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Shuafat: separados de Jerusalén por un muro de hormigón

Beatriz Lecumberri

Campo de refugiados de Shuafat, Palestina - La jornada de trabajo empieza temprano para Nasser Shafai. Casi no se ha hecho de día cuando inicia su ronda de  inspección por las tres escuelas de UNRWA en el campo de refugiados de Shuafat, da una vuelta por la clínica de la Organización donde los primeros pacientes ya empiezan a hacer fila y comienza a redactar su primer informe en la oficina central de atención de UNRWA a la entrada del campo.

Vestido de negro, con semblante cerrado y serio y cigarrillo en mano, Nasser, de 48 años, se mueve por Shuafat como si siempre hubiera vivido allí, pese a que llegó hace solo 13 años desde otro campo de refugiados, Balata, situado en la ciudad palestina de Nablus, al norte de Cisjordania.

“Mi esposa, mi hijo y yo vinimos a Shuafat porque ellos son residentes en Jerusalén e iban a perder su estatus si no nos instalábamos en la ciudad”, explica.

Israel, que ocupó la parte oriental de Jerusalén en 1967, otorga a los palestinos de la ciudad (que representan en torno al 35% de la población) un documento que los convierte en residentes, aunque siempre que hayan vivido en ella y sus padres y abuelos también. Este preciado documento les garantiza ciertos beneficios como atención médica y una libertad de movimiento mayor que la que poseen los palestinos de Cisjordania. Para no perder la residencia, las autoridades israelíes exigen a los palestinos probar que Jerusalén es el centro de sus vidas. Es decir, que viven y pagan sus impuestos en la ciudad.

“Elegimos Shuafat porque mi esposa ya tenía familiares aquí y porque era el único sitio en el que podríamos pagar un alquiler”, apunta Nasser.

Pero Shuafat, establecido en 1965 y donde viven unas 25.000 personas, no es un lugar cualquiera. Desde 2003, cuando Israel comenzó a construir un muro de más de 700 km en Cisjordania y en torno a Jerusalén, el campo de refugiados quedó al otro lado de esta barrera de separación, que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) estimó en 2004 “debía ser desmantelada”. Es decir, entre los habitantes de Shuafat y Jerusalén hay una impresionante pared de hormigón y para ir al centro de la ciudad, deben atravesar un control militar israelí.

Según datos publicados el pasado mayo por el diario israelí Haaretz, basándose en cifras oficiales israelíes, unos 90.000 palestinos de Jerusalén, es decir, más del 25% de los palestinos de la ciudad, han quedado físicamente fuera de la ciudad debido al muro en los últimos años.

En Shuafat, la mayoría de la población activa trabaja como mano de obra del lado israelí y el retén militar de entrada y salida del campo está siempre abarrotado. Es el caso del hijo de Nasser, que atraviesa cada día este control para ir a trabajar a un taller mecánico israelí.

Durante años, Nasser también cruzó diariamente este control militar para acudir a las oficinas centrales de UNRWA en Jerusalén-Este, donde trabajaba como vigilante.  A diferencia de su esposa e hijo, él no tiene residencia en Jerusalén sino un documento de identidad de Cisjordania, una circunstancia que afecta a solo un 5% de la población de Shuafat, además de un permiso de trabajo israelí.

“Al principio no hubo demasiados problemas, pero desde hace cinco años los soldados israelíes comenzaron a retenerme en el punto de control pese a tener mi permiso de trabajo. Empecé a llegar tarde a la oficina y para evitarlo me levantaba cada día más temprano. Después empecé a ir a otros controles militares más alejados para poder cruzar. Ir al trabajo me costaba horas y llegaba agotado”, explica.

Un día, hace algunos meses, una nieta tuvo que acudir urgentemente al hospital. Nasser y su esposa, que la estaban cuidando en aquel momento, eligieron el camino más corto: el control militar de Shuafat que les permitiría estar en pocos minutos en un hospital de Jerusalén. “Pero yo no pude pasar. No me dejaron pese a tener mi permiso. Tuve que tragarme la humillación, bajar del coche y mi esposa y mi nieta siguieron”, recuerda.

Después de aquel incidente, Nasser decidió pedir a UNRWA su traslado a Shuafat para hacerse cargo de la vigilancia de las instalaciones en el campo. Con el cambio de lugar de trabajo perdió unos 700 shekels al mes (175 euros) de salario.

“No es fácil vivir cada día la misma situación: que un joven soldado decida si pasas o no para llegar a tu trabajo.  Que si tienes suerte aguardas dos horas en los controles, te quedas en ropa interior y te dejan pasar y si no tienes suerte, pasas por todo eso pero vuelves a tu casa”, explica.

El rostro de Nasser se cierra aún más al recordar esos momentos mientras fuma un cigarrillo a las puertas de la clínica de UNRWA. En la calle huele a basura permanentemente. Los vecinos de esta zona del campo pagan sus impuestos municipales de Jerusalén pero no reciben a cambio buena parte de los beneficios, comenzando por la recogida de desechos. Al ser una zona bajo control israelí, la Autoridad Palestina tampoco tiene poder y la conclusión es que los palestinos de Shuafat terminan viviendo en una especie de limbo.

Basta pasear entre la gente y escuchar sus conversaciones para darse cuenta de que palabras como “muro”, “permiso”, “soldados”, “redada”, “checkpoint (punto de control)” se repiten en boca de los habitantes del campo, que temen que un día Israel decida privarles de sus residencia en Jerusalén ya que viven del “lado malo” del muro de separación. Nasser alquila una casa aledaña a esta impresionante pared de hormigón. La ve desde su ventana.

Es horrible levantarse por la mañana y toparse con el muro. Pero elegimos ese lugar porque se pagan todas las tasas municipales y es un documento que mi esposa y mi hijo necesitan para conservar su residencia en Jerusalén”, explica.

Nasser tampoco ha conseguido avanzar en la obtención de su tarjeta de residente en Jerusalén. Lo ha intentado en vano dos veces y ha gastado unos 6.000 euros para nada.

“La última vez, en el ministerio de Interior me dijeron: ”¿Ves esa puerta?“, mientras señalaban la puerta de salida de la oficina. ”Pues no la vuelvas a cruzar“, me advirtieron, dándome a entender que nunca lo lograría”, recuerda.

La frustración de Nasser hace que idealice su vida pasada en Balata y sueñe con retornar al campo de refugiados en el que nació, años después de que su familia fuera expulsada de un pueblo del norte de Cisjordania y se convirtieran en refugiados.

“Nuestra vida en Shuafat es demasiado complicada, hay redadas del ejército frecuentemente, enfrentamientos, gases lacrimógenos... El ejército puede irrumpir en tu casa en mitad de la noche, tenemos a los colonos del asentamiento de Pisgat Zeev demasiado cerca. Es vivir sin poder sentirse seguro en ninguna parte”, resume, tristemente.

Campo de refugiados de Shuafat, Palestina - La jornada de trabajo empieza temprano para Nasser Shafai. Casi no se ha hecho de día cuando inicia su ronda de  inspección por las tres escuelas de UNRWA en el campo de refugiados de Shuafat, da una vuelta por la clínica de la Organización donde los primeros pacientes ya empiezan a hacer fila y comienza a redactar su primer informe en la oficina central de atención de UNRWA a la entrada del campo.

Vestido de negro, con semblante cerrado y serio y cigarrillo en mano, Nasser, de 48 años, se mueve por Shuafat como si siempre hubiera vivido allí, pese a que llegó hace solo 13 años desde otro campo de refugiados, Balata, situado en la ciudad palestina de Nablus, al norte de Cisjordania.