La imprescindible izquierda inerme
Hay una razón sencilla por la cual sistemas electorales muy diferentes han llegado igualmente a equilibrios bipartidistas a lo largo del pasado siglo. Podemos entenderlo como el sistema menos complejo y por tanto más estable –algo así como la pareja en las relaciones amorosas–, el pluralismo mínimo que mantiene las formas democráticas sin arriesgar el fondo del acuerdo sobre la doctrina económica, el “grado cero”, por así decirlo, de la democracia neoliberal. España no es una excepción a esta regularidad. El consenso económico bilateral en torno a procesos de desregulación y privatización se forja a partir de 1982 gracias a la figura clave de Felipe González, tras el descalabro de UCD.
De esta manera, se imprime color y dinamismo a lo que de facto era un consenso cerrado por arriba en torno a una doctrina económica antigua y de derechas, que se presenta como nueva y de centro. Aparece, de hecho, como el único pensamiento económico razonable, como el sentido común de época.
Los poderes artífices de este consenso de derechas (perdón, de “centro”, que es donde ubicaban su proyecto hegemónico tanto Fraga como Rajoy o Aznar) nunca han perdido de vista que la reproducción de ese orden dependía fundamentalmente de garantizar la calma en el hemisferio zurdo del mapa. Los principales beneficiados por la desregulación económica, que son las grandes corporaciones, tenían claro que era de ese lugar situado a la izquierda de la izquierda oficial de donde provenían los últimos intentos de impugnación de este orden estable(cido).
Precisamente por ello se ocuparon de reforzar sus defensas en ese flanco izquierdo, poniendo cuidado en no dejarlo hueco, porque el vacío se hubiera podido llenar con discursos y prácticas exteriores al consenso reinante. Discursos que esgrimían la participación colectiva en la toma de decisiones, el reparto de riqueza y otras ideas igualmente peligrosas.
El lado izquierdo no podía dejarse vacío, había de ser ocupado por una izquierda “civilizada”, engarzada con el establishment, que amortiguara posibles embates del movimiento obrero y absorbiera presiones democratizadoras. La operación involucraba cúpulas sindicales y de partido, líderes de opinión, aparatos mediáticos, etc. El rol de Felipe González en el reflotamiento de la marca PSOE durante La Transición fue crucial para alcanzar ese equilibrio de fuerzas que combinara unas formas electorales democráticas con la salvaguarda del interés económico, manteniendo así el consenso neoliberal a resguardo de la contienda electoral.
Quedó así el PSOE establecido como partido clave del orden post-transición, reducido a izquierda simbólica necesaria para la hegemonía neoliberal. Obligado a basar sus campañas electorales en el pedigrí izquierdista que no tenía, cumplía así el rol de izquierda inocua. Más allá había otra izquierda inerme, más “auténtica”, que cumplía su propio rol. Izquierda Unida, PCE incluido, terminó siendo una pieza más de este despliegue controlado. Una suerte de cuñado díscolo, que no sonríe y frunce el ceño, pero al final completa el retrato de grupo para la foto de familia.
Aquella Izquierda Unida no era exterior al mapa del poder, sino una parte esencial del mismo. Así lo hacía notar un histórico editorial del diario ABC el 17 de marzo del año 2004, en plena resaca electoral por la victoria de Zapatero. En él, ante la debacle de una IU que desplegó su estrategia lectoral como apéndice del PSOE, Luis María Ansón deducía del fracaso conseguido la necesidad de recuperar su papel como izquierda más pura, como izquierda de la izquierda, esto es, el de “referente ético”.
“El fracaso de Llamazares”, escribía Ansón, “en modo alguno debe arrastrar a unas siglas y a una fuerza cuyo papel en el mapa político nacional resulta no sólo saludable, sino imprescindible”. Literalmente: “La función de conciencia crítica de un poder de centro–izquierda ha sido siempre más eficaz para IU que la aproximación bajo el ala del PSOE”. Más cómodo con una izquierda como “conciencia crítica”, un Pepito Grillo que esgrima sus verdades sin aspiraciones de gobierno, que como una fuerza creciente que asuma contradicciones pero socave sus pilares, la reflexión de Ansón mostraba ya entonces y ahora las necesidades topológicas del Régimen: un “espacio claro a la izquierda del PSOE”, donde debía asentarse una formación que reforzara “la centralidad política de la socialdemocracia y al tiempo sirviera de dique de contención para tentaciones antisistema”.
Aquel PSOE ganó ayudado por una intensa transfusión de voto desde IU, que se hundía así en la insignificancia. Fue el miedo a un tercer gobierno del Partido Popular, que nos acababa de meter en una guerra –el miedo, sí, ese potente motor político–, lo que llevó a muchos votantes “a la izquierda del PSOE” a pasar por la urna con la nariz tapada y criterio pragmático: frenar a la derecha. Y eso que aún no había salido a la luz la corrupción del PP que hoy conocemos, ni se habían hecho los grandes recortes. Cabalgábamos aún sobre el crecimiento de la burbuja inmobiliaria. Resultado: se votó a una izquierda menos “auténtica” pero más “masiva”, IU no llegó a formar grupo parlamentario propio y Llamazares tuvo que poner su cargo encima de la mesa.
A lo largo de décadas, las posiciones de ese mapa han ido cristalizando, acomodándose en sus discursos, jergas, estructuras de vida e identidades construidas. Sin embargo, cuando estalló el 15M, las plazas empezaron a cambiar el tablero. Salvo honrosas excepciones, lo presumible era que IU y PCE despreciaran aquella experiencia. Y así hicieron. “Eso del 15M no es izquierda real”, “no tiene discurso de clase”, “no tiene horizonte político”, “incluye a gente de derechas”, “son jipis”, “son ciudadanistas integrados”, “son anti–partidos”, “levantan las manitas en vez del puño”, “interpelan a la policía”, “eso lo ha montado UPyD”, “lo controla la CIA”, “el PSOE”, etc.
El desdibujamiento cada vez mayor del PSOE en su afán, más o menos resignado, de mimetizarse con los planteamientos neoliberales no era capitalizado además por la Izquierda a la Izquierda, que a su vez también entraba en crisis con el 15M. El PP ganó las elecciones generales y autonómicas de 2011 dejando en la cuneta a un PSOE cuya sangría de pérdida de voto alcanzó el 40% respecto a 2008, pero sin ser rentabilizada por una Izquierda perpleja.
A partir de ese punto, la historia es bien conocida. Surgió Podemos y capitalizó la crisis de los partidos tradicionales, con un método y discurso novedosos. Después, se ha ido abriendo una crisis vital en la identidad del PSOE por la pugna entre dos hojas de ruta incompatibles –cada una con riesgos inasumibles para la otra–, pero ambas con un mismo fin: encerrar a Podemos como fuerza subalterna a su izquierda y frenar el descalabro electoral recuperando el mapa de siempre, el territorio conocido y señoreado. El momento es de incertidumbre, pero esa crisis no ha hundido al PSOE, y este cuenta con potentísimos resortes que ya le han revivido en anteriores caídas.
Este impasse pone a Podemos ante una decisión histórica. Puede elegir ampliar su base social capitalizando el electorado que el PSOE ha dejado huérfano. O puede aglutinar a todas las fuerzas de izquierda “auténtica” construyendo una identidad nítidamente “a la izquierda del PSOE”, dejándole por tanto ese hueco libre para reconstituirse. O una estrategia de agregación y expansión que busque dar respuesta a las contradicciones y problemas irresueltos por esta formación en una coyuntura marcada por la dislocación de las identidades tradicionales, o estrategia de segregación y autentificación del discurso.
Estamos cerrando 2016. Hoy, más allá del importante debate sobre los documentos y el modelo de partido que queremos construir de cara a defender mejor el cambio en nuestro país, existe una discusión que va a sobrevolar continuamente de aquí al segundo fin de semana de febrero: si queremos construir Podemos como una fuerza de excepcionalidad o como una fuerza con voluntad hegemónica.
Dos maneras de entender el desorden de este orden político cada vez más desigual y cómo enfrentarnos a él; dos modos de conjugar la necesidad de oposición y la necesidad de expansión. Ante una situación de fondo en la que el Régimen del 78 busca normalizar la situación y tapar la brecha abierta en estos últimos años como una “anomalía” transitoria, ¿cómo seguir conquistando posiciones sociales?
“Cavar trincheras” para acumular fuerzas de resistencia o dar la batalla también en las trincheras debilitadas del adversario buscando desarticular sus posibles fuerzas para el cambio y crecer hacia un nuevo orden y una nueva mayoría social haciendo pedagogía para las transformaciones necesarias. Segregar fuerzas bajo la brújula del conflicto anticipado o articularlas bajo un deseo transversal de otro país hasta topar con los límites reales de expansión... Un Podemos enfáticamente tensionado en sus gestos o un Podemos “dirigente” de todas esas fuerzas cómplices a veces difusas, también las que no están amenazadas por situaciones sociales límite.
Estos debates no son nada simples. Es más, puede y debería haber matices en estos dilemas, pues solo desde ellos puede entenderse que debemos ser una fuerza antagonista, pero también, cosa que parece haberse olvidado en la línea política de los últimos tiempos, una fuerza con voluntad hegemónica; con capacidad de alterar ese mapa histórico donde se nos espera y, a veces, invita desde el inerme hemisferio izquierdo. El problema es que, en este debate interno, no deberíamos caer en la trampa de interpretarnos desde las categorías históricas de otras formaciones o interpretar este bloqueo como el recurrente dilema, explícito o no, entre la “izquierda masiva e integrada” y la “izquierda auténtica y peleona”. Una reconstrucción del recorrido histórico reciente de la izquierda española y sus “tres tipos ideales” por parte del historiador Juan Andrade puede ayudarnos a entender este relato.
Según esta reconstrucción, vista hoy con perspectiva, en ella habría habido y sigue habiendo “tres almas”. La primera sería el alma tradicional ortodoxa de la Izquierda, aferrada a sus grandes símbolos y su meritoria historia y no pocas veces oscilante entre la nostalgia y la melancolía. La segunda, su versión posibilista y pragmática, virtuosa en el “ajedrecismo político” e institucionalizada, que reta al poder en su terreno de juego y que, por exceso de mimetización, corre el riesgo de desnaturalizarse en su enfrentamiento con él. Evidentemente, la relación con la socialdemocracia aquí es clave.
Frente a esas dos almas ideales, Andrade –y hay que entender en esta valoración su reivindicación de la figura de Julio Anguita como la gran posición olvidada– existiría una tercera, la “alternativa”, “anticapitalista, radical pero no retórica, profundamente democrática, en constante renovación, heterodoxa, abierta a las nuevas experiencias de lucha y en conexión con la mejor memoria de las luchas pasadas”. Esta sería su apuesta. Un alma, efectivamente, “ideal” y que precisamente por su carácter ideal, ¿no apunta a un horizonte cuya encarnación social concreta está lejos de cumplirse con los materiales de realidad disponibles? Y que, en su reconstrucción, ¿no deja de lado un debate sobre su efectividad real en un momento histórico mundial de ofensiva de una nueva “Internacional Regresiva”?
¿Este “alma alternativa” ha hecho suficiente balance de sus derrotas históricas? Evidentemente, no hay futuro transformador que no pase por sumar la complicidad de este “alma alternativa”, pero ¿es la mejor opción para dirigir hoy el cambio social en las condiciones de 2017, teniendo en cuenta además que quien desbloqueó la situación política del Régimen del 78 no fue esta apuesta, sino otro tipo de sujeto político? El proceso en curso es precisamente la articulación entre esos dos sujetos.
Por ello no sorprende que el debate interno de Podemos quiera ser visto por muchos interesados como una reedición de otra vieja disputa diferente, entre “un alma ajedrecista” y un “alma alternativa”. Esta lectura serviría a muchos para reconciliarnos sin traumas con nuestra antigua socialización militante, para sortear el vértigo de encontrarnos en una coyuntura histórica nueva; para generar desembarcos de cuadros políticos, pero también para seguir definiéndonos desde categorías e inercias históricas previas al 15M.
Pase lo que pase sería importante que todos pudiésemos esclarecer el nuevo horizonte siendo leales a una responsabilidad histórica que va más allá de repeticiones o revanchas históricas. En este sentido construir un partido que democratice sus estructuras y rebaje el marco plebiscitario en todos los niveles es indispensable. En una situación de excepcionalidad histórica Vistalegre I nos dotó del músculo imprescindible para crecer. Hoy necesitamos un Vistalegre II con pulmones para respirar mejor, para crecer junto con una sociedad que está cambiando y que necesita imaginarios políticos diferentes. Para ganar este país necesitamos antes volver a ganar todas las esperanzas posibles.
* Germán Cano, Consejero ciudadano estatal de Podemos por el Área de Cultura y Miguel Álvarez, profesor en la universidad pública y asesor de Podemos.