”. Hasta hace muy poco era ella la que les enviaba dinero, ahora son ellas las que le echan una mano.

Aunque pasó la mayor parte del tiempo sin papeles y sin tener contrato, la cosa cambió en octubre cuando regularizó su situación. Entones, la familia le hizo un contrato, pero solo de unas horas y como externa “aunque seguía trabajando como interna”. María ha intentado acceder a la ayuda que el Gobierno aprobó para las empleadas domésticas pero no lo ha conseguido. “Dicen que aún está en marcha, no he conseguido pedirla”.

Esa es una de las críticas que Lorea Ureta lanza al Ejecutivo. “El mayor problema ahora de estas trabajadoras es la incertidumbre: tienen donde quedarse pero no saben hasta cuándo, quienes tienen papeles están pendientes de cobrar la ayuda o no saben si podrán cobrarla, qué hacen si no tienen alternativa a la vivienda donde trabajan y se quedan sin empleo...”. Ureta pide una regularización general y ayudas que no dependan del alta en la Seguridad Social. Y subraya: “Estas mujeres sí se están quedando atrás”.

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