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Dani Keral

19 de agosto de 2022 22:51 h

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El rural necesita personas que hablen su idioma. Ya lo dijo la escritora María Sánchez: “Nuestro medio rural necesita otras manos que lo escriban, unas que no pretendan rescatarlo ni ubicarlo. Unas que sepan de la solana y de la umbría, de la luz y la sombra. De lo que se escucha y lo que se intuye. De lo que tiembla y lo que no se nombra”.

Con esta última imagen –temible, fascinante–, María Sánchez culminaba uno de los párrafos más lúcidos de su ‘Tierra de mujeres’ (editorial Seix Barral), publicado en 2019, el mismo año en el que apareció ‘Revista salvaje’, una publicación trimestral nacida para mostrar lo que ocurre en el medio rural sin filtros, modas ni sensacionalismo. Ambos surgieron como dos reclamos, dos gritos de celulosa impresa que inciden en la misma clave: hay que cambiar el relato y eliminar frases como “rescatar el rural”. 

Porque el rural no se rescata (eso les sucede a los bancos) ni se ubica (para eso ya existen los mapas): se vive, se trabaja, se siente con las manos y, en cualquier caso, se replantea y se reclama desde el conocimiento íntimo de su lenguaje. Por fortuna, hoy día hay muchas manos que conocen ese lenguaje y saben que “lo que tiembla y lo que no se nombra” puede ser el ojo miope de un anciano de un pueblo de Valladolid o un olivo colonizado de ‘chitos’ en mitad del campo turolense. De eso trata este texto, de hablar de (y con) emprendedores que saben dar respuestas a lo que tiembla. Así, vamos a encontrar una empresa que revitaliza el patrimonio con literatura; una óptica que ayuda a recuperar la vista a quienes no pueden desplazarse; un proyecto que amadrina olivos, restaura cultivos y crea ‘despertadores’ para emprendedores extraviados; una empresa que crea simuladores para que practiquen los sanitarios del futuro y una fábrica-taller de juegos de mesa que hace vibrar a una aldea diminuta. 

Esta es la tribu de los traductores del rural.

Gafasvan: el sueño hecho realidad de una óptica itinerante

Daniel Paniagua se dio cuenta de que había un problema que era necesario resolver cuando supo que su abuelo Constancio pagaba todos los cafés que se apostaba en las partidas de cartas. Con una vista apedreada por los años, a Constancio le costaba distinguir una sota de oros de un caballo de copas. Incapaz de conducir por sí mismo y afectado por un transporte público cada vez más mermado en la zona, acudir a una óptica desde el pequeño pueblo de Mayorga (Valladolid) se había convertido en algo inviable para él.

Daniel quería crear una óptica móvil para los pueblos de la zona, pero la normativa no lo permite. "Habría que adaptar la ley al entorno rural", dice

Daniel había estudiado Óptica, aunque nunca llegó a ejercer el oficio. Después de vivir en Perú y en Valladolid, y de trabajar como comercial de una empresa de alquiler de vehículos industriales, decidió regresar a su Mayorga natal, en la Tierra de Campos vallisoletana. Aguijoneado por la añoranza y por la necesidad vital que veía en su abuelo, Daniel vio claro que tenía que montar una óptica para cubrir un doble objetivo: crear un proyecto de vida con futuro para sí mismo y solventar el problema social con el que se había encontrado. Así es como nació Gafasvan a finales de 2020, un proyecto de óptica itinerante con Mayorga como epicentro.

Como él mismo explica en su página web, existe el pensamiento generalizado de que “los problemas de visión, que afectan al 98% de las personas mayores de 65 años, son una necesidad básica resuelta, pero no es así para todos”. Y es que, en algunas regiones, las ópticas solo se encuentran en los núcleos principales de población, lo cual complica su acceso para muchas personas con problemas de movilidad.

La idea original de Daniel era crear una óptica móvil utilizando su vehículo. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que eso no era viable, pues la normativa actual no permite realizar servicios de forma itinerante. Obligado a reconfigurar su idea, Daniel abrió una óptica tradicional en Mayorga y solicitó licencia en diferentes locales de pueblos de los alrededores, a los que se trasladaría de forma ambulatoria transportando su equipo.

Esta situación ha supuesto un gran avance para la zona, pero para Daniel aún está lejos de ser lo ideal, debido a una normativa que solicita los mismos requisitos en Madrid que en pueblos que cuentan con unos 300 habitantes. Como él mismo explica. “En lugar de una óptica itinerante lo que tengo ahora son cinco ópticas”, lo cual le supone un mayor coste económico porque en cada lugar donde se instala debe “pagar la licencia sanitaria, las tasas de la Junta y a un arquitecto para que firme la memoria”.

“Si tú –continúa Daniel–, como Administración Pública, no puedes ofrecer tus servicios a todo el mundo y un señor que tiene 85 años en un pueblo de tan solo 200 habitantes se ve impedido, facilita que alguien, desde una iniciativa privada, pueda cubrir esa necesidad, no seas tan estricto en ese sentido y adapta la normativa”.

Pese a que la situación presenta sus problemas, Daniel explica que ha sacado un balance muy positivo de su primer año y anima a que la gente emprenda en el rural porque “cualquier servicio que se ofrece y que no existe siempre se encuentra con una acogida increíble”. 

Apadrinaunolivo.org, cuando un árbol se convierte en incubadora

Para Alberto Pardomingo no existe diferencia entre estar en Oliete, su pueblo turolense de 350 habitantes, y Madrid, el lugar donde tiene sede la empresa para la que (tele)trabaja. Y es que, desde su punto de vista, el tiempo en que pueblo y ciudad estaban separados ha llegado a su fin. Es lo que él llama (recurriendo al término acuñado por Juan Carlos Casco) ‘virtuceno’, la era en la que “no importa donde estés, lo que importa es lo que hagas”.

Ese es el concepto en el que se basó, junto a otros socios como Sira Plana y José Alfredo Martín, para crear en 2014 Apadrinaunolivo.org, un proyecto con el que buscan recuperar los 100.000 árboles del olivar centenario de Oliete, que quedó abandonado por el descenso poblacional de la localidad (en 1910 el pueblo contaba con 2.500 habitantes). 

La parte visible del proyecto era recuperar el olivar, pero su clave teórica partía de un análisis profundo de las necesidades de Oliete: generar un triple impacto a nivel social, medioambiental y económico con el fin último de evitar que se cerrasen puertas (de casas, de tiendas, de servicios básicos como la escuela) y perder población. Para ello, como explica Alberto, hacía falta “aplicar nuevas lógicas a los procesos tradicionales, cambiar la forma de actuar para obtener resultados diferentes”.

De esta forma, el equipo de Apadrinaunolivo.org recurrió a la creatividad y a las herramientas digitales para alcanzar su objetivo, que, según Alberto, se basa en “valorar las oportunidades del territorio, generando una conexión emocional entre medio urbano y rural y poniendo en valor una experiencia que, al final, hemos derivado en algo tangible”. Esta conexión y experiencia tangible las encontraron en el apadrinamiento: mediante la aportación de una cuota anual, los padrinos y madrinas ayudan a mantener los olivos de Oliete (que, además, pueden visitar); a cambio, reciben dos litros anuales de aceite de oliva virgen extra. De momento, han conseguido apadrinar 15.000 olivos, crear 12 puestos de trabajo en jornada completa, un aumento del padrón de habitantes y que la escuela pase de cuatro alumnos a 13.

Pero Apadrinaunolivo.org no solo ha generado impacto en Oliete. Del proyecto inicial han surgido diferentes ramas, como Apadrinaunolivo.org Educa (talleres con los que han recorrido medio Aragón para extender los valores de custodia del territorio y desarrollo rural); las líneas comerciales de aceite Mi Olivo y de conservas Mi Huerto, esta última asociada con el pueblo vecino de Alacón, donde también han conseguido mantener abierta la escuela; o los recién creados Despertadores Rurales Inteligentes (DRI), un centro multidisciplinar para apoyar iniciativas rurales que se ubicará en el antiguo cuartel de la Guardia Civil. Estos DRI servirán para incubar cinco ideas de forma presencial y 10 de forma virtual, con el fin de convertirlas en proyectos sostenibles en un plazo de tres a cinco años. Aparte, contarán con un espacio dedicado al ‘coworking’ y el ‘coliving’ para teletrabajadores y nómadas digitales que quieran probar la experiencia del rural antes de dar el siguiente paso. 

Ágora Petricor, regenerar con cultura 

“En las aceras de las calles toman el sol viejas y niños. Las casas son graves, unas con escudo de piedra sobre el portal, otras más nuevas tienen casi todas las ventanas cerradas, algunas flores en los alféizares; los portales son mudos y sombríos”. Así es la frase que se lee en el primer muro que caligrafió Carmen Iglesias en su pueblo natal, Sigüenza. Eligió esa frase, escrita por Pío Baroja en 1901 para el periódico ‘El Imparcial’, porque en él relata sus andanzas por el pueblo castellanomanchego; pero, sobre todo, para intentar solventar el problema que ya describió Baroja hace 120 años y que da miedo, por lo actual: “En varios sitios se ven casas desplomadas, hundidas, que se han abandonado sin pensar, indudablemente, en edificarlas de nuevo”. 

En esto, precisamente, se basó el proyecto que Carmen, aparejadora de formación, inició en Sigüenza en 2016, después de una aventura madrileña en el mundo de la construcción. De vuelta a su pueblo, decidió continuar el camino de emprendimiento que había iniciado en la capital apoyándose en otro mundo que conocía bien: el de la cultura. Así es como nació Ágora Petricor, un nombre que conjuga el encuentro entre seres humanos y el valor intangible y abstracto del aroma que desprende la tierra después de un aguacero.

Alberto Pardomingo, creador de Apadrinaunolivo.org, cree que pueblo y ciudad ya no son entidades separadas: hemos llegado al 'virtuceno'

Carmen se basó en la tierra, en lo intangible, para enfocar el objetivo de su proyecto, analizando las características del territorio guadalajareño y extrayendo sus particularidades. Una de las primeras que percibió fue la misma que mencionó Baroja: la del patrimonio deteriorado. Como explica Carmen, este es “un problema que sucede en muchos pueblos castellanos, que poseen zonas de gran valor pero con numerosos edificios en ruinas”. Esto, según Carmen, sucede “porque son construcciones privadas sobre las que poco se puede hacer; las opciones de las Administraciones son complicadas, caras y con una importante carga legal”. 

Así es como tuvo la idea de recurrir a la caligrafía mural para “embellecer, en la medida de lo posible, esos inmuebles, aportar belleza y cultura a algo que solo muestra decrepitud”. Aparte de la caligrafía mural, otras actividades que Carmen comenzó a llevar a cabo a raíz del análisis del entorno fueron el astroturismo, aprovechando la escasa contaminación lumínica, y el necroturismo – la visita a cementerios– para mostrar “cómo es la vivencia de la muerte en nuestra cultura, que encierra mucha espiritualidad y belleza”.

Sin embargo, y pese a que el emprendimiento rural le ha generado muchas satisfacciones, Carmen explica que en el medio rural existe “una realidad que es distinta al ámbito urbano y que no se tiene en cuenta”. Carmen pone como ejemplo los trámites administrativos, que deben ser formalizados en Guadalajara, a 50 minutos en coche de Sigüenza. Explica que, pese a la digitalización, aún sigue habiendo mucha dependencia de lo presencial y “basta que falte un papel y no te quieran atender para perder toda una mañana”. Otros problemas que cita son el transporte público o los suministros energéticos, como los diversos fallos de conexión eléctrica que, según explica, sufre Sigüenza con relativa frecuencia. Pese a todo, ella se muestra firme en un pensamiento: no se ve como una sufridora sino como una “disfrutadora” del rural. 

BIOTME, alta tecnología extremeña

“Como estás en un pueblo tampoco puede ser muy bueno”. Ese es el pensamiento que subyace en la mente de Jacinto Salas cada vez que tiene que presentarse frente a un cliente para demostrarle que el producto que desarrollan en BIOTME (la ‘start-up’ con sede en Zafra de la que es CEO y CTO) es tan bueno como dicen los informes. Y es que, hoy día, algunas personas aún muestran reticencias ante todo aquello que provenga del medio rural, aunque se trate de un producto de tecnología tan avanzada como son los simuladores anatómicos de entrenamiento médico que crea BIOTME.

Un simulador anatómico es una herramienta utilizada para el entrenamiento de profesionales sanitarios y tiene como gran ventaja que evita el uso de cadáveres y animales. Sin embargo, es necesario que tenga las condiciones necesarias para que reaccione como el cuerpo humano ante las diferentes técnicas diagnósticas y manuales que se desarrollan en la práctica clínica. Es decir: necesita mucho estudio, inversión y tecnología. 

Eso es, precisamente, lo que ha logrado Jacinto junto a sus dos socios, Cristina Salas y Alberto Moreno, a través de una gelatina sintética de elaboración propia; algo que es único en España: como BIOTME solo hay otras tres empresas en Europa, una en Japón y otras tres en Estados Unidos, todas ellas multinacionales. Gigantescos Goliats frente a un pequeño David extremeño que cuenta con un as en la manga: la alta especificidad de su producto y un precio más asequible que los de las superempresas competidoras.

En los tres años que llevan trabajando con su gel balístico, BIOTME ha conseguido crear simuladores personalizados para diferentes patologías y con la consistencia de distintas partes del cuerpo. Esto les permite reaccionar tanto al tacto como a los equipos médicos como si se realizaran sobre un cuerpo humano.

Según explica Jacinto, que pasó de la ingeniería industrial a la biomédica con BIOTME, la empresa se encuentra actualmente en fase de difusión y búsqueda de inversores, algo que les resulta de especial urgencia pues, tras tres años de desarrollo con fondos propios, sus reservas se están agotando. Esa esperada llegada de fondos (sobre la que se muestran optimistas gracias a las ayudas europeas por la crisis de la COVID-19) hará posible dar el siguiente paso: la realidad aumentada, que permitiría hacer más completa la experiencia clínica y para la cual establecerían sinergias con alguna empresa especializada en el sector. 

El Troquel: la Apple de los juegos de mesa 

Ramón González es el Steve Jobs gallego de los juegos de mesa. Esta comparación, pese a lo llamativa, no es en absoluto descabellada: ambos estudiaron informática, ambos comenzaron sus proyectos en el garaje de una casa y ambos consiguieron desmarcarse en su sector gracias a su pasión y creatividad. Pero empecemos por el principio. 

Ramón, nacido en la isla de Arousa, se dio cuenta de que quería darle otro rumbo a su vida después de trabajar en grandes empresas del sector tecnológico en ciudades como A Coruña, Madrid o Vitoria. Cansado del ritmo de las grandes urbes, lo que él deseaba era vivir en un pueblo y dedicarse a lo que más le apasionaba: los juegos de mesa.

Reconvertido en autónomo, Ramón fundó El Troquel en el año 2015 y comenzó a diseñar y fabricar juegos de forma autodidacta en una pequeña cabaña ubicada en el terreno de su casa, en un pueblo al sur de Santiago de Compostela. Su proyectó empezó a tener éxito y, con ello, aumentaron las exigencias: más pedidos, más maquinaria, más necesidad de personal cualificado. Esto obligó a Ramón a dar el paso de formar una sociedad limitada en 2019 y a cambiarse de ubicación a un taller más grande, el que ocupa hoy día en la pequeña parroquia gallega de Calo.

Pese a su crecimiento, Ramón explica que “no es fácil emprender en este país, menos aún si estás en el medio rural”. Para él, desarrollar un proyecto en un pueblo conlleva una serie de dificultades como “el acceso a proveedores, la conexión a internet, el transporte y servicio de paquetería o encontrar personal cualificado que quiera venir a trabajar donde te encuentras”. Aun así, matiza que si se logran vencer esas dificultades, trabajar en el rural tiene muchos más pros que contras, como “el ambiente saludable, la flexibilidad o los alquileres más baratos”. 

Respecto a su proyecto, El Troquel, que se centra en el desarrollo de juegos de mesa con fines educativos, no solo tiene de peculiar que sea una ‘rara avis’ en la zona donde se encuentra, dedicada fundamentalmente a la agricultura. Su singularidad está en su enfoque sostenible (con el uso de técnicas y materiales que generen el mínimo impacto ambiental, la eliminación de plásticos de un solo uso o el mantenimiento de una plantilla fija de 12 personas durante todo el año, pese al carácter estacional de la empresa), y en que, como explica el propio Ramón, es la “única editorial española que tiene fabrica propia en España”.

El creador de El Troquel explica que no solo se puede emprender desde el rural con una empresa como la suya, sino también ser transgresor y fabricar, comercializar y generar cultura de juegos de mesa en España. De momento se ha hecho un hueco en el sector, pero su objetivo es poder llegar al gran público. Es decir, a la mayoría de las estanterías, algo que se ha complicado con la crisis de la Covid-19, que ha llevado a los tenderos a apostar únicamente por los juegos de mayor éxito. Aun así, Ramón no se rinde. A fin de cuentas, ya ha logrado lo más difícil: llegar hasta donde está después de haber empezado en un garaje

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