La pandemia cronifica la precariedad de la atención psicológica: “La salud mental siempre ha sido la última de la clase”
Este 11 de marzo se cumplió un año desde que la Organización Mundial de la Salud declaró la COVID-19 pandemia mundial. Doce meses después, el coste de la enfermedad en España es de más de tres millones de casos confirmados y más de 70.000 muertos. También de miles de personas con enfermedades diagnosticadas tarde o con tratamientos paralizados. Entre ellos, las patologías mentales. Según la OMS, la pandemia paró estos servicios en el 93% de los países del mundo para destinar los recursos a la lucha contra la COVID. “Fue una época muy particular. Al principio llamábamos a los pacientes por teléfono, pero enseguida nos adaptamos a la videoconferencia. Muchos tratamientos los empezamos así y en una semana estábamos haciendo el mismo trabajo combinando el teléfono con el vídeo”. Habla Javier Prado, el único psicólogo de Atención Primaria de una comarca de Aragón con más de 25.000 habitantes.
En España, hay 2.700 psicólogos clínicos de los 33.209 que había colegiados en 2019 según el INE. Son datos de Anpir (Asociación Nacional de Psicólogos Clínicos y Residentes) que se traducen en algo menos de seis de estos profesionales por cada 100.000 habitantes. El dato varía por comunidades autónomas. Según un estudio de Juan Carlos Duro Martínez, trabajador del Servicio Madrileño de Salud y especialista en la materia, la región mejor dotada es Catalunya, con 18, seguida de Navarra, con 10,8, o de Extremadura, con 8,3. A la cola están Andalucía, con 3,2, Galicia, con 3,5, o Castilla y León, con 3,8. “Los datos no son fiables ni transparentes, ya que las comunidades, que tienen las competencias sanitarias, no los proporcionan adecuadamente cuando se los solicita el Ministerio de Sanidad”, destaca en conversación con elDiario.es.
A pesar de que algunas se acercan, ninguna región cumple los mínimos para una asistencia de calidad: “La ratio necesaria para ello y para dar servicios como neuropsicología, no podría ser inferior a 12 profesionales cada 100.000 habitantes, esto sería lo mínimo, no lo ideal. Lo ideal sería 20 psicólogos”, defiende Xacobe Fernández, psicólogo clínico en interconsulta, enlace del Complexo Hospitalario Universitario de A Coruña y miembro de la Junta Directiva de Anpir.
La precariedad, que ya se veía antes de la pandemia, se traduce en semanas y meses de espera de los pacientes para ser atendidos, que previamente deben ser derivados por parte de un médico.
“En nuestro centro en concreto, si te pidiera la cita hoy el médico de cabecera, el primer hueco sale para el 26 de mayo”. Son palabras de Luisa (nombre ficticio), una psicóloga clínica que trabaja en Atención Primaria en la sanidad pública de Madrid, que prefiere no revelar su identidad. “Pero ese no es el peor de los problemas; como tenemos muy poquitos huecos de psicoterapia, cuando yo veo a una persona y pido ese día que me busquen el primer lugar disponible para volver a verla, esta espera está entre dos y cuatro meses. Ese es el drama verdadero”, argumenta.
Esta situación lleva indefectiblemente a dos caminos: a que se cronifique el problema por no ser tratado a tiempo, dicen los expertos, o a la silla del despacho de un profesional privado. Ese fue el caso de Carlos, un joven de 18 años: “Cuando acudí a la primera consulta con mi psicólogo tenía que esperar tres meses para la siguiente cita, porque se priorizan los casos más urgentes”. “Es imposible hacer una psicoterapia así”, denuncia Luisa, “tenemos muchos pacientes que llevan mucho tiempo en salud mental (desde la primera visita) pero al final solo han recibido cuatro sesiones y muy separadas unas de otras, con lo cual es evidente que el tratamiento no está funcionando. ¿Cómo va a funcionar si no está hecho en las condiciones necesarias?”, se pregunta.
La psicóloga expresa que en la Atención Primaria de la sanidad pública solo hacen “seguimientos más regulares” haciendo “alguna trampa” que se traduce en horas extras para ellos: “Además, eso lo puedes hacer con muy pocos pacientes. Esa no es la solución y conlleva un coste personal y una frustración añadida al profesional, porque no le dejan hacer su trabajo”.
Carlos remedió su ansiedad yendo a la privada, donde encontró “citas semanales”, pero donde “también tuvo que pagar”. “La lástima de la pública es que no tengan los recursos suficientes como para llegar a más pacientes”, narra Eva, quien sí ha tenido buena experiencia en el SNS, donde lleva algo más de dos años en tratamiento, y de hecho “nunca” se ha planteado otra opción. “Aquí es inviable que haya citas separadas con tan poco tiempo. Van con tres semanas o incluso un mes, lo que el terapeuta considere”, lamenta.
“La ansiedad depende mucho de qué recursos acabas generando”, agrega Xacobe Fernández. “Lo que pasa es que tenemos una serie de servicios donde la idea muchas veces es lidiar lo más rápido posible con lo que tengamos delante; entonces, el enfoque suele ser medicamentos y al depender de la pastilla, ese es el recurso con el que se quedan y cuando pensamos en hacer cualquier tipo de programa, nos encontramos con que no tenemos el número de profesionales suficiente”.
Desde que comenzó la pandemia, un 15,8% de los españoles ha padecido ataques de pánico o de ansiedad, según el CIS. Arantxa llevaba años conviviendo con ellos, pero vio cómo aumentaron en esta época: “Antes de la COVID tenía un trabajo que no me gustaba, en el que no me pagaban bien, ni podía promocionar, al no ser de lo mío. Era de estos que coges para tener algo y ya está. Así que no tenía ningún tipo de motivación profesional en cuanto a ese sitio. Entonces llegó esto y un 13 de marzo me mandó un mensaje la empresa y me dijo que estaba en ERTE. Estar en un trabajo donde no te pagan prácticamente nada y tampoco piensas que vas a promocionar y de repente entras en un ERTE que ni siquiera sabes lo que es y constantemente estás leyendo comentarios sobre despidos o fallecimientos, eso es algo que te va generando una ansiedad superior a la que tenías antes”, comenta.
A diferencia de otras personas, Arantxa tuvo “la suerte” de tener “cuatro trabajos” durante esos meses, pero eso le quitó cualquier mínimo tiempo para ella. “Llegué a un estado de ansiedad que desconocía y decidí ir al psicólogo por la pública”, cuenta. “No podía dormir, me dolía el pecho, el corazón me iba rapidísimo. Era noviembre y ahí dije que no podía más. Llamé a mi médico de cabecera y me dieron cita para enero. Después recibí una llamada telefónica y me dijeron que la psicóloga tenía COVID y no podía atenderme hasta febrero. Me llamaron a los cuatro días y me dijeron que mejor la cita en marzo. En marzo voy, con una situación distinta, claro: ahora tengo dos trabajos, por lo que aunque sí que tenía ansiedad, no era del mismo grado que antes. Consideraron que me pasa lo mismo que a media España, así que decidieron que no tenía nada, que no era tratable y me vinieron a decir que me buscase ayuda por la privada”.
“Se está vulnerando el derecho a la sanidad”, dice Luisa, que recuerda que la psicología clínica se encuentra en la cartera nacional de servicios de salud. “Al final yo creo que lo que nos enfada a los que estamos en salud mental es que es una cosa falsa el decir que existe cuando para la mayoría de la población no existe”.
Ante la dificultad para acceder al psicólogo, en ocasiones los médicos de familia recetan ansiolíticos: “Saben cómo estamos y muchas veces ellos te lo dicen claramente; que si tuvieran la opción y supieran que se va a atender a esa persona en psicología no le recetarían estos medicamentos”. Según el CIS, el 91,1% de la población no consumía fármacos de este tipo antes de la pandemia. Sin embargo, desde hace un año, lo hacen cinco de cada 100 españoles. “Necesitamos que las personas accedan a tratamientos psicológicos en la sanidad pública, porque o bien reciben muchas pastillas o bien se tienen que ir a la privada y eso no es asumible, especialmente por las clases más desfavorecidas, a las que habría que priorizar el acceso”, añade Prado.
“Creo que no nos tomamos tan en serio la salud mental como la física. Y deberíamos, porque igual que si a mí me está pasando algo en una pierna voy al médico y hago mi tratamiento, con la salud mental no hay ese cuidado”, resalta Luisa.
Los profesionales lamentan que este tema no llene los discursos de los políticos, aunque últimamente “se haya escuchado algo”: “En otros países de la UE hablan mucho más sobre salud mental las autoridades y se dedica mucho más dinero a ella. Tenemos que ir por ese camino”, dice Paola Punsoda, presidenta de Acapir, la sección territorial de Catalunya de Anpir. “Solo un ejemplo: cada año mueren miles de personas por suicidio en España –según el INE, fue la primera causa externa (no natural) de muerte en el país durante el primer semestre de 2020–. Eso está directamente relacionado con la salud mental. Si hubiese cualquier otra cosa de otra especialidad médica que causara ese número de fallecimientos tan bestial, yo creo que se habría hecho algo y se habrían invertido más recursos”, añade Luisa.
“Necesitamos más del doble de plazas PIR de las que se convocan”
Entre las soluciones a este problema, los especialistas creen que está el aumento de las plazas PIR. “Llevamos años pidiéndolo”, dice Punsoda, que asegura que “aunque hay más que antes, no son suficientes”. “Necesitamos más del doble de las que se convocan para llegar a esos 12 profesionales mínimos”, especifica Prado.
Sin embargo, la solución no convence a todos. Son muchos los que plantean que aliviar el impacto psicológico de la pandemia no puede ser tarea exclusiva de los profesionales de la salud mental. Miguela Arévalo, trabajadora social en un centro de salud mental madrileño, cuenta que en 30 años de experiencia laboral nunca ha visto nada como la situación actual. Según relata, preocupa especialmente el impacto psicológico en familias de clase baja que viven en situaciones precarias: “Está llegando muy tarde el ingreso mínimo vital y, por supuesto, esto repercute en la salud mental de los adultos”. La pobreza, comenta, produce patología mental, y no se puede abordar solamente desde los centros de salud mental. Por eso, apuesta por fortalecer el tejido social para dar respuesta a las demandas de estas personas.
En el mismo sentido se pronuncia Miquel Munárriz, presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, que cree que “el impacto de la pandemia ha sido más en aquellas profesiones que tienen que ver con los cuidados, que en otras que tienen más impacto productivo o más visibilidad a la hora de generar beneficio”. “Es importante que tengamos unos servicios de salud suficientemente bien dotados y cercanos a la comunidad, capaces de trabajar bien en coordinación con Atención Primaria, servicios sociales, con educación o con Salud Pública”. El experto también pone de manifiesto la necesidad de reforzar la salud mental, que a su juicio, “ha sido siempre la última de la clase”.
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