La fragua de Vulcano
Acerca la cabeza, escucha esta voz:
Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.
Son las últimas palabras que pronuncia el replicante Roy Batty en Blade Runner, antes de morir bajo la lluvia.
Este monólogo no figuraba en la novela de Philip K. Dick en la que (de forma muy libre) se inspiró la película, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Tampoco estaba en el guión. Al parecer, se le ocurrió sobre la marcha al actor Rutger Hauer. Primero decidió suprimir varias líneas del texto y, como en la escena llovía, se puso a improvisar por su cuenta y le salió nada menos que esto: “All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die”.
Al terminar la escena, el equipo de rodaje rompió en aplausos y a más de uno se le saltaron las lágrimas.
No me sorprende.
De lo que no cabe duda es de que Rutger Hauer es lo más parecido a un artista que ha pisado un plató de cine. No sólo le metió la tijera, con la precisión de un poeta, a la lacrimógena perorata del guión original, sino que la afiló hasta darle la contundencia de un clásico.
Todos estamos, como los replicantes de Blade Runner, destinados a morir, tenemos instalado en nuestro interior un chip de obsolescencia programada.
Pero nos sublevamos; en vano, pero nos rebelamos igual que un Nexus-6, esa última generación de humanoides fabricada por la Tyrell Corporation para que fueran “más humanos que los humanos”.
Los de la Tyrell consiguieron su propósito: los Nexus-6 protagonizaron una insurrección en Marte, no querían morirse, y hasta se enfrentaron a su creador.
Como nosotros mismos.
Al menos en general, pues en la novela de Philip K. Dick, el propio Deckard llega a la sombría conclusión de que “most androids I've known have more vitality and desire to live than my wife”, es decir: la mayoría de los androides que he conocido tienen más energía y más ganas de vivir que mi mujer.
Deckard es un cazador de recompensas (en la novela) o un policía del cuerpo de Blade Runners (en la película); su cometido es detectar a los Nexus-6 fugitivos, los replicantes, y retirarlos de la circulación.
En el dudoso caso de que alguien (de mi edad) no haya visto la película, no creo que haga falta decir que Deckard se enamora de una replicante, Rachel, y en lugar de retirarla, huyen juntos, sin saber a dónde ni de cuánto tiempo disponen todavía o, como diría el Tenorio, cuántos granos quedan en el reloj de su vida.
En otras palabras, tienen que aprender a vivir como vivimos todos, sin saber cuánto nos queda por delante.
Ven y verás al alto fin que aspiro
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
Como suponía el (ya no tan anónimo) poeta sevillano de la Epístola moral a Fabio (Fernández de Adrada), el chip de obsolescencia lo llevamos instalado en las muñecas, tic-tac, tic-tac, tic-tac, hasta que se nos pare el pulso y “el tiempo muera en nuestros brazos”.
Pero entonces, ¿a qué apodemos aspirar, a qué alto fin o no tan elevado? ¿Qué se le puede decir a Roy Batty? ¿Para qué vivir o cómo vivir? O como preguntaría Vicente Aleixandre: “¿Por qué besar tus labios, si se sabe que la muerte está próxima?”
Pues precisamente por eso: para convertir la muerte en injusticia.
Decía Unamuno que hay que vivir de tal modo que nuestra muerte parezca una injusticia.
Morirse no es ni justo ni injusto, es la naturaleza. Como no es ni justo ni injusto que las mandarinas tengan pepitas o que las hojas caigan en otoño. Sin embargo, hay quien vive y hace que sea injusto que se muera. No me refiero a la injusticia de la forma de morir: es injusto que le cayera una teja en la cabeza, es injusto que le atropellara un coche, etc. Me refiero al hecho mismo de que alguien que ha vivido así tenga que morir.
Eso es lo que consigue la insurrección del replicante y por eso el equipo de rodaje no podía contener el llanto: era tan injusto.
En mi cabeza, el soliloquio de Roy Batty siempre aparece enredado, como las cerezas, con un poeta al que ni el bachillerato ni Alfonso Guerra han conseguido hacerme antipático: Antonio Machado, que me parece que ofrece una respuesta.
En una de sus “Galerías”, la LXXVIII, escribió:
¿Y ha de morir contigo el mundo mago
donde guarda el recuerdo
los hálitos más puros de la vida,
la blanca sombra del amor primero,
la voz que fue a tu corazón, la mano
que tú querías retener en sueños,
y todos los amores
que llegaron al alma, al hondo cielo?
¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,
la vieja vida en orden tuyo y nuevo?
¿Los yunques y crisoles de tu alma
trabajan para el polvo y para el viento?
Sabíamos ya que la muerte de otro destruye una parte de nuestro mundo, hace más pequeña nuestra vida, como expresó John Donne en su “Meditación XVII”:
No man is an island, entire of itself; every man is a piece of the continent, a part of the main; if a clod be washed away by the sea, Europe is the less, as well as if a promontory were, as well as if a manor of thy friend's or of thine own were; any man's death diminishes me, because I am involved in mankind, and therefore never send to know for whom the bell tolls; it tolls for thee.
(Como si dijera, poco más o menos: Ningún hombre es una isla, completo por sí solo; cada hombre es una parte del continente, un fragmento de la totalidad; si el mar se llevara un pedazo de tierra, Europa sería menor, como si desapareciera un promontorio, como si se llevara la casa de uno de tus amigos o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque formo parte de la humanidad, y por lo tanto nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti).
Lo que nos dice Machado es que, cada vez que muere una persona, desaparece un mundo entero: el suyo.
Quien ha vivido, siempre que lo haya hecho con más ganas que la mujer de Deckard, ha creado un mundo. Por eso su muerte es una injusticia. No importa tanto haber tripulado naves en llamas más allá de Orión, a veces basta con haber querido “retener en sueños” una mano.
Vista desde el otro lado, la queja de Roy (¿Y ha de morir conmigo un mundo entero, el mío?) da testimonio de que ha vivido: ha valido la pena y es injusto que muera.
¿Y qué es un mundo propio, un mundo tuyo?
Machado lo define así: “la vieja vida en orden tuyo y nuevo”. La vieja vida, la que todos tenemos disponible, hay que hacerla nuestra: ordenar el mundo, la experiencia de la realidad, con nuestro propio criterio (en orden tuyo), para convertirlo en algo distinto, y por eso la vieja vida se vuelve nueva con cada persona que la vive, como el agua que adopta la forma del recipiente que la contiene.
Unamuno solía decir también que la finalidad de la vida es “hacerse un alma”: no venimos con ella de fábrica, no está allí de antemano, lista para protagonizar nuestra existencia, sino que es el resultado de nuestro propio esfuerzo: lo que hacemos nos hace.
Para Machado, un alma haciéndose a sí misma es una tarea muy complicada, casi metalúrgica: al parecer hay yunques y crisoles; se trabaja el acero a martillo en el yunque, se funde en el crisol a temperatura muy elevada. El alma es una fragua. Tal vez en ella nos empeñamos en vano, como el herrero cojo y cornudo, al que la diosa del amor engaña con el dios de la guerra.
Y luego todo eso, esos momentos, ese mundo, ¿tiene que ser entregado al polvo y al viento, se pierde como lágrimas en la lluvia? ¿No es injusto?
Para el dolor de Roy y para el nuestro no hay otra respuesta que la de los poetas: vivir para convertir la muerte en una injusticia, crear un mundo.
El replicante, al morir, suelta una paloma que sujetaba en sus manos.
La paloma vuela hacia el oscuro cielo y Deckard contempla en silencio cómo se deshace un mundo entero ante sus ojos.
Su compañero Gaff aparece poco después y le dice: “Lástima que ella no pueda vivir, pero ¿quién vive?”.
Pues quizá, como diría Machado, vive quien ha sido capaz de forjar un mundo propio, suyo, “la vieja vida en orden tuyo y nuevo”, quien ha conseguido convertir la muerte en una injustica, “antes que el tiempo muera en nuestros brazos”.
Vive quien quiere vivir, como Roy, porque inventar el mundo entero es una tarea que hay que llevar a cabo a martillazos sobre el yunque y, para eso, hay que tener más ganas de vivir que la mujer de Deckard, al que al final de la película nadie culpará de haberse ido con otra.
En L’Âge d’or, de Luis Buñuel, se oyen los susurros de una pareja, entre otros este verso: “Approche ta tête: ici, l'oreiller est plus frais”. Acerca la cabeza: aquí está más fresca la almohada.
Acerca la cabeza, escucha esa voz: ahora vamos a demostrar que es muy injusto tener que morirse.
Posdata: me ha dado envidia Antonio Orejudo, así que pongo también deberes. ¿De quién es ese verso en francés? Yo siempre he creído que es de Paul Éluard. Suena a Paul Éluard, pero ¡que me aspen si he sido capaz de encontrarlo en sus libros! ¿De dónde lo sacó entonces Luis Buñuel?