La voluntad del Ayuntamiento de Madrid de poner en marcha Madrid Central, prohibiendo el acceso del coche privado al centro de la ciudad, ha desatado un nuevo episodio de una prolongada guerra cultural nacida con la llegada del coche a la ciudad. No hay más que recordar como el primer coche que rodó por las calles de Madrid era conducido por el Conde de Peñalver, que en 1908 volvería a ser nuevamente alcalde de la capital, y encargado del primer Bando Municipal defendiendo la presencia del coche en las calles, cuando este era un artículo de lujo:
“El automóvil no debe circular por una población a velocidades excesivas, produciendo molestias y peligros al vecindario; pero éste, por su parte, no tiene tampoco derecho a disputar a los vehículos, la posesión y disfrute del centro de las calles y plazas, por el que podrá transitar de paso y con las precauciones debidas, cuando tenga que atravesarlas, pero siendo intolerable que pretenda convertirlo en lugar predilecto de tertulias y recreos, cual si los ciudadanos que van en coche no hubieran de merecer de los que van a pie el propio respeto que a estos deben inexcusablemente guardar los primeros”.
Así que no es de extrañar que desde sus inicios las organizaciones cuyo objetivo era fomentar el uso del automóvil funcionasen como un lobby, compuesto por una élite que abracaba de empresarios a políticos e incluso la corona, que presionaba por cambios normativos y legales acordes a sus intereses, así como por provocar un cambio de mentalidad entre la ciudadanía hacia el coche. Lo que nos lleva a remarcar que hacer viable la invasión de la ciudad por el automóvil exigió a las élites reordenar y regular los usos y costumbres a favor de los intereses de las minorías dominantes motorizadas. Y es que como narra magistralmente Alfoso Sanz, el peatón es un invento del automóvil, en 1899 esa palabra denominaba a los carteros encargados de llevar las cartas según e Diccionario General Etimológico de Eduardo Echegaray, para varias décadas después, en 1928, identificar a las personas que utilizan las calles pero no eran conductores.
El coche saco a las personas de las calles, arrinconó a la bicicleta, se fue haciendo culturalmente hegemónico y terminó por demandar que la ciudad se pusiera a su servicio. Una fecha emblemática en nuestra geografía de este proceso sería 1964, cuando se alcanzan los 400.000 coches matriculados y la dictadura militar legitimaría la dictadura del automóvil en la ciudad. En esos años se inicia la construcción de 11 pasos a nivel los famosos scalextrics, se permite el aparcamiento de automóviles en la emblemática Plaza Mayor o, la que sería la medida más radical, se destruyen los bulevares que se habían construido un siglo antes durante el Ensanche. Los bulevares fueron concebidos como paseos centrales arbolados en medio de avenidas o de calles anchas, que delimitaban el nuevo borde de la ciudad tras su expansión. Un siglo después se toma la decisión de acabar con ellos para facilitar la circulación motorizada. En un plazo muy breve de tiempo los bulldozzers convierten en calzadas 149.139 metros cuadrados de espacio público, que conformaban 15 kilómetros de paseos, e implica la tala de más de cinco mil árboles.
También podemos recordar esas bonitas escenas de las siguientes décadas en las que el coche, dueño y señor de las calles, fue aumentando su apropiación del espacio público hasta asumir que las aceras también eran suyas, al ser susceptibles de utilizarse como zona de aparcamiento. Ya que no fue hasta mediados de los años ochenta que se comienzan a instalar de forma sistemática bolardos que impidan usar las aceras para aparcar. Los bolardos son un símbolo de la necesidad de proteger activamente al peatón de la violencia que supone el acaparamiento ilegal de espacio por el coche. Aunque conviene recordar que de forma regulada también ocupando una ingente cantidad del espacio público, pues el 97 % del tiempo el coche está aparcado sin usarse,
Y aunque en Madrid puede ser especialmente beligerante este conflicto, no es ajeno a la realidad de cualquier ciudad grande o mediana. El coche reconstruye la ciudad y la experiencia urbana, e igual que el ascensor desplaza la escalera y las aerolíneas desplazan a los trenes, termina por desplazar a las bicicletas y las personas del espacio público. Recuperar la ciudad implica enfrentarnos al coche, hacer que deje de ser el anfitrión para volver a convertirlo en un invitado que debe comportarse acorde a unas estrictas reglas que no decide. En definitiva, siguiendo a Paul Virilio vemos como la velocidad no es un medio. No es simplemente un problema de tiempo entre dos puntos, es un medio que está provocado por el vehículo.
El filósofo esloveno Žižek suele afirmar que la guerra cultural es una guerra de clases, pero deformada, donde las disputas son menos transparentes y los intereses de clase exigen de una relectura que las haga comprensibles. Así que no es de extrañar que el PP sistemáticamente se haya opuesto a todas las iniciativas que históricamente han tratado de poner coto al coche, del cierre al tráfico del Retiro a la peatonalización de la calle Preciados, del cierre de la Casa de Campo a la peatonalización de Fuencarral. Y es que su argumentario se sustenta en miedos irracionales como las amenazas del caos en la movilidad urbana o la previsible caída de las ventas para los comerciantes. Algo que reiteradamente, en cada pequeña medida tomada, se ha ido demostrando cómo una falsedad sin base que la sostenga empíricamente.
Varias décadas después el PP sigue sin aportar novedosas reflexiones en su crítica a Madrid Central, quizás lo más relevante ha sido la defensa de una irresponsable noción de libertad individual, que subordina los intereses colectivos a las preferencias individuales y que defiende privilegios como si fueran derechos universales. Andre Gorz hace unas décadas ya afirmaba que el automóvil ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha resultado desvalorizado por su propia difusión. Pero esta devaluación práctica no ha acarreado su devaluación ideológica: el mito del placer y de la ventaja del coche persiste aún cuando quedara demostrada su aplastante inferioridad, si se generalizaran los transportes públicos.
Y es que más allá del ruido, un cambio en los estilos de vida está en marcha. Todas las grandes ciudades europeas están acometiendo restricciones al tráfico. Las nuevas generaciones no tienen tanto interés en conducir y la crisis económica se lo ha dificultado un poco más, los jóvenes suponían a principios de siglo el 40% del total de los conductores, cifra que ha bajado en el 2015 hasta el 27,5%. Los grandes fabricantes asumen que el coche en propiedad va camino de convertirse en un vestigio a medio plazo y se suman al negocio de la movilidad compartida. O vemos como muchas de las pioneras empresas de fabricación de bicicletas (Peugeot, Opel, Skoda…) que el siglo pasado evolucionaron rápidamente hacia la especialización en la producción de automóviles, pasan un siglo después a hacer el camino inverso y volver a posicionarse en la fabricación de bicicletas eléctricas (Ford, Peugeot, BMW…).
Y tenemos todo este debate obviando la relación de estas actitudes individuales al volante con los problemas de salud pública derivados de la contaminación; al vínculo entre gases de efecto invernadero, cambio climático y movilidad motorizada; por no hablar de la inviabilidad energética de sostener un modelo de movilidad basado en el coche privado, una vez que llegamos al ocaso de los combustibles fósiles abundantes y baratos.
Hay que pensar la discontinuidad que nos plantea la crisis ecosocial, ya nada va a ser cómo antes. Así que menos imaginar la sustitución de coches contaminantes por coches eléctricos o fantasear con un futuro plagado de coches sin conductor, cuando deberíamos estar repensando radicalmente el transporte de mercancías y la movilidad en nuestras áreas metropolitanas. Ante los inciertos escenarios ecológicamente adversos con los que vamos a tener que lidiar en el futuro, Madrid Central es un paso acertado y valiente, pero incluso diríamos que se queda muy corto en relación a los necesarios cambios a acometer en una transición hacia modelos socioeconómicos y de ciudad más justos y sostenibles.
Rebelarse contra la dictadura del coche y pacificar el tráfico es una declaración de guerra a una forma de planificar, construir y habitar la ciudad. El psicólogo Thomas Szasz solía recordar en uno de sus aforismos que si entre los animales se trata de comer o ser comido, entre humanos se trata de definir o ser definido. Los movimientos sociales y los gobiernos locales transformadores están emplazados a redefinir la calidad de vida en la ciudad, cuestionando el aparente consenso y visibilizando una conflictividad negada entre coches y habitantes, entre coches y ecosistemas.
La voluntad del Ayuntamiento de Madrid de poner en marcha Madrid Central, prohibiendo el acceso del coche privado al centro de la ciudad, ha desatado un nuevo episodio de una prolongada guerra cultural nacida con la llegada del coche a la ciudad. No hay más que recordar como el primer coche que rodó por las calles de Madrid era conducido por el Conde de Peñalver, que en 1908 volvería a ser nuevamente alcalde de la capital, y encargado del primer Bando Municipal defendiendo la presencia del coche en las calles, cuando este era un artículo de lujo:
“El automóvil no debe circular por una población a velocidades excesivas, produciendo molestias y peligros al vecindario; pero éste, por su parte, no tiene tampoco derecho a disputar a los vehículos, la posesión y disfrute del centro de las calles y plazas, por el que podrá transitar de paso y con las precauciones debidas, cuando tenga que atravesarlas, pero siendo intolerable que pretenda convertirlo en lugar predilecto de tertulias y recreos, cual si los ciudadanos que van en coche no hubieran de merecer de los que van a pie el propio respeto que a estos deben inexcusablemente guardar los primeros”.