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Todo mentira

Antonio Orejudo

Distinguir lo verdadero de lo falso o la historia de la ficción es más difícil de lo que parece. El idioma castellano por ejemplo no tiene dos palabras distintas para designar estos dos conceptos contrarios.

Nosotros llamamos historia a nuestro pasado real, a la sucesión de hechos comprobados empíricamente.

Pero también designamos con la misma palabra a la trama de una novela, al argumento de una película o a una sucesión de hechos imaginarios.

Y ya que hemos empezado a hablar de historias, permitidme que os cuente una que tiene como protagonista a un clérigo británico que residió en Oxford en la primera mitad del siglo XII. Se llamaba Galfridus Monemutensis, pero también podemos llamarlo Geoffrey, o Godofredo, de Monmouth.

Monmouth, que ya había escrito antes al menos un par de libros, se propuso un buen día contar la historia de su tierra, de Britania, a través de la sucesión de sus reyes.

El problema de la empresa era la escasez bibliográfica. Como la historia de Britania estaba todavía por escribir, uno no podía consultar crónicas o sumergirse en anales en busca de documentación.

De eso se estaba lamentando nuestro Geoffrey cuando un colega suyo, el archidiácono de Oxford, le prestó un libro muy antiguo, escrito en lengua británica —y no en latín, como habría sido lo normal— que trazaba el devenir de los reyes británicos desde Bruto (en el siglo XII a. C.) hasta Cadvaladro (en el siglo VII d. C.).

Como eso era precisamente lo que él tenía pensado hacer, Geoffrey prefirió no escribir nada original y limitarse a traducir aquella obra, que en su versión latina se tituló Historia regum Britanniae (Historia de los reyes de Bretaña).

En su revista de todos los reyes de Britania, el misterioso libro anónimo, traducido ya al latín, dedicaba bastante espacio a dos personajes que eran prácticamente desconocidos en ese momento, y que a partir de la traducción de Monmouth cobraron una formidable e inesperada vida.

Me refiero al mago Merlín y al rey Artús o Arturo, el de la Mesa Redonda. Aquí los tenemos a los dos en la miniatura de un manuscrito conservado en la Biblioteca Británica de Londres, confeccionado 200 años después de que la Historia de Monmouth los popularizara.

Ambas figuras —que hasta entonces, repito, nadie conocía— excitaron tanto la imaginaciónde los poetas posteriores —de los novelistas posteriores, diríamos hoy—, que estos empezaron a incluirlos con naturalidad en sus narraciones de ficción.

La aparición en la Historia regum Britanniae del victorioso rey Arturo y de su ceremoniosa corte inspiró una larga serie de libros protagonizados por él. Estas narraciones —llamadas romans y escritas en verso— han sido agrupadas bajo el rótulo literatura artúrica o materia de Bretaña, y se consideran las primeras novelas europeas.

El rey Arturo y sus caballeros no solo inflamaron la imaginación de los poetas —o novelistas— medievales. También hechizaron a los guionistas de cine del siglo XX e incluso a las factorías de dibujos animados.

En principio, el asunto no tiene nada de particular. No era la primera vez, ni sería la última, que una figura histórica inspiraba todo un caudal de obras literarias. Había sucedido con Carlomagno en Francia y con el Cid en Castilla.

La única diferencia —y me temo que no es una diferencia pequeña— es que mientras Carlomagno y Rodrigo Díaz de Vivar existieron de verdad, el rey Arturo, como casi toda la información que aparece en la Historia de los reyes de Bretaña, es un producto de la imaginación de Geoffrey de Monmouth, una falsificación de la historia.

Sí, todo era mentira.

Hasta lo de la traducción del libro antiguo era una patraña. No existía tal libro. Su amigo el archidiácono de Oxford no le había prestado nada. Toda la historia de los reyes de Britania había salido de imaginación de Monmouth y sobre todo de sus lecturas.

El rey Arturo ya había aparecido antes en otro libro. En Historia Brittonum (Historia de los bretones), escrita a principios del siglo IX por un autor desconocido, se mencionaba de pasada a un general llamado Arturo, que había vencido doce veces a los sajones. Este general era el prefecto romano de la Legión VI Victrix, que estuvo al frente de los britanos.

Godofredo de Monmouth debió de tomar de esta Historia de los bretones la valerosa figura del desconocido general Arturo, y lo convirtió en rey.

Y no solo hizo eso. Basándose en la leyenda clásica de los amores de Júpiter con la esposa de Anfitrión, amores de los que había nacido Hércules, hizo que el pobre general Arturo, convertido ya en rey, fuera el hijo de Uter, rey de los bretones, y de Ingern, la esposa del duque de Cornualles.

Para la caracterización de Arturo como héroe caballeresco, Geoffrey mezcló los rasgos de los héroes reales de los cantares de gesta y los rasgos reales del Carlomagno medieval.

Para dibujar su ceremoniosa corte Monmouth recreó en su imaginación la corte real de Enrique I de Inglaterra y la de Felipe I de Francia.

En realidad toda la Historia de los reyes de Bretaña era una enorme falsificación. En la composición de su fabulosa historia, Geoffrey de Monmouth, que no era un escritor inculto, había utilizado la Eneida, la Farsalia, la Tebaida, las Metamorfosis y la Biblia.

Pero nadie se dio cuenta, nadie puso en duda la veracidad de una obra que estaba escrita en latín. Eso era sagrado. Todos los lectores de la Historia de los reyes de Bretaña creyeron que el libro trazaba con rigor el devenir del pueblo bretón.

La Historia de los reyes de Bretaña se tradujo a todas las lenguas cultas, y en 1555 un poeta llamado Wace hizo una traducción al francés.

Aunque la traducción era fiel, Wace no pudo resistir la tentación de añadir alguna cosilla de su propia cosecha a la Historia de Monmouth: una inocente Table Ronde, o mesa redonda, alrededor de la cual se sentaban los caballeros de la corte del rey Arturo, y sobre cuyas consecuencias en la narrativa posterior no es necesario extenderse mucho.

Recapitulemos.

Las primeras manifestaciones de ese género que hoy llamamos novela se remontan a una serie de relatos escritos y difundidos por toda Europa a mediados del siglo XII.

Estos relatos —que no se llamaban novelas, sino romans— estaban situados en Britania o en la Bretaña francesa y los protagonizaban caballeros bretones vinculados a la corte del rey Arturo, del verdadero —entre comillas— rey Arturo que aparecía en la solvente —entre comillas también— Historia de los reyes británicos, del imaginativo —esto sin comillas— Geoffrey de Monmouth.

Estos romans protagonizados por el rey Arturo y por miembros de su corte fueron mezclándose entre sí, enriqueciéndose con las aportaciones de diferentes autores a lo largo de cuatrocientos años.

Aunque estas novelas artúricas, que son muchas, fueron escritas por autores muy alejados en el tiempo y en el espacio, todas ellas mantenían un tronco común, una nómina de personajes que iban entrando y saliendo según las preferencias de cada autor, pero que siempre eran los mismos: el rey Arturo, Lancelot, Tristán o Perceval, es decir, aquellos personajes reales —otra vez entre comillas— que habían aparecido en la Historia de Monmouth.

Hasta aquí el resumen.

Ahora, la pregunta del millón:

¿Era Geoffrey de Monmouth un delincuente, un farsante, un falsificador de la historia o simplemente un escritor, un novelista?

Posiblemente no fue ni una cosa ni otra. Monmouth quiso dotar a Britania, a su pueblo, de un pasado que no tenía. Quiso que la historia de su tierra contuviera unos sucesos que despertaran la admiración de los normandos, que por entonces habían conquistado Inglaterra y difundían el Cantar de Roldán y el culto por Carlomagno.

Frente a este, Geoffrey de Monmouth quiso levantar un Carlomagno bretón, el rey Arturo. Y para conseguir su propósito hizo lo que hacen los novelistas, y lo que hacen también algunos nacionalistas: se inventó un pasado.

Y para que su invento tuviera efecto, Monmouth presentó sus fantasías con la apariencia de la Historia. Y así, simuló que su obra era la traducción de un antiquísimo libro escrito en bretón.

Si el libro de Monmouth hubiera sido una obra fidedigna, hoy diríamos que las primeras novelas europeas nacieron de un libro de historia.

Pero no es así.

La Historia de la que parten estas primeras novelas europeas es ella misma una novela o, si queremos decirlo así, una falsificación.

Si alguien quiere leer la obra de Monmouth, le recomiendo la excelente traducción de Luis Alberto de Cuenca, publicada primero por Editora Nacional y luego por Siruela, de cuya introducción he tomado algunos datos.

La Historia de la literatura universal de Martín de Riquer y José María Valverde tiene una explicación muy pedagógica de la figura de Monmouth y de su importancia en la literatura caballeresca. De aquí he tomado también información y muchas ilustraciones.

TAREA: ¿Se te ocurre alguna narración actual que haya partido de un suceso histórico que al final haya resultado ser una leyenda urbana? Aparte de las típicas novelas históricas, ¿qué novelistas o novelas actuales utilizan la historia como materia prima de la ficción? ¿Es posible no hacerlo, no utilizar la historia, entendida en su sentido más amplio, a la hora de escribir ficción?

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