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El caso de Juana Rivas: ruido y oportunidad perdida

Juana Rivas, en el centro con un pañuelo, en una manifestación para evitar la entrega de sus hijos al padre, condenado por violencia de género.

Violeta Assiego

Abogada especialista en derechos humanos y vulnerabilidad social —

Aceptar la idea de que un hombre cuando agrede a la madre de sus hijos deja de ser un buen padre es algo que cuesta. Existe resistencia a ver la evidencia, incluso entre quienes están concienciados con la lacra de la violencia de género. Dos años después de que se aprobará la Ley de Infancia y Adolescencia todavía no se ha incorporado al pensamiento colectivo ni a la práctica judicial lo que entonces legalmente costó reconocer: que los niños, niñas y adolescentes que viven en un contexto de violencia de género también son víctimas de esta, al margen de que solo la presencien o la sufran personalmente. Desde ese momento, en nuestro ordenamiento, se les señala como víctimas del maltrato y hay juristas especializados como la fiscal decana de Málaga, Flor de Torres, que hablan de una nueva figura: el maltrato infantil de género.

Si los hijos de la mujer maltratada son reconocidos legalmente también como víctimas, no debería extrañar a nadie que una de las demandas a los operadores jurídicos sea que investiguen con la diligencia debida (y de oficio) si el agresor, padre de los menores, está cumpliendo las obligaciones propias de una relación paterno filial bien estructurada.

Nuestro Código Civil es claro al respecto, la patria potestad debe ejercerse respetando la integridad física y psicológica de los hijos. En consecuencia, cabe pensar, si avanzamos en el hilo argumental, que ser condenado por agredir a la madre, una de las figuras clave de apego y protección para un niño, es fundamento suficiente como para estudiar la suspensión de la patria potestad o del régimen de visitas mientras no se demuestre que la relación de violencia contra la mujer no ha cesado definitivamente. No se trata de que el padre sea buen o mal ejemplo para el menor, sino de que el menor no sea parte de la correa de transmisión en la agresión y por tanto, no sea objeto de agresión. Banalizar al respecto, es no haber entendido nada.

Los niños no son víctimas por ser niños, son víctimas porque cuando su padre agrade a su madre, los quiere como testigos, como aliados, como moneda de cambio o como parte del sufrimiento que puede provocar a la mujer con lo que más le duele. Cuando se afirma que un maltratador puede, por el hecho de serlo, ser un mal padre no se busca desterrar al hombre de su función parental sino proteger al menor de un riesgo que no acaba con la sentencia que le condena o las medidas propias de una  separación conyugal.

Históricamente apenas se viene reparando en la presencia de menores de edad ante las situaciones de violencia de género que sufren sus madres. No fue hasta 2013 cuando las estadísticas empezaron a contabilizar a los huérfanos, sin que esto haya representado un cambio sustancial en el trato que reciben de las instituciones públicas en sus políticas de ayudas.

A fecha de hoy seguimos sin saber de manera oficial el número exacto de niños, niñas y adolescentes que han sido asesinados durante el régimen de visitas a manos de sus progenitores varones. Y el Estatuto de la Víctima sigue sin aplicarse permitiendo situaciones laberínticas, como la que Juana Rivas viene enfrentando desde hace muchos meses. El que su propio hijo describa situaciones que ha presenciado de violencia contra su madre deberían ser motivo suficiente como para revisar el régimen de visitas impuesto, o al menos supervisarlo adecuadamente. No sería la primera vez que Estado español es condenado por negligencia y falta de protección cuando una niña fue asesinada por su padre justo en un régimen de visitas. Condena que, por otra parte, España se ha negado a cumplir despreciando con ello el deber de reparación que le impuso Naciones Unidas ante Ángela González Carreño, la madre de aquella pequeña de siete años.

En los últimos días el caso de Juana Rivas se ha llenado de ruido hasta el punto de hacernos olvidar que la situación que la ha llevado a huir con sus hijos es consecuencia de los oídos sordos que hacen los operadores jurídicos a la hora tratar como víctimas independientes a los hijos de las mujeres agredidas por sus parejas o ex parejas. Con ello se vuelve a culpabilizar a la mujer y a someterla a un juicio paralelo. Es en ella quien parece recaer toda la responsabilidad de la situación actual. Al hacerlo, estamos dejando escapar la oportunidad de analizar a fondo qué está pasando en la trastienda de los tribunales para que cueste tanto entender no solo que un hombre que maltrata a una mujer no es un buen hombre sino que un padre que agrede a una madre no es buen padre.

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