Hace un cuarto de siglo, el científico británico Robin Dunbar propuso que el número de personas con el que nos relacionamos de forma habitual es de 150 aproximadamente.
Algunos primatólogos habían observado que hay una relación entre el número de individuos con el que los primates se relacionan socialmente y el tamaño de su neocórtex cerebral, que está considerada, desde un punto de vista evolutivo, la parte más moderna del encéfalo.
Según esas observaciones, la capacidad para relacionarse con más o menos individuos estaría limitada por el volumen de esa parte del cerebro, puesto que ese volumen condicionaría la capacidad cognitiva. Dunbar estimó el número de 150 a partir de la relación citada, utilizando datos correspondientes a 38 géneros de primates. Y desde entonces esa cifra, 150, ha sido denominada “número de Dunbar”.
También propuso que el tamaño de los grupos humanos reales solo llega a ser de 150 individuos cuando las condiciones en las que se desenvuelve el grupo son muy rigurosas y sus miembros tienen un fuerte incentivo para permanecer juntos.
Solo grupos sometidos a una presión de supervivencia intensa, como aldeas de subsistencia, tribus nómadas y acantonamientos militares alcanzarían el número de 150. Cuando no se dan esas circunstancias, el grupo sería menor, aunque la capacidad para establecer relaciones seguiría estando en ese límite aproximado.
Los círculos
Investigadores de la Universidad Carlos III de Madrid y el propio Dunbar, de Oxford, han desarrollado un modelo teórico de relaciones sociales que parte de la base de que la capacidad para relacionarse con diferentes personas es limitada y que diferentes tipos de relaciones requieren diferentes grados de implicación. (Ignacio Tamarit, José A. Cuesta, Robin I. M. Dunbar, y Angel Sánchez, 2018: Cognitive resource allocation determines the organization of personal networks. PNAS).
La teoría explica observaciones empíricas según las cuales las relaciones humanas normalmente se despliegan en base a una estructura en círculos.
Lo normal es que nos relacionemos de forma estrecha con muy pocas personas, entre tres y cinco; en ese círculo se incluyen los familiares más cercanos y, en ocasiones, las amistades íntimas.
El siguiente círculo lo forman otras diez personas, los buenos amigos.
Algo más alejado hay un grupo de unas 30 a 35 personas, que son aquellas con quienes tratamos con frecuencia. Seguramente no es casual que las bandas de cazadores-recolectores en las que se estructuraban las poblaciones humanas durante la mayor parte de la historia de nuestra especie tuviesen, como mucho, unos 50 individuos; quizás esos tres primeros círculos sean reminiscentes de aquellas bandas.
Y por último, tenemos un centenar de conocidos con los que nos relacionamos habitualmente.
Sin embargo, el modelo también da cuenta de una estructura social posible diferente, de configuración inversa a la que acabamos de ver.
Ocurre, por ejemplo, cuando la comunidad a la que pertenece un individuo es pequeña (de menos de 55 personas); en ese caso, casi todas sus relaciones se encuentran en los primeros círculos, y el grupo tiene una gran cohesión. Esa estructura “inversa” es propia de individuos que, por su personalidad, tienen tendencia a relacionarse con muy pocas personas. O también cuando el individuo pertenece a comunidades especiales, de muy pocos efectivos, como las que forman ciertos grupos de inmigrantes.
Lo que parece deducirse de estos estudios es que tenemos una especie de capital cognitivo más o menos fijo, y que si dedicamos ese capital a relacionarnos con pocas personas, la relación con ellas puede ser muy intensa. Pero si, por nuestra personalidad o por otras circunstancias, tenemos tendencia o necesidad de relacionarnos con muchas personas, entonces no podremos dedicar a cada una de ellas más que una pequeña cantidad de capital cognitivo relacional. Y es que aunque tengamos un gran neocórtex, su volumen no es infinito.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Lee el original.The Conversationoriginal