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La piel de naranja que unió para siempre a un preso de un campo de concentración franquista y la vecina que le ayudó

Carmen Rubio y José Antonio Urquijo.

Marta Borraz

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Cuando salió del campo de concentración de Albatera (Alicante), José Antonio Urquijo tenía 22 años y pesaba 31 kilos. Las pésimas condiciones en las que los franquistas mantuvieron a los miles de presos que encerraron allí en 1939 marcaron a José Antonio, combatiente del Ejército republicano, para el resto de su vida. Nunca se olvidó del hambre y de la violencia, pero tampoco de la vecina del pueblo que, según él mismo decía, le devolvió la esperanza. Se llamaba Carmen Rubio.

Lo cuenta su hijo Enrique, que ha escuchado el relato en casa desde que nació y se lo sabe al dedillo. Todo empezó un día en el que los presos del campo de concentración, uno de los 300 que creó Franco por toda España, fueron obligados a salir fuera de la alambrada a trabajar. Era habitual que Carmen y Maruja, dos chicas del pueblo, pasaran por allí al bajar a lavar ropa para ganarse la vida. En aquella ocasión, iban comiendo una naranja y arrojaron las pieles al suelo: “Entonces vieron como los presos, entre ellos mi padre, se tiraron como locos a por ellas del hambre que tenían. A las jóvenes les impresionó tanto verles que empezaron desde entonces a dejarles allí algo de comer cuando podían”.

Pero esta es una historia de reencuentros. Y es que José Antonio y Carmen se volvieron a ver casi 40 años después y entablaron una amistad que duró siempre. Sin embargo, el fallecimiento de ambos hizo que las familias perdieran el contacto en los años 90. Ahora, gracias a las excavaciones que el arqueólogo Felipe Mejías está llevando a cabo en el campo de concentración, sus descendientes se han reencontrado.

Militante del PNV en la clandestinidad, José Antonio, natural de Bilbao, siempre decía que estar en Albatera “había sido lo más duro que le había pasado en la vida”, pero no fue el único centro de represión franquista en el que fue encerrado. Combatiente en el Frente del Norte durante la Guerra Civil, fue detenido por falangistas en Asturias y tras pasar unos días en la cárcel de Oviedo fue trasladado al campo de concentración de Santoña, luego al de Miranda de Ebro y posteriormente a un batallón de trabajadores de Toledo.

De allí pudo escaparse y combatir de nuevo, esta vez en Extremadura, pero viendo que el final de la contienda se acercaba decidió ir al puerto de Alicante como otros tantos republicanos ante los rumores que corrían de que desde allí podrían dirigirse al exilio y huir de la represión que, con toda seguridad, estaba por venir.

Sin embargo, aquello no salió bien, los pocos barcos disponibles ya habían zarpado y los franquistas acabaron deteniendo a los republicanos que no pudieron escapar. “Les llevaron en vagones de trenes de ganado al campo de Albatera, como hicieron los nazis. Allí la crueldad era absoluta”, cuenta Enrique, que especifica que a los presos les daban de comer una lata de sardinas y medio litro de agua para dos personas y dos días. “Mi padre contaba que llegaban a beber de las letrinas”, añade.

Le ayudaron a creer

El periplo represivo de José Antonio continuó tras salir de allí. Pasó por otro campo de concentración y otro batallón de trabajadores, le obligaron a hacer la mili y en 1947 fue encerrado de nuevo acusado de asociación ilegal y desórdenes públicos. Los años pasaron, pero Albatera y las naranjas de Carmen y Maruja siguieron en su memoria de una forma especial. “Cuando nos narraba todo esto siempre decía que tenía que encontrar a estas mujeres porque le dieron esperanza, le ayudaron a creer en medio de aquella desgracia, pero no sabía cómo hacerlo”, explica su hijo. Ocurrió a principios de 1975, cuando José Antonio viajó desde Bilbao hasta Albatera en busca de Carmen.

A ese otro lado, el lado de la familia de Carmen, esta es también la historia de su vida. Lo sabe bien su nieta Rosa, que recuerda cómo su abuela contaba “cuánto le impresionó ver que algo que todos tiramos, como las pieles de una naranja, se la comían con aquella desesperación”. La mujer, que creció en un hogar humilde y socialista, “apenas tenía para comer”, pero “siempre les intentaba dejar algo”. Rosa ha escuchado muchas veces el relato de cómo ella y José Antonio se reencontraron cuando el hombre apareció en la tienda de ultramarinos que sus padres tenían en el pueblo.

Allí le atendió su padre Salvador, yerno de Carmen, aunque su madre también estaba detrás del mostrador. “Cuentan que le dijo a uno de sus hijos emocionado: 'sí sí, es aquí, es su hija porque se parece a ella'”, narra Rosa. Acto seguido, sus padres le llevaron a ver a Carmen a casa. “Cuando salió se abalanzó sobre ella para abrazarla pero no le reconocía. Él le dijo 'tu a mí no me conoces porque peso casi 30 kilos más que entonces, pero yo no te he olvidado en la vida. Y ella se dio cuenta”. José Antonio y Carmen mantuvieron desde entonces un contacto estrecho; se llamaban, se escribían y junto a sus familias se visitaron varias veces más.

El reencuentro

Sin embargo, tras la muerte de Carmen en 1993 y de José Antonio en 2008, el hilo se perdió. Hasta ahora. El año pasado, Felipe Mejías, que lleva desde 2020 buscando fosas comunes y los restos del campo de concentración en Albatera, colgó en sus redes sociales un artículo publicado por El Español sobre la historia de ambos. Ya Enrique había ido a ver el campo en alguna ocasión y le había contado la historia al arqueólogo. Rosa vio entonces aquella publicación e identificó a su abuela: “Para mí fue una sensación increíble porque fue ver plasmado lo que yo había escuchado toda mi vida”, afirma.

A través de las redes sociales, Rosa y la pareja de Enrique entraron en comunicación, se dieron los teléfonos y retomaron el contacto. “Ha sido muy emocionante, para nosotros han sido y son como de la familia. Que en la vida tan dura que tuvo mi padre, hubiera alguien que se le acercara así y teniendo tan poco le ayudara hace que no podamos tener más que agradecimiento”, confiesa el hijo de José Antonio. Coincide Rosa, que destaca tener la sensación de que a ambas familias “les une algo muy especial” que sobrevive a los años y a sus protagonistas.

Ambos recuerdan con emoción una anécdota que a Salvador, el padre de Rosa, “se le quedó grabada a fuego”. Cuando José Antonio vio a Carmen por primera vez pidió que le llevaran a Albatera, donde nada más llegar se arrodilló y mirando a la tierra dijo “a ti te perdono, no a quienes me hicieron esto, pero a ti sí”. Tal era su conexión con el campo de concentración, que de uno de sus viajes se trajo tierra de allí, con la que en 2008 fue enterrado. Uno de sus hijos, Xabier, leyó en su funeral: “En su ataúd le acompaña un puñado de tierra del campo de concentración de Albatera. Albatera fue entre las 19 prisiones que pusieron a prueba su espíritu, la que más debilitó su cuerpo y más fortaleció sus convicciones”.

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