Escocia antes de votar: un referente contradictorio
A pocas horas de saber si los escoceses optan por la independencia o por mantener su ciudadanía británica, y considerando la incertidumbre sobre el resultado final, parece interesante ordenar los diversos elementos que hacen de este referéndum un acontecimiento político tan notable. Tanto que, dependiendo del desenlace, podría ser incluso el de mayor relieve del año. El proceso tiene desde luego importancia propia pero, al mismo tiempo y contemplado desde otros países con fenónemos secesionistas, adquiere un valor añadido muy especial.
Comenzando la reflexión por la relevancia objetiva que tiene el caso per se, serían al menos cuatro los motivos que justifican tanto interés. Los dos primeros son obvios y se refieren a la doble cara de la misma moneda: por un lado, el posible alumbramiento de un nuevo Estado con todo lo que eso supone y, por el otro, el consecuente impacto de esa escisión en el país matriz que la sufre. Es verdad que, dicho así, el fenómeno no sería tan novedoso (ha habido decenas de secesiones recientes y, por ejemplo, hace solo tres años que Sudán del Sur se escindió de Sudán sin atraer excesiva atención). Pero sucede que este caso tiene circunstancias muy excepcionales. Escocia no sólo sería el primer Estado que nace en Europa occidental desde hace medio siglo, sino seguramente un caso inédito en toda la historia contemporánea fuera de contextos coloniales, bélicos o post-autoritarios.
Por su parte, Reino Unido no solo sería la primera democracia consolidada y descentralizada que sufre una amputación territorial en los tiempos recientes, sino que además lo habría hecho insólitamente en contra de su voluntad y, al tiempo, a través de un procedimiento pacífico y aceptado (se mencionan a veces las rupturas de Noruega en 1905 e Islandia en 1944 con, respectivamente, la corona sueca y danesa pero se trata de precedentes más que discutibles).
Los otros dos motivos por los que la votación escocesa suscita, en sí misma, tanta expectación, son algo más específicos pero igualmente apasionantes: el impacto que tendría la posible independencia sobre las relaciones internacionales y sobre la integración Europea. En efecto, tal vez no se haya subrayado suficientemente la eventualidad de que una de las cinco o seis principales potencias mundiales actuales (medido en términos diplomáticos, de seguridad, económicos, de cooperación o de poder blando en general) vea repentinamente deteriorada su presencia e influencia en la globalización; lo que explica el nerviosismo con que Estados Unidos y la OTAN, Australia o Canadá y la Commonwealth, e incluso China y los emergentes aguardan el veredicto de las urnas.
Por último, y por lo que se refiere a la UE, es evidente que un triunfo del Sí provocaría muchos quebraderos de cabeza en Bruselas, relativos tanto al complejísimo proceso que se abriría para la readhesión de Escocia, como al potencial efecto negativo en el debate abierto sobre una futura retirada británica de la Unión.
Todo lo anterior lleva a concluir que, incluso si Escocia fuera realmente un caso único y no existieran en el mundo otros nacionalismos periféricos, la votación de hoy sería merecedora de enorme atención. Pero, en efecto, sucede que a todo lo anterior se suma el interés que despierta en otros contextos con movimientos independentistas. Flandes, País Vasco, y la Padania o ciertas regiones septentrionales italianas son solo algunos de los territorios europeos en donde el resultado puede tener consecuencias. Pero es sin duda en Cataluña, y de forma paralela en el conjunto de España, donde la votación escocesa tendrá un mayor impacto. Pase lo que pase, habrá una lectura catalana del desenlace.
Si gana el No, el gobierno central y los detractores del soberanismo respirarán aliviados. Salmond ha prometido que, en ese caso, no se volverá a plantear de nuevo la independencia hasta dentro de una generación o, incluso, puede que de forma indefinida. Por tanto, con Escocia fuera de escena (combinado con un bloque quebequés en horas bajas y el fuerte rechazo existente a los separatismos de Crimea y otras zonas de Europa oriental), el ‘procés’ quedaría más solo, perdiendo empuje interno y visibilidad exterior. No obstante, es evidente que incluso en esas circunstancias, los líderes nacionalistas catalanes tratarán de seguir subrayando su potentísima narrativa del “derecho a decidir”. Desde septiembre de 2012, cuando las circunstancias se aliaron en el proceso soberanista para hacer coincidir su arranque con el Acuerdo de Edimburgo en el que Cameron permitía el referéndum, desde la Generalitat no se ha dejado de subrayar el supuesto contraste entre un Londres demócrata y respetuoso con la plurinacionalidad y un Madrid rígido y legalista. Es decir, el relato que intentaría proyectar el catalanismo no sería de fracaso (aunque objetivamente así fuera en gran medida) sino de reivindicación del precedente de haber votado.
Pero en el caso de que gane el Sí, el referente escocés también tendría lecturas contradictorias para defensores y contrarios al proceso. Es obvio que éste recibiría un regalo extraordinario si arrancara a partir de mañana un proceso pacífico y acordado de creación de un nuevo Estado europeo. Pero, en ese caso, también se suscitarían algunos interrogantes serios para la causa independentista. Para empezar, el fracaso de la arriesgada apuesta de Cameron debilitaría mucho la idea aparentemente convincente de que permitir la consulta podría ser una vía de reconocimiento suficiente a las demandas catalanas y, que una vez aceptado ese derecho, vencerían los partidarios de no romper con España. Por otro lado, la consumación de la independencia de Escocia se recibiría con tanto malestar en la UE y la comunidad internacional, que permitiría reivindicar la denunciada inflexibilidad del gobierno español como más responsable a nivel global y más propicia para preservar la supervivencia de las democracias plurales. E incluso desde una lectura puramente democrática, el triunfo coyuntural del Sí, después de dos años con el No por delante en los sondeos y en un contexto en el que la opción mayoritaria de los escoceses pasaba por más autonomía, cuestionaría el referéndum como instrumento idóneo para resolver los problemas territoriales en contextos complejos y la convivencia entre identidades nacionales múltiples.