La épica banda sonora de la vida de Ennio Morricone, un genio irrepetible que cuelga la batuta
Si no fuese compositor, Ennio Morricone sería ajedrecista. “Pero de alto nivel, un aspirante al título mundial”, le aseguraba sin ningún titubeo al también compositor Alessandro De Rosa en su libro dialogado En busca de aquel sonido: Mi música, mi vida.
“Pero no fue posible. Como tampoco pude cumplir mi ambición infantil por hacerme médico”, confesaba el que es uno de los más grandes compositores de cine vivos. “Me alegra haberme realizado con la música, pero aún hoy en día me pregunto qué habría ocurrido si hubiese sido ajedrecista o médico”. Él sigue con la duda, pero nosotros sabemos que no tendríamos el silbido de Por un puñado de dólares, la celebérrima melodía de El bueno, el feo y el malo, los primeros compases del piano de Cinema Paradiso, el oboe que da título al tema de La Misión... Eso por poner unos pocos ejemplos de su obra. Podríamos utilizar casi cualquiera de las más de 500 bandas sonoras que el de Roma tiene en su haber.
“¿Habría alcanzado los mismos logros que he conseguido en la música? A veces me respondo que sí. Creo que me habría esmerado para dar lo mejor de mí y que lo habría logrado: porque me aplico y consigo amar lo que hago”, describía en el libro que aquí publicó la editorial Malpaso y tradujo César Palma.
No dudamos de su palabra, pues así lo demostró la noche del martes en el WiZink Center de Madrid. A sus noventa años, Morricone se encuentra realizando su última gira antes de retirarse. Hace escasos días, ofreció una actuación memorable en Barakaldo. Ahora repite la proeza en un concierto doble tan nostálgico como enérgico y cargado de sentimiento. Sus canciones y su actuación nos hacen recordar por qué es uno de los compositores vivos más importantes del mundo.
Fue músico por imperativo parental
Viéndole sobre el escenario del anteriormente conocido como Palacio de los Deportes de Madrid, nadie lo diría, pero Morricone pudo no haberse dedicado a la música. De hecho, siendo un niño jamás se planteó dedicarse a lo mismo que su padre. “De niño tenía dos ambiciones: médico y ajedrecista. [...] Mi padre, Mario, trompista de profesión, no pensaba como yo”, decía en sus memorias dialogadas. “Un día me puso una trompeta en las manos y me dijo: 'Os he criado a vosotros, que sois mi familia, con este instrumento. Tú harás lo mismo con la tuya'. Me matriculé en el conservatorio y solo al cabo de unos años llegué a la composición”.
Si se tiene el privilegio de verle dirigir en directo, uno se percata de que las palabras de Morricone tienen un significado subyacente. De que, más allá del talento y de la emoción, Ennio Morricone destila profesionalidad. Cuando sale al escenario no está construyendo un homenaje a más gloria de su figura, está haciendo su trabajo. “Más que de vocación, yo hablaría de adaptabilidad a la exigencia. El amor a mi trabajo, al igual que la pasión, fue llegando gradualmente, con cada paso adelante que iba dando”, describía.
Su talento cambiaría para siempre la historia de la música en el cine, pero no acariciaría un Oscar hasta el año 2006, cuando recibió el honorífico. Más tarde, también se lo llevaría definitivamente por la banda sonora de Los odiosos ocho. Con todo, para arrancar su concierto Ennio Morricone pensó que no debía hacerlo con su último reconocimiento, sino con algo que pusiese alerta al oyente. Algo electrizante y tenso. Algo como The Strengh of the Righteous, de la banda sonora de Los intocables de Eliot Ness.
Leone y Morricone, una asociación desde la infancia
Aunque su concierto madrileño bajó la intensidad tras el sonido de la película de Brian De Palma con temas de películas como La tienda roja de Mikhail Kalatozov, no tardaron en llegar algunas de las canciones que le habían granjeado la fama que hoy le precede. Temas, cómo no, de films de su compatriota y amigo Sergio Leone con quien trabajó desde 1963 en todas y cada una de sus películas.
Lo cierto es que Leone y Morricone se conocían desde antes de colaborar artísticamente pero ninguno de los dos lo recordaba. El director de cine había llamado al compositor para decirle que quería trabajar con él. Ese mismo día se encontraron, se pusieron cara y todo encajó. “Pero ¿tú eres Leone, el de mi colegio?”, dijo uno. “¿Y tú Morricone, el que iba conmigo al viale Trastevere?”, contestó el otro. “Noté enseguida un movimiento en su labio inferior que me recordaba algo: aquel hombre se parecía a un chiquillo que había conocido en tercero de primaria”, explicaba el músico en el libro mencionado. Treinta años después, los dos chavales se reencontraban.
Por aquel entonces, Por un puñado de dólares era poco menos que un libreto raído que Leone llevaba debajo del brazo día y noche. Se llamaba El magnífico extranjero, y contenía algunas ideas seminales negro sobre blanco. Todo cambió con ese reencuentro, cuando el director de la Trilogía del dólar conminó al joven compositor a ir juntos al cine a ver Yojimbo, de Kurosawa. A Leone le encantó, a Morricone le horrorizó. Pero el primero supo sacar de ella una ideas que marcaron profundamente el desarrollo de guion de lo que después sería una de las películas más influyentes del western.
Una relación tempestuosa
Que se conocieran desde la infancia no significa que su asociación fuese un camino de rosas. Ambos de fuerte personalidad, empezaron a discutir incluso en su primera película juntos. Sergio Leone se había empecinado en que el tercer acto de Por un puñado de dólares tenía que estar dominado por una pieza que sonase como A degüello de Dimitri Tiomkin, compuesta para Río Bravo, de Howard Hawks. El realizador la había usado de manera provisional en la fase de montaje y quería que sonase así.
Morricone amenazó con bajarse del proyecto si le hacía componer algo como aquella canción. “Poco después, Leone dio un paso atrás y, enfadado, me dio más libertad. 'Ennio, no te pido que imites, sino que hagas algo parecido...'. ¿Pero qué quería decir con esa frase? De todas formas, debía mantenerme fiel a lo que aquella escena significaba para él: un baile de la muerte adaptado al ambiente del sur de Texas, donde, según Sergio, se mezclaban las tradiciones de México y de Estados Unidos”.
Lo que hizo Morricone, dados los plazos y el cabreo de su amigo de la infancia fue capear el temporal con algo que ya sabía que funcionaba. Recicló una canción que había compuesto él mismo dos años antes para I Dramni Marini, de Eugene O'Neill. “Y se la colé sin decirle nada”, decía, divertido, el compositor italiano. Arreglada, eso sí, de forma decisiva para recalcar la solemnidad que necesitaba la escena imaginada por Leone.
L'estasi dell'oro
L'estasi dell'oroParco en palabras, atento a cada uno de los integrantes de la orquesta y coro de cerca de doscientas personas a su cargo, Morricone no necesita preámbulos ni introducciones para hacer vibrar a su público. Lo conoce como este conoce su trayectoria y por eso decide adaptar su repertorio al país en el que ofrece su espectáculo. De ahí que en su concierto en el WiZink Center de Madrid tuviesen especial protagonismo sus obras para cintas como ¡Átame! de Pedro Almodóvar, o La luz prodigiosa, de Miguel Hermoso. Para esta última contó con la voz de la cantante y compositora portuguesa Dulce Pontes.
Esta especial querencia por adaptar su repertorio no le impide, eso sí, acabar su primer acto -de un concierto de más de dos horas con descanso incluido, algo muy exigente para un hombre nonagenario-, con una sensación vibrante y por todo lo alto.
Salía al escenario la soprano Susanna Rigacci. Sonaba el oboe de El bueno, el feo y el malo. El público se ponía en pie y Morricone ofrecía una versión absolutamente magistral y emocionante de L'estasi dell'oro, canción que más tarde repetiría en los bises finales.
Un Oscar para Morricone
No todo fueron, eso sí, temas reconocibles de su larga relación con Leone. Para arrancar el segundo acto de su concierto en el WiZink Center de Madrid, el compositor italiano eligió L'ultima diligenza di Red Rock, un tema de la banda sonora de Los odiosos ocho de Quentin Tarantino.
Su forma de interpretar -calmo pero emotivo- esta canción pareciera bastar para zanjar su polémica con el realizador de Knoxville. El pasado mes de noviembre saltaban a los titulares de medio mundo unas supuestas declaraciones de Morricone en las que afirmaba que Tarantino era un “cretino”. Escasos días después, el compositor salía al paso en un comunicado desmintiendo tales afirmaciones y asegurando que se sentía agradecido por su trabajo con el realizador, gracias al cual muchos jóvenes le conocían.
Por la BSO de Los odiosos ocho le concedieron su último Oscar. También resultaba ser el primero que ganaba con candidatura, pues solo contaba con el Honorífico hasta el año 2015, tras haber sido nominado hasta en cinco ocasiones. Sin embargo, cabe recordar que esta no es su última composición para cine. En 2016 volvió a colaborar con Giuseppe Tornatore haciendo la música de La corrispondenza.
Un final al son de Cinema Paradiso
Cinema ParadisoPrecisamente con Tornatore decidió hacer su primer bis para despedirse en el concierto de Madrid. Al son de Infanzia e maturità iniciaba una extensa oda a una de las películas que más emociones despierta en el fan de su obra: Cinema Paradiso.
Se hacía difícil no rememorar con melodías como las de Tema d'amore o Per Elena, aquella escena en que Toto se enfrentaba a un torrente de imágenes en una butaca. Una que hacía que todo espectador se rindiese ante la maestría de Tornatore. Aquella en la que Jacques Perrin lloraba ante los besos que habían sido censurados por el cura del pueblo, y él había rescatado del olvido.
El mismo torrente de imágenes invade la imaginación de quien asiste a un concierto de Ennio Morricone. Pues si bien es cierto que se quedaron fuera del repertorio de su paso por Madrid composiciones de títulos tan míticos como Érase una vez en América, medio millar de bandas sonoras es, a todas luces, inadaptable.
A sus noventa años, el maestro de Roma sabe que sus creaciones son, como los besos rescatados de Toto, inseparables de la historia del cine. Que es lo mismo que decir la memoria sentimental de más de una generación.