El pasado octubre, los Inspectores de Hacienda, reunidos en su XXIV Congreso anual, emitieron un documento bajo el título “El grave problema de la corrupción en España”. En el mismo se analiza la percepción y cuantificación del fenómeno de la corrupción en nuestro país, se señalan las causas que la provocan y se realizan 34 propuestas para solucionarla.
Pero, ¿qué entienden por corrupción los autores del documento? Literalmente, los Inspectores definen la corrupción política como “el mal uso del poder público para conseguir una ventaja ilegítima, generalmente de forma secreta y privada”. Y más adelante, detallan de forma más minuciosa cuáles son los delitos que se encontrarían incluidos en el referido concepto: receptación y blanqueo de capitales, falsedades documentales, prevaricación de funcionarios públicos, cohecho, tráfico de influencias, malversación, negociaciones prohibidas a los funcionarios y delitos de corrupción en las transacciones comerciales internacionales. Como vemos, una amalgama de tipos delictivos que abarcan tanto a funcionarios y cargos públicos como a personas físicas y jurídicas del ámbito privado.
A juicio de los Inspectores de Hacienda, junto a causas sociológicas (sensación de impunidad del corrupto y la ausencia de una política de concienciación social de los efectos negativos que provocan la corrupción y el fraude), hay otras organizativas y legislativas que facilitan el fenómeno de la corrupción. Entre éstas últimas, junto a la falta de un marco normativo y organizativo de lucha contra los delitos económicos, destaca la pluralidad de órganos con competencias en la materia que no se coordinan o lo hacen de forma poco eficaz. Se mencionan, a título de ejemplo, la Comisaría General de la Policía Nacional y la UDEF, la Dirección General Adjunta de la Guardia Civil y la UCO, el Ministerio fiscal, el SEPBLAC (Servicio ejecutivo de la Comisión para la prevención del blanqueo de capitales) y la Oficina Nacional de Investigación del fraude y la Dirección adjunta de Vigilancia Aduanera, ambas de la AEAT.
En cuanto a las propuestas, es fácil destacar cuáles son las dos ideas principales que laten en todas ellas. De una parte, los firmantes del texto entienden que el sistema está diseñado para controlar al sujeto cumplidor con todas las obligaciones tributarias y el corrupto se beneficia de ello. De ahí que propugnen un sistema distinto, y por tanto, agravado, para tratarlo. Por otro lado, reclaman más competencias para los que más saben en el tema, esto es, los propios inspectores, ya que entienden que no basta su función como meros (sic) auxiliares judiciales o peritos.
Contra la primera idea, creo que basta con señalar que nuestro Estado lo es de Derecho, lo que implica el establecimiento de garantías y limitaciones a la actuación de los entes públicos, que debe aplicarse a todos por igual. Algunas de las medidas propuestas responden al halo de sospecha que, per se, se adjudica en estos momentos a todos los que se dedican a la función pública. A estos se les incluiría en los Planes de Control Tributario que cada año aprueba la AEAT. También propugnan crear un tipo delictivo para aquellos diputados que no publiquen sus datos patrimoniales o no comuniquen a la AEAT sus datos tributarios y la inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos de los responsables públicos, imputados, y a los que se haya abierto juicio.
Respondiendo a la segunda idea, los inspectores reclaman para sí la competencia para investigar los delitos contra la Hacienda Pública, los delitos de blanqueo de capitales y los de contrabando y narcotráfico, la creación de una Policía Fiscal y la creación de un órgano especial en la AEAT, integrado por todos los que ahora tienen competencia en la materia (la Unidad de Apoyo a la Fiscalía Anticorrupción, las Unidades especiales de Auxilio Judicial, las Oficinas de Comunicación con los Juzgados y Tribunales de Justicia, el Gabinete Técnico del director General de la AEAT, la Unidad Central de Coordinación en materia de delitos contra la Hacienda Pública, la Oficina Nacional de Investigación del Fraude, Vigilancia Aduanera, etc).
Ante esta situación, propugnan la creación de un órgano independiente, dependiente (sic) del Parlamento, integrado por todos los servicios y órganos judiciales, policiales y, por supuesto, administrativos, que hemos mencionado anteriormente: la Oficina Nacional de Lucha contra el Fraude (ONAF). Incluso la Fiscalía anticorrupción estaría incluida en esta superestructura. Así, serían este órgano y la propia AEAT los encargados de investigar cualquier tipo de delitos económicos, abarcando todo el espectro de su represión, esto es, la prevención, el control, la investigación de denuncias y la interposición en su caso de la correspondiente denuncia ante el órgano judicial y su instrucción.
Sin perjuicio de entender que es bueno simplificar y coordinar todos los medios de los que, como vemos, se sirve el Estado para luchar contra este tipo de delincuencia, no estamos en absoluto de acuerdo con el peso, en algunos casos en exclusiva, que demanda para sí la Inspección de tributos. Deben de ser los órganos judiciales los que, auxiliados por todos los agentes que tienen conocimiento en la materia, lleven a cabo estas tareas de investigación de delitos, garantizando los derechos procesales y materiales que acompañan a toda instrucción penal.
Sí estamos de acuerdo con otras medidas planteadas en el documento, de distinta amplitud y aplicación. Son las referidas a la lucha contra los paraísos fiscales que abarcan varias propuestas, tanto en el ámbito nacional, como en el internacional (entre ellas, la implantación de la tasa sobre las transacciones financieras internacionales y la obligación de informar a las autoridades de la existencia de filiales, clientes o sucursales radicadas en paraísos fiscales, so pena de perder beneficios fiscales o de no obtener el correspondiente NIF obligatorio para operar en territorio español).
Por último, cabe destacar una batería de medidas de control sobre la eficacia y eficiencia del gasto público. Hasta este momento, los órganos encargados de este control (la Intervención General de la Administración del Estado y el Tribunal de Cuentas) lo limitan a un control de legalidad. Esta idea requiere un reforzamiento de los medios, tanto materiales como personales, de los que ambos órganos disfrutan en estos momentos.
Por supuesto, se recogen diversas propuestas para mejorar el funcionamiento del Tribunal de Cuentas que pasan desde su composición a sus funciones. Sólo haremos un breve comentario sobre el tema. No se nos ocurre una institución del Estado mejor que el Parlamento para elegir a los miembros del Tribunal de Cuentas. Evidentemente, deberían elegirse expertos en el tema, independientes, que ejerzan su trabajo con responsabilidad y honestidad. A priori, es difícil saber si la elección será la buena, pero para eso deben existir mecanismos de control que permitan conseguir ese fin.
Se hace necesario que, si queremos conseguir que este órgano de control externo sea eficaz en ese control de gasto que defendemos, éste se dedique en exclusiva a la fiscalización de las cuentas. La función jurisdiccional, que la Constitución prevé, pero no impone, debe quedar para los tribunales ordinarios, ya que la misma solo introduce disfunciones y ralentiza los procesos, privando de eficacia su ejercicio, como ya hemos señalado.