Lanzarote no estaba en sus orígenes y, sin embargo, fue donde Saramago decidió exiliarse. Allí escribiría Ensayo sobre la ceguera (1995), recibiría el Nobel de Literatura y pasaría sus últimos dieciocho años hasta morir junto a su esposa, Pilar del Río, que continúa hoy su legado.
“Lanzarote, no siendo mi tierra, es tierra mía”
Quizás Napoleón tenga la culpa de que una isla parezca el mejor lugar para exiliarse. Un pedazo de tierra volcánica rodeada de kilómetros de Atlántico, un viento cálido, aunque incesante, y una historia que ya pertenecía al imaginario emocional de Saramago antes de que visitara siquiera Lanzarote.
Y es que la isla no emergió del mar tal como la conocemos. Se cree que primero salió el volcán de Los Ajaches, que compondría lo que es hoy el sur de la isla. Luego, el de Famara, al norte de Lanzarote y finalmente, entre estos dos, uno mucho más pequeño: el edificio volcánico de Tías, que acabaría por unirlos en una sola isla.
Sería la villa de Tías la que se convirtió en el nuevo hogar de Saramago, como si su propia vida fuese un remate de La balsa de piedra. Un libro en el que el escritor había imaginado años atrás una Península Ibérica despegada del resto de Europa, flotando rumbo a América para unirse en un gran continente iberoamericano.
Fue amor a primera vista: el mismo día en que él y Pilar aterrizaron para visitar a unos familiares, empezaron a hablar de construir lo que es hoy la Casa Museo de José Saramago.
“Siempre acabamos llegando a donde nos esperan”
Al entrar, más que a un museo, la sensación que prevalece es la de haber llamado a la puerta de un conocido. Primero, por lo reducido del grupo con el que comenzamos la visita. De los más de tres millones de turistas que aterrizan cada año en Lanzarote, poco más de una decena de personas cruzan estas puertas cada día. No se trata de un turismo de sol y playa, sino de uno afín a la cultura y a una figura que mueve a cientos de viajeros desde el otro lado del charco. “Muchos vienen a Lanzarote sólo para visitar la casa”, nos cuenta la directora, María del Río, sobre quienes llegan desde México, Brasil y otros países de América Latina.
La falta de señalización no contribuye, explica, aunque en ese 'secretismo' reside también parte de su encanto, siendo cómplice de la intimidad que desprende. Los objetos personales dan la sensación de que Saramago fuese a entrar en cualquier momento, poner un disco y sentarse a escribir frente a la vieja pantalla de ordenador en la que comenzó Ensayo sobre la ceguera.
Entre lo exótico de la visita, está encontrarnos en una casa habitada. En la casa contigua, con jardín compartido, todavía viven sus cuñados, y su mujer sigue alojándose aquí cuando pasa por la isla. “¿También está abierto cuando ella está?”, preguntamos. Nos confirman que así es. Pilar insiste en que la casa nunca deje de poder visitarse.
“Una casa hecha de libros”
Si para Saramago “todo es autobiografía”, esta casa logra ser la quintaesencia de esa mezcla de vida y literatura. La suya se desprende desde su propia intrahistoria hasta la estructura.
A casa abrió como museo nueve meses después de morir Saramago como guiño a El año de la muerte de Ricardo Reis, el libro donde relató los nueve meses tras la muerte de Pessoa. Al entrar, un espacio abierto hace recorrer la galería, el salón o el estudio sin puertas ni frenos que nos detengan, un recorrido sin pausas que fluye tan de seguido como él mismo escribía.
En el estudio donde comenzó Ensayo sobre la ceguera, la mesa de pino muestra las patas mordidas por sus perros, tan presentes en sus obras. Uno de ellos apareció allí un buen día y se quedó para siempre, igual que el del alfarero Cipriano Algor, protagonista de La caverna, a quien también nos recuerda la colección de vasijas de cerámica de Lanzarote que presiden la que él llamaba “la mejor obra”: las ventanas del salón con vistas al Atlántico.
Alrededor, cada uno de los cuadros del salón homenajea alguno de sus libros más famosos. Plumas, tinteros, piedras de sus viajes, fotografías pegadas con un imán a la nevera. Retratos de Pessoa, Tolstoi, Joyce, Kafka, Proust y Lorca, sus grandes referentes. Guiños privados en todos los relojes parados a las cuatro de la tarde, la hora a la que conoció a su mujer. Un grabado de Millares. Claveles rojos en cada estancias evocan a una revolución de la que fue partícipe. Un cuadro, el primero que pintaron y compró, a plazos, sobre su libro Levantado del suelo, muestra un grupo de jornaleros portugueses camino a una reunión clandestina que daría pie a la Revolución de los Claveles.
Porque hablar de Saramago es hablar de su compromiso social, de la defensa de los derechos humanos y de su afán por ser esos ojos abiertos cuando el mundo está ciego que intentó trasladarnos en Ensayo sobre la ceguera. Otra metáfora más donde su vida trasciende en su literatura.
“No es que sea pesimista, es que el mundo es pésimo”
Su posición revolucionaria frente a los poderes, el económico y el eclesiástico, fue también la que le llevó a autoexiliarse después de que la obra El Evangelio según Jesucristo fuera censurada, eliminada por el entonces presidente de Portugal, Cavaco Silva, de entre las elegidas para representar a su país en el Premio Europeo Literario.
Muchas fueron las personalidades de la cultura, el periodismo o la política que decidieron venir hasta aquí a visitarlo en apoyo ante su exilio. En la cocina, encontramos fotografías en la casa con Bernardo Bertolucci, Eduardo Galeano, Marisa Paredes, Juan Goytisolo, José Luis Sampedro, Ángeles Mastretta, Sebastião Salgado, Susan Sontag, Almodóvar, Zapatero o Carrillo, entre otros.
“Antes de construir el primer barco, el hombre se sentó en la playa a mirar el mar”
De Lisboa dejó dicho que era “el lugar donde acaba el mar y la tierra comienza”. La sensación, cuando se sentó por primera vez en lo que entonces era un solar, no debió ser muy diferente. Poco a poco, con cariño, agua y arena, fueron creando este lugar integrado en el paisaje.
En medio de este jardín lanzaroteño, junto a una piedra que quiso mantener allí, los visitantes pueden sentarse en su lugar privilegiado. Una silla para contemplar el mar, para pensar, para sentir.
El viento de Lanzarote se cuela entre los olivos, paisaje de su niñez, las palmeras de las islas, un granado de Granada y, en su día, entre dos membrillos que, aunque no sobrevivieron, el escritor intentó convertir en receptores de sol de Víctor Erice.
“No es verdad. El viaje no acaba nunca. Sólo los viajeros acaban”
La visita termina en la biblioteca, un lugar que empezaron a construir tras darse cuenta de que cada vez que querían leer un nuevo libro necesitaban encargarlo a la península.
Tras el sofá, la mesa en la que Saramago escribió los cuatro últimos libros de su vida. En las paredes, la ficción se ordena según la procedencia del autor; la filosofía, la política y el ensayo, por temática. Todo ello se mezcla entre cuadros de José Santa-Bárbara, del artista cubano Kcho y un grabado de Tàpies junto a un texto sobre la paz y la esperanza que parece haber sido escrito para un momento como el que hoy atravesamos.
“Al leer estas líneas sobre la carne sufriente, no podemos dejar de pensar en lo que está pasando en Palestina”, nos dice la directora, María del Río. Fue una de las causas que el escritor defendió a lo largo de su vida. Para María, A casa es, sobre todo, un foco de cultura y compromiso, escenario de actividades culturales como presentaciones, clubs de lectura, visitas de colegios y asociaciones, con las que pretenden convertirlo en referente cultural también dentro de la isla.
Saramago dejó dicho: “El fin de un viaje sólo es el inicio de otro”. Le haremos caso. Comenzaremos el viaje de regreso pero, antes, nos llevaremos algunas de sus palabras para lanzarlas al mar dentro de una botella. Conscientes, al fin y al cabo, de que siguen siendo necesarias aunque hoy hayan pasado catorce años de su muerte.