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The Guardian en español

Fosas comunes y entierros colectivos: el virus está fuera de control en la capital del Amazonas brasileño

Trabajadores del cementerio y parientes de los muertos por coronavirus conducen los ataúdes a una fosa común en Manaos, Brasil, este 29 de abril

Tom Phillips, Fabiano Maisonnave, Daylla Kobosque

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Día y noche, los muertos son entregados a las rojizas tierras amazónicas. El domingo, fueron 140 los cuerpos enterrados en Manaos, la capital rodeada de selva del estado de Amazonas, en Brasil. El sábado habían sido 98, un número muy superior también a los 30 entierros de tiempos normales. Pero Manaos no vive tiempos normales desde que la devastadora pandemia llegó al corazón de la selva tropical brasileña.

“Es una locura, simplemente una locura”, dice Gilson de Freitas, un empleado de mantenimiento de 30 años que acaba de perder a su madre, Rosemeire Rodrigues Silva, de 58 años. Su cadáver está entre los 136 que fueron enterrados el martes, cuando los funerarios locales alcanzaron otro funesto récord.

De Freitas cree que su madre contrajo el coronavirus tras ser ingresada en el hospital por un derrame cerebral. Recuerda la desesperación que sintió cuando vio descender sus restos en una zanja fangosa junto a otros 20 ataúdes. “Los arrojaron ahí como perros”, relata. “¿Cuánto valen nuestras vidas ahora? Nada”.

El alcalde de la ciudad, Arthur Virgílio, está pidiendo la llegada urgente de ayuda internacional. “No estamos en estado de emergencia, hace mucho que pasamos eso, estamos más allá, en un estado de desastre total... esto es como un país en guerra y que ha perdido la guerra”, lamenta. “Esto es de un surrealismo trágico... no puedo dejar de pensar en Gabriel García Márquez cuando pienso en la situación que enfrenta Manaos”.

Al parecer, el coronavirus llegó el 11 de marzo a esta aislada ciudad ribereña de más de dos millones de habitantes y cuatro horas en avión al norte de San Pablo. Lo trajo una mujer de 49 años que aterrizó en Manaos desde Londres. Su efecto, seis semanas después está siendo terrible, con los sepultureros tan sobrecargados de trabajo que dos hombres se vieron obligados esta semana a enterrar a su propio padre.

“Manaos está en una carrera contra el tiempo para evitar convertirse en la versión brasileña de Guayaquil”, publicó la semana pasada el periódico local A Crítica en referencia a la ciudad ecuatoriana donde se teme que hayan muerto miles de personas y donde han tenido que dejar cadáveres pudriéndose en las calles.

Hay quien cree que ya es demasiado tarde para eso, con más de 100 personas muriendo cada día en Manaos y los sobrecargados servicios municipales obligados a organizar entierros nocturnos. Las autoridades de la ciudad estiman que solo en mayo habrá que enterrar hasta a 4.500 personas y las funerarias ya avisaron de que este fin de semana se les acaban los ataúdes de madera.

Hasta que la protesta de los familiares en duelo lo interrumpió, en el Parque Tarumã, principal cementerio de Manaos, las excavadoras estaban abriendo fosas comunes que la gente llamaba 'trincheiras' y donde los muertos se apilaban en pilas de tres alturas. “Ahí dentro es un caos”, dice de Freitas. El cuerpo de su madre fue enviado a las “trincheiras” la semana pasada. “Se pasó toda la vida trabajando... pagó todos sus impuestos, se merecía más, todos merecemos más”.

Edmar Barros, un fotógrafo local que está documentando los entierros, dice no haber visto jamás nada similar: “Es absurdo lo que está pasando aquí; es una situación de tristeza devastadora”. Los servicios sanitarios y de emergencia también están sometidos a una gran presión, con ambulancias deambulando hasta tres horas en busca de un hospital con espacio para admitir a los enfermos que transportan.

De los hospitales han salido grabaciones de vídeo espantosas con pasillos repletos de cuerpos envueltos en sábanas y bolsas para cadáveres. En otro de los vídeos se ve a un paciente inconsciente y con la cabeza envuelta por una bolsa de plástico transparente que hace las veces de capucha de respirador improvisada. “Hay escasez de respiradores mecánicos, de oxígeno, de personal, de camillas, falta de todo”, lamenta el doctor Domício Magalhães Filho, director técnico del servicio de ambulancias Samu.

Una catástrofe que tal vez pudo evitarse

Los expertos y las autoridades atribuyen a múltiples factores la intensidad que está alcanzando esta catástrofe en la mayor ciudad de la región amazónica. Uno de ellos es que la epidemia de coronavirus apareció al final de la temporada de lluvias, un momento en el que los hospitales ya están al límite de capacidad debido a las enfermedades respiratorias. Otra razón es la falta de equipamiento y de personal en el servicio de salud de Manaos, con una escasez crónica de fondos, incluso antes de que muchos sanitarios se dieran de baja por contagiarse de coronavirus.

Pero también se culpa a la corrupción y a la incapacidad del gobierno de poner medidas de contención cuando se detectó la COVID-19. Hubo que esperar hasta el 23 de marzo, 10 días después de que se confirmara el primer caso, para que el gobernador del estado declarara el estado de emergencia y el cierre de todos los negocios no esenciales. Según el arzobispo de Manaos, Leonardo Steiner, “se tardó demasiado en pedir a la gente que se quedara en casa”.

Incluso ahora que ha aumentado el número de muertos, las medidas de confinamiento son burladas en zonas de la periferia, con enormes colas en las afueras de los bancos y residentes negándose a quedarse en casa o a llevar mascarilla. Según el fotógrafo Edmar Barros, hay una “parte de la ciudad a la que parece que no le importa, como si no pasara nada”.

El alcalde admite que no está logrando mantener a la gente en sus casas pero dice que gran parte de la culpa es del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, por socavar deliberadamente esas medidas. “No tenemos huracanes aquí, no tenemos tsunamis... Aquí el tsunami ha sido no hacer caso a las medidas de confinamiento”, dice. “Me entristece saber que estas vidas podían haberse salvado y que no se salvaron, en parte porque el principal líder de Brasil dijo que no había problema en salir”.

Según Marcia Castro, demógrafa de la Universidad de Harvard especializada en Salud Pública de la Amazonia brasileña, no es realista esperar que la población siga los consejos del Ministerio de Salud cuando el 43% ni siquiera tiene acceso a agua para lavarse las manos. “Lo que esta pandemia está haciendo es mostrar claramente desigualdades que llevan mucho tiempo ahí”, explica. Sus estudios sugieren que el sistema sanitario de Manaos se bloqueará aún más en los próximos días.

De las más de 5.000 muertes por COVID-19 confirmadas oficialmente en Brasil, sólo 274 se han registrado en Manaos. Pero el aumento reciente en el número de entierros no deja ninguna duda: el número real es mucho mayor.

Veinticuatro horas después del entierro de Rosemeire Silva, otra mujer del lugar, Amália Brandão Ribeiro (53) fue trasladada de urgencia al hospital en el asiento delantero de un Uber porque no quedaban ambulancias. Estaba inconsciente y con síntomas de coronavirus. Las cámaras captaron su frenética llegada al hospital, con los parientes llorando y suplicando ayuda hasta que al fin el personal sanitario llevó adentro su cuerpo sin vida. “Ni siquiera trajeron una camilla”, dice Paula Ribeiro, su hija.

Poco después, Ribeiro fue declarada muerta con causa de fallecimiento “desconocida”. Pasaron dos días antes de que sus hijos pudieran organizar el funeral en el Parque Tarumã, uno de los 128 que se celebraron ese día. Había tal confusión que las autoridades entregaron a la familia el cadáver de un hombre. Luego se dieron cuenta del error.

De Freitas dice saber poco de la enfermedad que le arrebató a su madre. “Viene de China, ¿no?”, señaló vagamente el martes mientras el presidente Bolsonaro provocaba indignación al encogerse de hombros por los muertos del país. “Todos tenemos miedo porque no sabemos lo que el mañana podrá traer”, dice de Freitas. “Hoy estamos vivos, mañana no sabemos”.

Traducido por Francisco de Zárate

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