“Narcos: México” llega a Netflix con mismas ambiciones, pero sin efecto sorpresa
Narcos hace las maletas y se desplaza de Colombia a México. En su cuarta temporada, que Netflix lanza al completo este viernes 16 de noviembre, la serie se olvida de la cumbia colombiana y baila corridos y mariachis mexicanos, deja atrás los bosques de Medellín y se instala en los campos casi desérticos de Guadalajara y Sinaloa.
La serie vuelve a mezclar con la solvencia y efectividad a la que ya tenía acostumbrados la parte de ficción audiovisual más pura que desarrolla su trama, con el género documental que refleja la realidad. Se repiten las mismas narraciones, imágenes y recuerdos de lo que pasó en realidad en México a finales de los 80. Pero en esta ocasión, con Michael Peña y Diego Luna como parte de la verdadera historia del narcotráfico en México.
Un nuevo viaje que arranca en la sociedad rural mexicana, en la que comenzó a gestarse uno de los mayores negocios ilegales de toda la historia de la humanidad, y que hizo que el gobierno mexicano tomase cartas en el asunto con unas formas y métodos tan brutales que generaron, o más bien iniciaron, la violencia. Narcos: México parte del inicio de todo: de la DEA, del narcotráfico mexicano, y hasta del respeto a EEUU como referente en la ducha contra la droga.
Diego Luna, el acierto de un “malo” diferente
Todo parece igual en Narcos, salvo el viaje desde Colombia hasta México. Y lo cierto es que es así. Salvo porque ya no está Pablo Escobar, y si la serie ya padeció su baja en la tercera temporada, en esta nueva cuarta tanda se echa de menos un “malo” de su nivel desde el primer momento. Esta vez, la ficción propone un cambio, plantea ir creando y conociendo a ese genio del mal, siendo testigos del crecimiento del narco al mismo tiempo que del intento de controlarlo y acabar con él.
Es una diferencia importante, y en parte acertada. Porque la sombra de Pablo Escobar en Narcos es muy alargada, tanto que en esta nueva vuelta de tuerca parece no lograr olvidarle, pero al mismo tiempo sí logra que el espectador acoja y empatice desde el primer momento con sus dos nuevos protagonistas. Propone además un juego, que rápidamente soluciona y desvela, en el que deja claro que los que parecen “buenos” pueden ser los “malos”, y viceversa.
Ya en el primer capítulo de los diez que componen la temporada, unos y otros descubren sus cartas. Eliminado el misterio, llegan las dudas: ¿El “malo” alcanza el nivel de Escobar? ¿El bueno es tan carismático como Peña? Irá en gustos, pero quizás la nostalgia pesa más que la renovación.
Diego Luna, uno de los más firmes opositores en Hollywood a Donald Trump y las medidas discriminatorias contra su país, se erige como un verdadero líder no sólo por su personaje en las tramas de la serie, sino por su propia capacidad interpretativa para dominar cada una de las escenas e imponer su ley.
Michael Peña, desde el otro lado, tampoco desentona con un acertado juego entre su origen estadounidense y sus antepasados mexicanos. Su personaje se lanza a buscar el “sueño americano” curiosamente teniendo que salir del país, y se ve obligado a luchar contra el conformismo institucional en el que se ve envuelto.
Dicho esto, ni Félix Gallardo (Diego Luna) hace olvidar a Pablo Escobar, ni Kiki Camarena (Michael Peña) logra lo propio con Javier Peña -aunque no tiene problemas si le “enfrentamos” con Steve Murphy, el personaje que encarnaba Boyd Holbrook-. Las comparaciones son odiosas, y quizás el error sea comparar.
Un viaje de Colombia a México, sin ir más allá
Porque el principal problema no son los personajes, que de hecho destacan gracias al trabajo de ambos actores (especialmente el de Diego Luna) y que están muy bien rodeados de secundarios como Ernesto Alterio -con un acento mexicano que parece de nacido en Tijuana-, Joaquín Cosío y Tenoch Huerta.
Como en Colombia, en Narcos: México se entrecruzan las drogas, el deber, las leyes, la corrupción, la violencia y todos los ingredientes que ya habían asentado la serie. Y quizás su principal problema es ese, que parece exactamente lo mismo.
La propia Netflix anuncia estos diez capítulos como la temporada 1 de Narcos: México, y no como la temporada 4 de Narcos. Un detalle importante que a priori indicaría una serie nueva, con personalidad y desarrollo propio, que implicaría que la ficción propone un cambio, pero que en la práctica se queda a mitad de camino.
Pese al acierto total en sus dos protagonistas, y la inclusión de la corrupción en un primer plano del que antes no disfrutaba tanto, la supuesta renovación que se espera en una serie que modifica sus localizaciones, tramas y protagonistas (de hecho, se queda con el nombre sólo como “marca”) no acaba de llegar.
No quiere decir que sea una serie “mala”. Parece imposible con una producción de este nivel. Narcos conserva sus señas de identidad, las mismas que le hicieron triunfar y convertirse en un referente mundial de Netflix, y que volverá a concitar a los millones de fans que ha cosechado en sus tres primeras temporada, deseosos de ver sus nuevas entregas. Pero lo cierto es que no va mucho más allá.
Hay pocas dudas de que los seguidores de Narcos verán esta cuarta temporada. Y está claro que, tanto a nivel audiovisual como histórico, el interés de cómo nació y creció la DEA, al mismo tiempo que el narcotráfico mexicano, es innegable. Pero parece que nada aporta más tensión que perseguir a Pablo Escobar. Ni tan siquiera acompañar en su historia a los nuevos capos de México, o ver cómo un chófer al que apodan “Chapo” aprovecha la bondadosa oportunidad que le brindan.