De la crisis de las vacas locas al Brexit: historia de un matrimonio fallido entre el Reino Unido y la UE
A pocos días para que el Reino Unido dé carpetazo a los 47 años de pertenencia al club de países de la Unión Europea, he vuelto a echar un vistazo a algunos recortes de prensa de mi época como corresponsal en Bruselas. Una foto de ganaderos mirando preocupados sus animales en un mercado de Banbury era portada con el siguiente titular: “Europa prohíbe la carne de vacuno británica. Caen los precios del ganado. Las comidas escolares se ven afectadas. Se rompen las 'reglas' de la UE”.
A lo largo de los años, la relación entre el Reino Unido y la Unión Europea ha pasado por muchas crisis; desde la lucha de Margaret Thatcher a principios de los 80 para que la UE reembolsara al Reino Unido parte de su contribución anual al presupuesto de la Unión (el denominado cheque británico) hasta la salida del Reino Unido del Mecanismo de tipos de cambio (MTC) en 1992. Sin lugar a dudas la guerra entre el Reino Unido y la UE por la carne de vacuno ha sido una de las más intensas.
El 29 de marzo de 1996 la Comisión Europea anunció que había decidido prohibir la exportación de carne de vacuno británica [y de todos sus derivados, salvo los lácteos], no solo a otros países de la Unión Europea, sino a todo el mundo. El Ejecutivo comunitario optó por una medida drástica después de que el Gobierno conservador del Reino Unido admitiera que podía haber un vínculo entre la enfermedad de las “vacas locas” y la cepa mutante de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, que podría matar a seres humanos.
Yo solo llevaba tres meses en Bruselas y esa era una noticia importantísima. Ahora, cuando he releído los artículos que escribí en ese momento he tenido la sensación de que no ha pasado el tiempo. Lo que más me ha llamado la atención, mientras mi mente se fijaba de nuevo en los acontecimientos de hace 24 años, ha sido la relevancia que cobra este prolongado y tortuoso episodio de la carne en el contexto del Brexit.
Cuando la Comisión Europea anunció su decisión explosiva, Francia y Alemania ya habían impuesto sus propias prohibiciones unilaterales a la carne de vacuno británica. Los ministros británicos habían anunciado que tendrían que ser sacrificadas millones de reses. Miles de escuelas optaron por excluir la carne de los almuerzos infantiles. Los precios de la carne de vacuno cayeron en picado.
Inevitablemente, en esos días de irritación, los parlamentarios euroescépticos culparon a los europeos. El difunto Sir Teddy Taylor, miembro del Parlamento y un crítico acérrimo del proyecto de la UE [uno de los rebeldes de Maastricht], abogó por tomar represalias y prohibir el vino francés y la carne de vacuno francesa, mientras que Bill Cash, que en la actualidad sigue ocupando un escaño del Partido Conservador, quería llevar a la Comisión Europea a los tribunales.
A lo largo de la primavera y el verano de ese año, la crisis se intensificó. En ese momento, las ambiciones de los más firmes defensores de la UE en Bruselas, Bonn y París estaban en su apogeo. Helmut Kohl y Jacques Chirac planeaban el lanzamiento del euro para dar el gran salto hacia la unión política y monetaria que el tratado de Maastricht había trazado.
Los líderes europeos se preparaban también para admitir a varios países de la exórbita de la Europa del Este comunista. De hecho, este fue uno de los proyectos que el Reino Unido apoyó sin fisuras. El Gobierno británico creía en una Europa “más amplia, no más profunda”.
Sin embargo, John Major, que había iniciado su mandato como primer ministro en 1990 con la promesa de poner a Gran Bretaña “en el corazón de Europa”, se vio atrapado políticamente cuando empeoró la crisis de las vacas locas.
Los tabloides de derechas hacían campaña contra la Unión Europea y exigieron al primer ministro que se opusiera a la prohibición de la carne de vacuno como lo hubiera hecho Margaret Thatcher. En un editorial a finales de marzo, The Sun advirtió de que estaba en juego nada menos que la supervivencia de un Reino Unido independiente. “Si Bruselas tiene el poder de impedir que Gran Bretaña venda un producto en cualquier parte del mundo, entonces ya no somos una nación soberana e independiente que controla sus asuntos internos”, decía el periódico. “Somos solo uno de los rebaños. John Bull ha sido castrado”.
En el Reino Unido, Tony Blair y el Nuevo Laborismo se consolidaban como favoritos en las encuestas. El 21 de mayo, Major vio que perdía la partida y, para tratar de calmar a los “bastardos” de su propio partido –así llamó el primer ministro a los rebeldes euroescépticos de su formación–, anunció que el Reino Unido se negaría a cooperar en las reuniones de la UE hasta nuevo aviso. La no cooperación británica con Europa, y sus políticas, se había convertido en política oficial.
No fue un movimiento sin importancia. En las áreas en las que los ministros británicos tenían derecho a veto en las reuniones del Consejo, la falta de cooperación supuso que bloquearon las decisiones de la UE, frustrando los planes europeos para una mayor integración. A mediados de mayo de 1996, Major dijo a la Cámara de los Comunes: “Si la UE no avanza hacia el levantamiento de la prohibición [de exportar carne de vacuno británica] no puede esperar que cooperemos normalmente en otros asuntos comunitarios. No continuaremos actuando como si nada dentro de Europa cuando nos enfrentamos al claro desprecio por parte de algunos de nuestros socios hacia la razón, el sentido común y el interés nacional de Gran Bretaña”.
La falta de cooperación llevó rápidamente las relaciones entre Londres y Bruselas a un mínimo histórico. Por primera vez en más de dos décadas, algunos políticos británicos y europeos de alto nivel cuestionaron públicamente la pertenencia del Reino Unido a la UE.
La crisis de la carne de vacuno en sí misma era un asunto aislado y muy específico. Pero la forma en que se había disparado había puesto de relieve profundas fallas en una relación entre un Estado miembro decidido a no ceder poderes –y con muchos medios de comunicación marcadamente euroescépticos– y los defensores de un proyecto europeo de posguerra que tenía como único propósito la unificación de Europa y la necesaria cesión de soberanía a Bruselas por parte de los Estados miembros.
Los líderes de la UE empezaron a preguntarse si el Reino Unido podría continuar como miembro de pleno derecho si seguía empeñado en poner trabas a los esfuerzos de integración siempre que tuviera alguna queja. En un artículo publicado a principios de junio de 1996, el entonces presidente de la Comisión Europea, Jacques Santer, advirtió que se acercaba “l'heure de vérité” (la hora de la verdad).
El difunto Sir Leon Brittan, entonces comisario del Reino Unido, percibió que la brecha podía conducir al desastre e instó a los empresarios británicos a que se posicionaran a favor de Europa “si no queremos ser atraídos, paso a paso insidiosamente, por el peligroso camino hacia la salida de la Unión Europea”.
La hora de la verdad
El próximo viernes 31 de enero, medianoche en Bruselas y las once de la noche en el Reino Unido, todo habrá terminado. Los peores temores de los europeístas británicos y del continente se habrán hecho realidad. La bandera de la Unión será arriada durante la noche, de forma discreta, en los edificios del Parlamento Europeo en Bruselas y Estrasburgo y en la representación del Reino Unido en Bruselas.
El Reino Unido habrá salido de la UE. La bandera que ondeará hasta el viernes en el edificio del Parlamento de la capital de la UE se trasladará al museo de la Casa de la Historia Europea, situado cerca de allí. A partir de entonces, la participación del Reino Unido en el proyecto europeo solo será un capítulo de la historia y formará parte de la exposición.
En Londres, el Gobierno conservador de Boris Johnson presentará el momento como el comienzo de un nuevo amanecer. El gobierno organizará una exhibición especial de luces a las 11 de la noche. Antes de que finalice el año, diez millones de monedas conmemorativas de 50 peniques entrarán en circulación. Johnson será uno de los primeros en recibir una.
Para aquellos de nosotros que hemos pasado tantos años observando de cerca la relación del Reino Unido con la UE, el acto final de la salida será difícil de asumir. En la mente de todos los miembros de la UE que siempre han querido que la relación sea un éxito, siempre habrá lamentos profundos y preguntas que nunca podrán ser respondidas en su totalidad. ¿Podría haber funcionado? En caso afirmativo, ¿la culpa fue de la UE, del Reino Unido, o de ambos? ¿Qué líderes británicos y de la UE no dieron la talla? ¿O se trata de un proyecto que estaba condenado al fracaso desde el inicio?
Mientras el Reino Unido se preparaba para la salida, pregunté a diplomáticos, políticos y periodistas de ambos lados del canal por qué pensaban que habíamos llegado hasta esta situación y citaron una multitud de razones. Las profundas diferencias en las actitudes de posguerra entre el Reino Unido y sus socios europeos; un liderazgo deficiente en la UE y el Reino Unido; unos medios de comunicación británicos constantemente hostiles, y la mala suerte de una sucesión de hechos en el peor momento.
Sir Nigel Sheinwald, exembajador del Reino Unido ante la UE y Washington, cree que todos estos factores jugaron un papel. “Europa siempre pareció ser una cuestión de elección, no de necesidad para el Reino Unido, a diferencia de la percepción francesa y alemana”, indica.
“Las sucesivas generaciones de líderes políticos británicos no lograron explicar las realidades y la importancia de nuestra pertenencia a la UE, prefiriendo vivir con, en lugar de enfrentarse a la actitud de 'little-Englandism' de los medios de comunicación británicos [expresión del siglo XIX para referirse a aquellos que se oponían a la expansión del imperio]”.
Asimismo, la tormenta perfecta a corto plazo: el impacto de la crisis financiera, la indignación con las élites políticas y la puerta abierta que dejó a los euroescépticos la falta de liderazgo de Cameron y el propio euroescepticismo de Corbyn.
“El Brexit nunca fue inevitable y la ironía es que estamos dejando la UE en el momento que más alineada está con las prioridades del Reino Unido en materia de libre comercio, competencia, políticas internacionales activas y responsables y cooperación en seguridad”, argumenta Sheinwald.
El diputado alemán Norbert Röttgen, que preside la Comisión de Asuntos Exteriores del Bundestag, sugiere que la idea del Brexit siempre ha resultado tan extraña y una pesadilla para los líderes de la UE que han preferido ignorar las señales de advertencia. Cuando el Reino Unido celebró en 2016 el referéndum ya se había perdido la oportunidad de abordar la crisis.
“Para la UE era inimaginable que un país decidiera abandonar la unión”, explica Röttgen. “Como consecuencia, subestimaron la gravedad de la situación y no le dieron a David Cameron nada con lo que trabajar durante el referéndum. Para ser justos, dadas todas las cláusulas de exclusión que ya tenía el Reino Unido, eso no habría sido fácil, pero fue un error por parte de la UE no hacer el esfuerzo”.
El eurodiputado alemán David McAllister, de padre escocés y madre alemana, y que creció en Berlín Occidental, indica que la decisión del Reino Unido de no participar en el euro y en el acuerdo de fronteras abiertas de Schengen fue un punto de inflexión que llevó al Reino Unido a desconectarse de la esencia de la UE. “El principio del fin fue Maastricht. No unir los dos proyectos más grandes, la moneda común y Schengen”.
Sin embargo, en su opinión, irónicamente la ampliación de la UE con la entrada de países del este, proyecto que el Reino Unido siempre ha defendido, ha desempeñado un papel importante en la crisis ya que ha abierto nuevos interrogantes en torno a la libertad de circulación de los ciudadanos europeos (y su entrada en el Reino Unido). Dudas que el Reino Unido ya no podía resolver con sus socios antes del referéndum. “La libre circulación es vital para los nuevos miembros y no están dispuestos a renunciar a ella”, sostiene.
Como cualquier otro matrimonio, la UE y el Reino Unido también tuvieron momentos felices.
Desde que en 1973 Edward Heath consiguiera que el Reino Unido ingresara en la entonces Comunidad Económica Europea, los sucesivos primeros ministros, Thatcher, Major, Blair, Gordon Brown, iniciaron su mandato afirmando que eran europeístas convencidos. Incluso Cameron dijo que quería que su partido dejara de “golpear” el proyecto europeo.
En 1975, en un discurso ante el Grupo conservador para Europa, Margaret Thatcher [en ese momento líder de la posición] defendió la permanencia y criticó al Partido Laborista en el Gobierno por su campaña en contra del proyecto europeo y por convocar un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la CE [en esa ocasión, los votos a favor casi duplicaron los votos en contra]. “Somos parte intrínseca de Europa”, afirmó. “Ni Foot, ni Benn, ni nadie más podrá 'sacarnos de Europa', porque estamos en Europa y siempre ha sido así”, subrayó.
Sin embargo, desde los años setenta todos los primeros ministros del Reino Unido han tenido tensiones con Europa. En sus primeros años como primera ministra, Thatcher libró y ganó una dura batalla para reducir las aportaciones del Reino Unido al presupuesto europeo, antes de asegurarse el reembolso de la UE en Fontainbleu en 1984. No obstante, una vez hubo conseguido lo que quería, fue una firme defensora del mercado único europeo, aunque en los años ochenta volvió a tener diferencias, esta vez con Jacques Delors y Helmut Kohl, en lo relativo a los planes de ambos mandatarios para la integración monetaria.
Charles Powell, que en aquella época era su asesor en política exterior, afirma que su entusiasmo europeo fue por etapas. “Digamos que, como Picasso, tuvo sus fases azul y rosa”, señala Powell. “Durante cinco años y medio no se sintió satisfecha con el presupuesto. Sin embargo, después de 1984 tuvo una reacción más positiva e impulsó el mercado único. Luego se sintió traicionada con los planes relativos a la moneda única”. El consejero asegura que la mandataria nunca contempló salir de la UE.
Sin embargo, en la UE son muchos los que creen que Thatcher sentó las bases del Brexit. Guy Verhofstadt, el exprimer ministro belga, afirma que ella introdujo la idea del “excepcionalismo” (rebajas y opt-outs –posibilidad de excluirse de ciertas medidas–) que ha socavadola unidad y la eficiencia de Europa.
“[El excepcionalismo] empezó con el reembolso de Thatcher”, señala. “Al hacer una concesión como el reembolso se motiva a los que no quieren o no les gustan los principios básicos de la Unión Europea. La consecuencia es que la UE no es eficaz debido a estas excepciones. No puede actuar allí, sólo puede actuar parcialmente aquí. Eso alimenta de nuevo a los euroescépticos, que dicen: 'ya ves que no funciona'. Al crear estas excepciones plantamos una semilla para que la UE sea ineficaz, y para que los partidarios del Brexit tengan argumentos a favor de la salida”.
Para Major, que sucedió a Thatcher, no hubo un solo momento de tregua. La salida del Reino Unido del MTC en otoño de 1992 fue una crisis de la que ya no se recuperó. Luchó y consiguió la exclusión del proyecto de moneda única de Maastricht, pero los “bastardos” de su partido nunca se rindieron. En los últimos días como primer ministro trató de convencer a los líderes de la UE de que acariciaran la idea de una Europa a dos velocidades en la que el Reino Unido se encontrara en el carril más lento, pero para entonces sus homólogos europeos esperaban que Blair ganara las elecciones de 1997 y se abriera un nuevo período de relaciones positivas.
Todavía recuerdo la emoción en los círculos de la UE en la primera cumbre europea a la que asistió Blair a finales de mayo de 1997 después de 18 años de Thatcher y Major. En esa reunión en Noordwijk, Holanda, el teletipo más importante sobre la cumbre de la agencia de noticias italiana Ansa tenía el titular “Tony Blair, superestrella” y los periodistas italianos lo llamaron “el día de Blair en Europa”. El programa electoral de los laboristas había dejado abierta la posibilidad de que el Reino Unido se uniera al euro cuando las condiciones fueran las adecuadas. El deseo de Blair de mejorar las relaciones con la UE era sincero y sólido
Sin embargo, se había ganado el apoyo de los periódicos de Rupert Murdoch, incluido The Sun, para las elecciones de 1997 y su asesor, Alastair Campbell, detectó claramente el peligro. Campbell llegó a la escena europea con un aire de desprecio, sin duda deliberado, por muchos de los complejos y arcanos debates de la UE, describiéndolos como “eurobollocks”, porque temía una reacción de la prensa sensacionalista si Blair se mostraba demasiado europeísta.
En la misma reunión de Noordwijk recuerdo que Campbell me acusó de “haber adoptado la mentalidad de Bruselas” por escribir sobre los sistemas de votación en la UE, que para entonces él no había conseguido entender.
En sus primeras tomas de contacto con la UE, el equipo de Blair dio muestras de fanfarronería, lo que enfureció a los líderes europeos. Con transcurso de los meses estallaron las disputas entre Blair y Brown por el lado del Reino Unido, y Kohl y Chirac por el otro, ya que el Reino Unido exigía el derecho a estar presente en las reuniones de los ministros de economía europeos cuyos países habían acordado unirse al euro, a pesar de que el Reino Unido se había negado a entrar.
En una cumbre en Luxemburgo, Chirac se irritó tanto que le dijo a Blair que tendría que aprender a inclinar la cabeza tres veces ante la bandera tricolor antes de ganarse el respeto en la UE. La mayor frustración llegó cuando los líderes de la UE se dieron cuenta de que Brown había diseñado, con su asesor Ed Balls, un medio infalible para bloquear el ingreso de Blair al euro, a través de sus “cinco pruebas económicas”.
Verhofstadt y otros líderes afirman que Blair, cuyas relaciones con Chirac y otros se deterioraron aún más con la guerra de Irak, tuvo la oportunidad de cambiar el curso de la historia, pero no lo logró.
Y después del difícil mandato de Brown, en el que promovió una visión británica mucho más que la europea, le llegó el turno a Cameron. Cuando se postuló como líder del Partido Conservador ya prometió sacar al Reino Unido de la principal agrupación de centroderecha, el Partido Popular Europeo, y se posicionó como un firme euroescéptico.
Cuando en 2016 convocó el referéndum sobre la permanencia o la salida de la Unión Europea, prometió renegociar un mejor acuerdo para el Reino Unido en la UE, creyendo que esto sería suficiente para que los votantes apostaran por la permanencia. El resto es historia.
No consiguió que la UE hiciera suficientes concesiones como para convencer a sus colegas conservadores, entre ellos Boris Johnson y Michael Gove, que se convirtieron en los artífices de la campaña del Brexit. Cameron abrió la puerta a la salida del Reino Unido de la UE y el pueblo británico decidió cruzarla el 23 de junio de 2016.
El de Cameron es el nombre que se cita con más frecuencia en la UE cuando se busca a un responsable del Brexit. En este sentido, Röttgen señala que “en un momento decisivo, cuando el Reino Unido necesitaba líderes sólidos, solo tenía unos políticos mediocres. David Cameron demostró ser un cobarde, falto de la talla de estadista que John Major había demostrado durante su mandato”.
Pero Röttgen sabe, como todo el mundo, que ha sido toda la clase política europea la que no ha logrado impedir que sucediera lo “inimaginable”. En vísperas del Brexit, su compatriota McAlliste, con raíces británicas y alemanas, muestra su pesar. “Será muy triste”, dice. “Apenas conozco a nadie que se alegre por esta situación y que no echará de menos a los británicos, su pragmatismo, su humor, sus conocimientos. El 31 de enero será un día con una gran carga emocional. No quiero estar en Bruselas el día en que se retire la Union Jack”.
Toby Helm es editor político de The Observer y ha cubierto durante más de 30 años las relaciones entre el Reino Unido y la Unión Europea.
Traducido por Emma Reverter.
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