Cara y cruz de la democracia representativa
El modelo democrático vive hoy en día momentos especialmente trascendentes. Pocos ponen en duda su triunfo en cuanto a extensión –de hecho, jamás en la historia existieron tantos Estados que se organizasen según los parámetros de lo que se entiende mayoritariamente por democracia–, pero ello no debe ocultar la presencia de otros aspectos.
Cuando hablamos en la actualidad de democracia, estamos hablando de democracia representativa. Este tipo de democracia, pese a haber ido variando desde su nacimiento hasta nuestros días, ha arrastrado frecuentemente, como un pesado lastre, la creencia de que su existencia se debía a una imposibilidad de poner en marcha otras fórmulas mejores. De este modo, a esa secular nostalgia por algo supuestamente perdido y mejor han venido hoy a sumarse los importantes avances en la tecnología de la información y de la comunicación para decretar –según el parecer de algunos– el final de todos aquellos obstáculos que impedían la realización de una democracia no sujeta a constricciones e impurezas. Por su parte, los defensores del modelo representativo no siempre han acertado en la elección de los argumentos adecuados, fomentando en exceso esa imagen de la democracia representativa como mal menor y avivando así el fuego de sus enemigos.
De esta manera, la clásica disputa entre democracia representativa y democracia directa adquiere en nuestros días un nuevo sentido.
A ello se suman aquellas demandas de creación de espacios de participación política que, sin llegar en muchos casos a cuestionar el modelo de la democracia representativa, buscan, sin embargo, un mayor protagonismo de los ciudadanos a través, fundamentalmente, de la puesta en práctica de mecanismos de lo que se ha dado en denominar democracia participativa o de las distintas formulaciones que se ordenan bajo el epígrafe democracia deliberativa.
Este panorama, siendo actual, era ya, no obstante, aplicable a la realidad existente desde hace algunos años. Las novedades aportadas por la última hora –en una época de rápidos cambios y transformaciones, de múltiples crisis y de incertidumbres– caminan en la línea de hacer más profunda la crítica a las formas de organizar políticamente nuestras sociedades y, de manera fundamental, a unos modelos de representación política fuertemente impugnados. Crece el rechazo social a través de nuevos movimientos que reclaman una democracia real frente a la democracia que poseemos. Siguiendo el razonamiento, la lógica más elemental nos conduce a entender que nuestras democracias son irreales y que, por tanto, no existe una verdadera democracia. El ataque, en sectores crecientes, se dirige ya directamente a la línea de flotación del modelo.
Opino que, hoy más que nunca, por todo lo comentado se hace necesario el llevar a cabo una defensa de las capacidades democráticas que posee la representación política. Pero que ello debe hacerse denunciando también sus carencias.
Las fórmulas de democracia representativa, que se hallan en el origen de las principales críticas a las que hoy asistimos, no nos ofrecen un perfil único y claramente definido. Como todas las realidades complejas –y es evidente que la representación política democrática es una de ellas– presentan diversas notas características. Podemos referirnos a ellas como a la cara y la cruz del modelo, en tanto que pueden identificarse en él una serie de capacidades –y también de deficiencias– desde el punto de vista democrático.
Comenzando por las primeras, la democracia representativa tiene una virtud eminentemente operativa, sin la cual no podemos manejarnos correctamente. En este sentido, debe remarcarse esta cuestión de enorme importancia que no es otra que el hecho de que la representación es el mecanismo que permite crear la voluntad popular. Solo si hay representación política, puede afirmarse con clara impronta hobbesiana, habrá Estado.
Sin representación no existe unidad política, en tanto que no existe la creación de una voluntad unitaria, pero colectiva, que es creada a través del sufragio universal, como expresión de las distintas opiniones e intereses sociales, a través de los partidos políticos y que permite un control político de los representantes y la posibilidad de que estos rindan cuentas.
Es de enorme trascendencia el valorar en su importancia este papel de la representación como creadora de una voluntad popular, que, de otro modo, sería inexistente. Los defensores del directismo que hoy entienden que las nuevas tecnologías ofrecen una oportunidad para derribar las barreras de la representación, no se detienen a pensar en la necesidad del Parlamento como premisa necesaria para la existencia de la voluntad popular. Es esencial que exista una reunión, articulada institucionalmente, con unas funciones determinadas, con unas reglas establecidas y con un sistema fijado de responsabilidades para la salvaguarda del Estado democrático.
La segunda capacidad de la representación política consiste en ser garantía de la deliberación. Las revoluciones liberales supusieron el final de un mundo uniforme en cuanto a concepciones, valores y creencias. No debe olvidarse que el sistema representativo –y, especialmente, el parlamentarismo– supusieron la introducción de la deliberación en el centro de la vida y de la actividad políticas. La representación caminó, desde sus comienzos, unida a la deliberación.
La tercera capacidad de la representación vendría dada por su papel como garantía de control político de los representantes y de rendición de cuentas de estos. Son el carácter reglado del Parlamento y la identificación clara de los sujetos que lo componen los que permiten que se rindan cuentas y que exista una responsabilidad por las decisiones adoptadas o por las omisiones. Sin institución no hay control, no hay posibilidad de exigencia de responsabilidades y no hay tampoco, en definitiva y sobre todo, cuentas que rendir.
Por todo lo expuesto, podemos inferir que la actual representación política se justifica por sí misma y que lo hace por razones democráticas. De este modo, debe cuestionarse seriamente esa imagen que comentaba al principio, en virtud de la cual la representación no sería sino un repuesto en sustitución de la verdadera democracia. Esa concepción es reduccionista y, por ello, falsa. Y, según creo, los defensores de introducir el elemento tecnológico en la vida política no debieran caer en sus brazos de manera irreflexiva. El instituto de la representación política democrática no debe ser despachado sin más y sustituido por soluciones poco definidas y de imprecisas pero probablemente dañinas consecuencias y debe, así, ser mantenido.
Esta conclusión, sin embargo, no debería ser confundida con una actitud en exceso complaciente, ya que, como antes he adelantado, nuestros modelos ofrecen en la actualidad diversas deficiencias, que son, en definitiva, defectos también desde el punto de vista democrático. Estas deficiencias podrían igualmente concretarse en tres.
La primera consistiría en la identificación de las insuficiencias deliberativas de la representación. Para el pensamiento del primer liberalismo y para nuestros modelos del presente, el debate político continúa siendo en buena medida la escenificación de una negociación. Es innegable que esta situación supuso entonces una mejora sustancial y que ese juego de negociaciones y cesiones casa con un modo de convivencia democrático. Pero un modelo más exigente de deliberación considera insuficiente esta forma de proceder. Dando un paso más, se trataría no de negociar posiciones definidas de partida, sino de ir construyendo las posiciones de cada participante en el debate atendiendo a los argumentos y razones del resto de participantes. De esta manera, las iniciales posturas serían susceptibles de modificarse, matizarse o, incluso, de abandonarse, pero ya no por criterios estratégicos, sino en virtud de la aceptación de los mejores argumentos. La frecuente ausencia de este tipo de deliberación en los modelos de representación política constituiría una primera deficiencia que sería necesario minimizar en la medida de lo posible. No dispongo de la solución que terminase con esta carencia y creo que sería difícil dar con ella, conocido el papel protagonista de los grupos parlamentarios –léase de los partidos políticos– en la vida político-parlamentaria. Pero sucede que el problema radica, precisamente, en el valor insustituible de tales protagonistas en las democracias actuales. A la espera de mejores soluciones, creo que sería notablemente beneficioso trasladar la deliberación a otra esfera distinta, pero relacionada. Se trataría de fomentar la deliberación entre los propios ciudadanos y, en último término, de fomentar también la creación de cauces de comunicación entre estos y sus representantes.
El segundo defecto de la representación democrática apuntaría a la existencia de deficiencias en el control político y en la rendición de cuentas. Lo que constituía una virtud –si no es reforzado de manera exigente–, puede convertirse en un problema. De este modo, se hace necesario incidir en la necesidad de mayores controles interelectorales y de mecanismos más efectivos de exigencia de responsabilidad.
La tercera deficiencia vendría dada por la inexistencia de una suficiente receptividad por parte de los representantes. Creo que es necesario reforzar la línea de comunicación entre la ciudadanía y sus representantes, como un pilar esencial de la democracia. No se trata de llevar a cabo una defensa del mandato imperativo, pero sí de aceptar que la receptividad supone un importante elemento para que podamos hablar de algo más que de una representación meramente formal o institucional, y, en cambio, podamos hacerlo también de una representación centrada en el contenido. En mi opinión, las vías que hoy existen para poner en pie esta receptividad presentan dos problemas. El primero apunta al modo de construir las señales que han de llegar a los representantes políticos: muchas de estas formas de expresión trasladan mensajes simples, poco elaborados o elaborados por una minoría, de respuestas instantáneas que se reducen a una mera elección entre opciones dadas, etc. En resumen, se trata de mensajes poco pulidos y confeccionados con escasa reflexión y debate y, en ocasiones, con poca participación. El segundo problema que hallo en estas formas de expresión ciudadana apunta a su ausencia de carácter reglado o institucional: no existen unos procedimientos pautados ni unos foros públicos y permanentes, destinados a los efectos de mantener el debate, dar forma a las opiniones y ser lugares ciertos a los que puedan acudir los representantes para conocer el curso de las discusiones y, en su caso, las posibles conclusiones alcanzadas. Entiendo, por lo tanto, que la insuficiente receptividad se debe principalmente a la ausencia de espacios adecuados de formación y expresión de opiniones ante las cuales pueda mostrarse la aludida receptividad.
En mi opinión, por todo lo expuesto, el objetivo hacia el que debemos dirigirnos debe ser el de, a la vez que mantenemos el sistema representativo, tratar de corregir las carencias presentadas, reforzándolo en un sentido participativo.
Opino que la puesta en marcha de mecanismos de democracia deliberativa en el seno de nuestras sociedades es la fórmula que puede permitir lograr el equilibrio y el perfeccionamiento buscados. Una propuesta de este tipo no es la única solución posible; de hecho, puede perfectamente ir acompañada de otras distintas. En cualquier caso, este modelo prefiere centrarse en una participación antes mejor, que mayor. No obstante, se trata de una propuesta que, por una parte, es perfectamente compatible, como digo, con el aumento de fórmulas directas o semidirectas y, por otra, supone ella misma también la existencia de una mayor cantidad de momentos de participación política ciudadana.
Entiendo que deberíamos caminar hacia la creación de foros de deliberación política entre ciudadanos y entre estos y sus representantes, que mejorasen las deficiencias de la representación y la modificasen, pero sin modificar, en el fondo, la estructura del sistema. Se trataría –al modo habermasiano– de operar externamente (desde la esfera social) en la esfera institucional.
Estaríamos hablando de la puesta en funcionamiento de foros de deliberación democrática; con carácter público; con exigentes mecanismos de identificación personal; abiertos; dependientes de las instituciones públicas, fundamentalmente, de los Parlamentos; en los que los ciudadanos participasen en términos de igualdad y en los que se diesen las condiciones necesarias para la discusión razonada, cuyo curso y, en su caso, cuyas conclusiones pudieran conocerse por parte de los representantes políticos y cargos públicos.
Estos foros deliberativos habrían de tener su espacio en Internet, por entender que es en la red en el único lugar en el que estos pueden existir permitiendo el cumplimiento del mayor número de sus objetivos y potencialidades. La importancia de un modelo como este radicaría en su valor en tanto que herramienta de creación de opinión pública.
La opinión pública creada en estos foros sería de utilidad para superar las deficiencias de la representación y sería privilegiada en atención al lugar en el que nace y a sus concretas características de publicidad, apertura y pluralismo. Y sería, además, la que permitiría la comentada comunicación e influencia entre la sociedad y las instituciones. Especialmente, teniendo en cuenta que lo verdaderamente importante no sería tanto la elaboración de decisiones, cuanto la construcción de esta opinión.
Con los modelos deliberativos se trataría de reforzar el componente democrático, al menos en la esfera social de creación de una opinión pública que ha de influir en la esfera institucional de la representación política. Una representación política mejorable, pero, por ello mismo, digna de ser conservada.