Los últimos años de la adolescencia y la entrada en la veintena son una encrucijada biográfica. El planteamiento y el despliegue del proyecto vital de un joven dependen del éxito o fracaso de las transiciones formativas y laborales que emprende en esos años cruciales.
Se trata de una etapa compleja y delicada, en la que atraviesa experiencias y acontecen episodios que pueden tener un impacto irreversible en su vida, así como en sus actitudes y comportamientos sociales. En ciencias sociales hablamos de “efecto cicatriz” (scarring effect) para referirnos a los efectos que determinadas circunstancias contextuales (de índole económica, política, social o financiera) tienen en la juventud de un individuo y que luego siguen influenciando sus decisiones y preferencias durante el resto del ciclo vital.
El azote de la crisis se ha cebado sobre todo con los veinteañeros en España. Los problemas de inserción laboral, de estabilización contractual y de promoción profesional de nuestros jóvenes se han ido agravando desde el 2008 hasta la fecha. Sabemos que el prolongado estancamiento en situaciones precarias y de paro involuntario en el mercado de trabajo ha provocado notables retrasos en su emancipación y una mayor dependencia de sus padres. Además, existe evidencia que las condiciones al inicio de la trayectoria laboral mantienen efectos persistentes en el tiempo. Sin embargo, se reflexiona todavía poco sobre los efectos a largo plazo que el contexto macroeconómico actual producirá en los valores y en las creencias de estas generaciones, sobre todo por lo que se refiere a su visión política y a su percepción del mundo.
En un interesante estudio titulado Growing Up in a Recession: Beliefs and the Macroeconomy, Paola Giuliano y Antonio Spilimbergo, dos investigadores del Institute for the Study of Labor de Bonn, investigan los efectos permanentes que los shocks macroeconómicos pueden tener en la formación de actitudes y creencias sociales de los jóvenes que tienen entre 18 y 25 años. En su trabajo utilizan los datos disponibles entre 1972 y 2006 en la encuesta de opinión estadounidense General Social Survey. Se trata de una encuesta estandarizada, realizada cada año a una muestra representativa de estadounidenses de todas las edades. En su explotación los dos investigadores confirman que las cohortes del grupo de edad seleccionado son las más sensibles a los condicionamientos de tipo económico, especialmente por lo que atañe a la formación y a la permanencia de determinadas actitudes sociales y políticas. Su trabajo entronca con una línea de reflexión clásica en la sociología (véase Karl Mannheim), que atribuye a las experiencias juveniles un efecto duradero y distintivo sobre el perfil socio-político de los miembros de distintas generaciones.
En concreto, se ha corroborado empíricamente que aquellas personas que han vivido épocas de recesión económica durante su juventud son más proclives a favorecer un papel redistributivo e integrador del Estado para reequilibrar las desigualdades generadas por la economía. Por otra parte, haber atravesado periodos de inestabilidad estructural durante esas etapas alimenta un alto nivel de desconfianza hacia las instituciones de gobierno. Se constata así una coexistencia entre la demanda explícita de una mayor y mejor intervención pública en la gestión de las desigualdades y la desconfianza en los mecanismos tradicionales de delegación y representación institucional. Estas dos perspectivas cristalizan durante la juventud, cuando los encuestados ha vivido por lo menos doce meses de recesión económica entre los 18 y 25 años, pero se mantienen a lo largo de toda la trayectoria vital de estas personas.
Con respecto a la actitud que se manifiesta frente a los problemas del mercado de trabajo, quien sufre una recesión económica durante los últimos años de la adolescencia y antes de haber cumplido los 25 años termina confiando más en la suerte que en el esfuerzo personal para tener éxito en la vida. Esta menor confianza en la posibilidad de que el esfuerzo se traduzca en logro supone un posible cambio en la forma de entender el compromiso con la etapa formativa y la motivación personal del joven en su transición del sistema educativo al mundo del trabajo. Es una actitud que puede incluso favorecer un replanteamiento general del significado del trabajo en nuestra sociedad: los jóvenes de hoy se están acostumbrando a la precariedad. Cada vez menos tienen a su alcance la perspectiva de un empleo vitalicio y de la seguridad social que esto llevaba adscrito. Es inevitable para ellos lidiar con la incertidumbre y la inseguridad, habiendo ya incorporado la flexibilidad en su personalidad y estilo de vida, tal como vaticinaba el sociólogo Richard Sennett a finales de los noventa.
En España la precariedad laboral es un elemento central y prolongado en las experiencias de la gran mayoría de los jóvenes dentro del mercado de trabajo. Por otra parte, la desilusión personal que ésta conlleva poco a poco revierte en una profunda desconfianza hacia los políticos que no saben ofrecer solución adecuada de estos problemas.
Saber que las dificultades que enfrentan los jóvenes en la actualidad no sólo tienen impactos inmediatos en su bienestar, sino también posibles consecuencias políticas a largo plazo que pueden minar la estabilidad institucional, es una cuestión que no debería ignorarse en la agenda pública. Tarde o temprano, la rendición de cuentas, de tipo político, dependerá de aquella generación que en la crisis actual, y precisamente en la etapa más complicada de su planificación vital, se ha visto privada de estabilidad y perspectiva de futuro.
Independientemente de cuándo y cómo acabe la crisis, se hace cada vez más oportuna una intervención eficaz a favor de aquellos jóvenes que desde ya están viendo debilitadas las bases de su transición a la vida adulta. En caso contrario, con ellas pueden quedar alteradas también sus orientaciones políticas y sus valores y actitudes sociales.
En palabras del poeta polaco Stanislaw Jerzy Lec, “las heridas cicatrizan, pero las cicatrices crecen con nosotros”.