La cámara del fotógrafo Andrés Kudacki se asomó hace cinco meses al patio de vecinos donde, hacinada entre colchones, mesas, somieres y bultos de ropa, se encontraba la familia de Isabel y Benigno tras ser desahuciada de su vivienda de alquiler social. Su barrio, en una zona humilde del sur de Madrid, quedó acordonado un 25 de septiembre por más de 20 furgones y un muro humano de policías. La imagen de la hija de la pareja arropada con ternura por su abuelo, como cada noche antes de que comenzara la pesadilla, alcanzó las páginas de la prensa internacional y le ha valido a Kudacki el premio 'Picture of the Year'.
Aunque en la fotografía la realidad quedó congelada, la vida de la familia siguió adelante. Sin focos y sin periodistas que contaran al mundo su dolor, su lucha, su sufrimiento. Durmieron 13 noches a la intemperie, sólo protegidos por el calor de unos vecinos que les ofrecieron ducha, comida y cama en los días más fríos. Pensaron ocupar su propia vivienda, pero el miedo era más fuerte. Una de las luces de su casa permanecía encendida. Isabel lo recuerda: “Era como si estuviéramos dentro, un espejismo que nos machacaba”.
La PAH de Madrid, la plataforma que dio visibilidad a su caso, luchó con ellos hasta el final dentro de la vivienda. Con casos como el de Isabel, la PAH pone cara desde hace cinco años a la lacra de los desahucios para colocarlos en el centro del debate político y social.
El rastro de esta familia se perdió y dejó lugar a la imagen de nuevos desahucios. Son distintas historias pero el mismo terror. ¿Qué fue de esos rostros desencajados? ¿Dónde fueron a parar las pertenencias de las familias sin hogar? ¿Superaron la situación o quedaron condenados a la exclusión? ¿Hubo una oportunidad para ellos?
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A Benigno e Isabel, la oportunidad les llegó con nombre de pueblo: El Casar de Escalona. Una pareja de jubilados de la PAH les cedió su segunda vivienda en este municipio toledano; una casa prácticamente abandonada que había estado okupada durante un tiempo. Era octubre y el frío empezaba a atenazar en la pequeña localidad situada a medio camino entre Ávila y Toledo.
“Vivimos sin calefacción, a expensas de conseguir leña”
“Vivimos sin calefacción, a expensas de conseguir leña para la chimenea. No todos los días podemos encenderla y empalmamos bronquitis con neumonías”, dice Isabel con un hilo de voz al otro lado del teléfono. El estrés prolongado le crea una ansiedad incontrolable que incluso hace que pierda el conocimiento. “Aquí estamos muy limitados porque la casa está muy lejos del centro del pueblo. Salir a la calle me supone un triunfo porque apenas puedo caminar sin sentirme mal”.
Ansiedad, depresión o úlceras gástricas por estrés son algunas de las enfermedades diagnosticadas a afectados por un desahucio. Así es cómo “un malestar social pasa a convertirse en un problema médico o psicológico”, explica la doctora Elena Ruiz Peralta, porque “cuando pierdes tu vivienda hay un problema de salud, de privación de tu salud”. En esos momentos, las personas afectadas “viven su problema de forma aislada”, como un problema personal que aísla al sujeto socialmente bajo sentimientos de culpa, vergüenza y miedo“.
Isabel encontró en el primer momento un oasis en el activismo antidesahucios, porque la lucha, dice, es lo único que le hace sentirse útil. Ha abierto camino junto a algunos vecinos del municipio, a quienes ha puesto en contacto con la PAH de Talavera de la Reina. Pero ahora es ella quien vuelve a precisar de ayuda para “salir del pozo”. Entre sus planes más inmediatos está dejar la casa en la que malviven y volver a Madrid, donde, se consuela, “hay más oportunidades”.
“De verdad que llegamos con ilusión. Nuestros caseros hicieron realidad el derecho a un techo y nos brindaron protección ante el acoso y maltrato de la EMVS (Empresa Municipal de Vivienda y Suelo)”, relata la mujer mientras recuerda cómo el Ayuntamiento de Madrid “se cerró a la negociación” tras varias solicitudes de reducción de la cuantía del alquiler social. Pero la realidad ha terminado por derruir lo poco que han ido construyendo.
Al igual que la familia, una furgoneta antigua, el único medio para desplazarse al centro del pueblo, también ha llegado al límite de sus fuerzas. “Lleva estropeada un mes, el tiempo que mi hija ha estado faltando al colegio. Nos han abierto un expediente por absentismo. Las cosas no pueden ir peor”, solloza.
La frontera irrebasable
Cuando aterrizaron como “verdaderos extraños” en El Casar de Escalona, el pueblo se volcó con su causa. Desde el Ayuntamiento les garantizaron un alquiler social si su situación no mejoraba. Pero las promesas, asegura Isabel, se han ido evaporando. “Los vecinos nos ayudan en lo que pueden, pero el alcalde no nos ha dado ninguna solución. Ahora estamos esperando a que llegue aquí la Cruz Roja, porque hay más personas que también están pasando por este infierno”.
La espera continúa mientras siguen lloviendo los problemas. El último fue directamente con los propietarios de la vivienda. “Desde hace unos meses, a nuestra casera le llegan facturas de la luz desorbitadas. Ella dice que no puede hacer frente al pago, pero nosotros tampoco”, alega Isabel. Sus ingresos mensuales se reducen a la nada, “a no ser que Benigno consiga alguna chapuza por ahí”. Antes, la pareja echaba el pulso al día a día gracias a las pensiones que recibían por discapacidad. Ahora, por no dar fe de vida, les han retirado los 600 euros que sumaban entre los dos.
Convertirse en okupas siempre ha sido para ellos la frontera irrebasable. Pero después de cinco meses de idas y venidas, el único límite es sobrevivir. “Estamos en contacto con la PAH de Madrid. Con su ayuda, buscamos alternativas para ocupar alguna casa vacía en manos de algún banco. No tenemos otra salida porque el Ayuntamiento no ha mediado palabra con nosotros desde aquello. Por la vía legal, las soluciones a nuestro problema no existen”, se indigna.
La PAH inició hace unos meses la campaña Obra Social, que ha permitido, según la propia plataforma, realojar hasta el momento a más de 1.000 personas en pisos de bancos. Mientras, el parque de vivienda pública y social no deja de menguar. Madrid, por ejemplo, vendió en agosto 3.000 viviendas de protección oficial del Instituto de la Vivienda (Ivima) al fondo de inversión Goldman Sachs-Azora, que ahora exige a sus inquilinos comprar los pisos a un precio más de dos veces superior al que ellos compraron cada vivienda.