La amenaza nuclear en Europa está aumentando y los Estados no pueden quedarse mirando
Cien años después del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, jefes de Estado y de gobierno se reunieron este mes en Francia para conmemorar el centenario y para asistir al Foro de Paz de París. El objetivo del foro –fomentar la cooperación internacional en asuntos que pongan en peligro una paz duradera– es más importante que nunca. Pero la reunión tuvo lugar en un escenario en el que el multilateralismo se deteriora y en el que la amenaza más importante a la paz y seguridad internacionales –el uso de armas nucleares– puede estar en su punto más alto desde las profundidades de la Guerra Fría.
Buena parte de la atención durante la resaca del Día del Armisticio se ha centrado en el concepto de un “verdadero ejército europeo” propuesto por los líderes de Francia y Alemana y que está vinculado al panorama actual de amenaza nuclear. De hecho, la petición del presidente francés, Emmanuel Macron, por una defensa europea es producto del anuncio de retirada de EEUU del tratado de armas nucleares de corto y medio alcance (INF, por sus siglas en inglés) –la seguridad europea se ha identificado como la “víctima principal” si los americanos cumplen sus intenciones–. Aun así, incluso con un ejército europeo en marcha e incluso si Estados Unidos y Rusia resolviesen sus problemas y cumpliesen sus obligaciones de acuerdo con el INF, el fantasma del uso nuclear en el continente continúa.
El deterioro de las relaciones entre Estados nucleares en los últimos años ha tenido consecuencias reales respecto a las posibilidades del uso de armas nucleares en Europa, ya sea intencionadamente o no. Con Rusia reforzando sus fuerzas militares en Kaliningrado en respuesta a las tensas relaciones con Occidente y con el tratado de desarme de la era Obama START III próximo a su muerte (caduca en 2021) y sin un plan de continuación sobre la mesa, líderes europeos han invocado imágenes de una carrera armamentística en el continente. La continua presencia de armas no estratégicas estadounidenses y rusas en el continente ya plantea un grave riesgo de “uso accidental, fallo de cálculo y una escalada inapropiada de las tensiones”. Actividad reciente en el Mar de Noruega plantea la posibilidad de una confrontación con la Flota Septentrional de Rusia –un escenario que podría reflejar los acontecimientos ocurridos durante la crisis de los misiles de Cuba–.
La crisis en diplomacia nuclear también se ha sentido en los esfuerzos de no proliferación y seguridad nuclear. Esto es significativo, ya que se presupone que los grupos terroristas siguen decididos a adquirir los materiales necesarios para construir un artefacto nuclear. La expulsión de Rusia del G8 en 2014 frenó en la práctica la colaboración para impedir la propagación de armas y materiales de destrucción masiva. Vladimir Putin se retiró del acuerdo de gestión y disposición bilateral de plutonio con EEUU en 2016. Tales campañas estancadas para asegurar materiales nucleares vulnerables deberían preocupar a todos en una región que ha demostrado ser susceptible a la amenaza terrorista.
Pero la atención reciente al INF minimiza el problema fundamental del riesgo nuclear. De hecho, Europa tampoco es inmune a las capacidades de Corea del Norte. La naturaleza variada del riesgo nuclear –y sus causas– ayuda a explicar por qué varios Estados europeos, incluidos los nucleares Francia y Reino Unido, han tomado acciones prácticas para limitar los peligros. En mayo de 2016, las autoridades de Suecia y Suiza identificaron los riesgos únicos asociados a los misiles crucero con cabezas nucleares, provocando peticiones en algunos círculos a favor de una prohibición global. Esos dos Estados llevan tiempo defendiendo una reducción de la operatividad de los sistemas de armas nucleares.
Europa no tiene un mero papel de espectador ante la posibilidad de un conflicto nuclear a sus puertas. Sin embargo, para hacer frente al riesgo nuclear, no puede ser selectivo. Se deben considerar todas las opciones y todos los esfuerzos deben ser completos, es decir, deben abordar más que simplemente pequeños detalles del riesgo. Imagínese un escenario –como en el pasado– en el que Moscú malinterpreta el vuelo de un misil convencional como un misil nuclear. Incluso una defensa europea cooperativa podría hacer poco por prevenir una respuesta nuclear como represalia. Pero si todas las cabezas nucleares no estratégicas de Europa se hubiesen puesto en un almacén central, esto reduciría la posibilidad de que Moscú pudiese malinterpretar misiones que en un principio son convencionales. Comunicación directa entre múltiples puntos (más allá de solamente Moscú y Washington) podría fomentar más la protección contra la escalada de las tensiones. Por su parte, Moscú podría haber bloqueado físicamente las tapas de lanzamiento de sus misiles, lo que podría alargar el tiempo de decisión unos cuantos minutos muy valiosos –quizá los suficientes para aclarar la situación–.
No hay soluciones universales. Aquellos que se detienen en el futuro del INF no deberían perder de vista el problema más grande de la crisis nuclear. Aun así, pocos en la comunidad internacional han adoptado una visión amplia sobre la reducción del riesgo nuclear y mucho menos han abordado las causas del riesgo y los escenarios que lo acompañan. Aunque los institutos de investigación y antiguos miembros de gobiernos han realizado esfuerzos encomiables, sigue existiendo una brecha importante. Esto no puede continuar. La reducción del riesgo nuclear es un interés de seguridad común para todos los Estados, uno que trasciende alianzas y escudos, e incluso las circunstancias geopolíticas que han estancado los procesos de control de armas y desarme.
La participación continua en reducción del riesgo nuclear puede resultar en acciones concretas conmensurables. En un tiempo en el que el riesgo nuclear en el continente es grave, los Estados europeos tienen todos los motivos para tomar la iniciativa.