Ucrania: nuevo parlamento, viejos problemas
Artículo en colaboración con Eurasianet.es
El análisis de las elecciones parlamentarias celebradas en Ucrania el 26 de octubre ofrece resultados muy dispares, dependiendo de la perspectiva que se adopte. Por un lado, los que interpretan la competencia política dentro de ese país en clave ideológica —pugna por el acercamiento a los valores representados por la UE— consideran que los ciudadanos han decidido apoyar claramente estas reformas. El triunfo de las opciones consideradas “proeuropeas” es, en efecto, incontestable: los tres primeros partidos, el Frente Popular del primer ministro Arseniy Yatseniuk, el Bloque Poroshenko del actual presidente y el partido Autoayuda del alcalde de Lviv, suman más del 50% de los votos.
Al mismo tiempo, los partidos de extrema derecha nacionalista han quedado fuera de la Rada Suprema al no superar la barrera del 5% en el reparto a nivel nacional; sólo el Partido Radical del populista Oleg Lyashko, conocido por sus detenciones ilegales y malos tratos a supuestos “colaboracionistas” con Rusia, ha entrado con un exiguo 7,4%. No obstante, algunos dirigentes de grupos minoritarios fascistas —como Dmitro Yarosh, del Sector de Derechas, o Andriy Biletskiy, de la Asamblea Social-Nacional y comandante del Batallón Azov— han conseguido un escaño individual, en la otra mitad de la cámara que se elige en distritos por sistema mayoritario.
Sin embargo, estos resultados confirman también la profunda fragmentación territorial y alertan de nuevas crisis de inestabilidad política. El Bloque de Oposición —sucesor del Partido de las Regiones del depuesto presidente Yanukovich— ha obtenido menos del 10%; mientras que el Partido Comunista, con menos del 4%, ni siquiera ha entrado en la Rada. Ambos eran tradicionalmente los representantes de las regiones del este y sur que los rebeldes identifican con “Nueva Rusia”; su caída no se explica por un trasvase del voto hacia los partidos nacionalistas ucranianos o “proeuropeos”, sino por la desvinculación de los votantes respecto a la política nacional y su desconfianza hacia todas las formaciones. Así, la participación en esas regiones ha sido claramente inferior a la del resto, con menos de un 50%. Esta alta abstención es más acentuada en Donetsk y Lugansk, donde sólo acudió a las urnas un 32%; entre otras razones, por ser el escenario del conflicto armado y por haber impedido los separatistas votar en las zonas controladas por ellos.
Cada una de estas perspectivas aporta un enfoque complementario, pero por sí solas son insuficientes para comprender la complejidad de la situación. Y es que, si hay algo que han evidenciado estos comicios, es que el alto grado de desafección con las formaciones políticas y opciones electorales es un fenómeno transversal en el conjunto del país, lejos de ser exclusivo del este y el sur. En un contexto de tanta tensión y polarización política como el actual, la participación en toda Ucrania ha alcanzado un magro 52%, con apenas seis regiones de un total de 26 —en especial, las más identificadas con el nacionalismo ucraniano— llegando al 60%. Sólo el 11% de las personas con derecho a voto ha apoyado al presidente, y sumando todas las opciones electorales “reformistas” y proeuropeas, alcanzan un mero 34% de los ucranianos. Unido esto a la elevada dispersión del voto, no se puede concluir que exista un apoyo tan sólido de la ciudadanía ucraniana a las actuales autoridades.
Esta desafección se explica por el sentimiento muy extendido de decepción ante las promesas incumplidas de regenerar la política, en las que tantas esperanzas se pusieron con el triunfo del Maidán. Un ejemplo son las nuevas leyes de “depuración” de los funcionarios nombrados en la presidencia de Yanukovich, convertidas en su día en una de las principales reivindicaciones de los manifestantes en Kiev, y que se han continuado exigiendo después con nuevas movilizaciones. Pero independientemente de la cuestionable eficacia o legitimidad de estas medidas —posible puerta abierta a venganzas personales y políticas—, muchas de las prácticas corruptas del pasado se mantienen: por ejemplo, en la confección de listas de candidatos a las elecciones, donde empresarios locales financian la campaña del partido a cambio de uno de los primeros puestos, sin otro objetivo que defender sus propios intereses económicos. Un fenómeno que afecta negativamente, como es lógico, a la credibilidad de las instituciones elegidas de esta forma.
La fractura o cleavage más importante no es ya, por tanto, el regional; sino el que se produce entre la ciudadanía y la élite política. Un horizonte de inestabilidad en el que no puede descartarse que salte de nuevo la chispa de los enfrentamientos violentos en las calles, alentada por oportunistas de distinto signo como alternativa a los canales institucionales; más aún, en un contexto de crisis económica y continua degradación de las condiciones de vida, donde los ucranianos están teniendo que asumir un duro programa de ajuste a cambio de la ayuda económica occidental. La apuesta “proeuropea” en las urnas ha estado sin duda condicionada por esta percepción de que el país depende completamente de la UE, la cual es ya el único vecino al que pueden recurrir en busca de apoyo: por ejemplo, recibiendo de ella el suministro de gas que Kiev no puede permitirse comprar directamente a Moscú.
¿Qué consecuencias tendrán los resultados electorales para la guerra en las regiones del Donbass? Las élites actualmente en el poder se han visto respaldadas, tanto en el interior de Ucrania como en el ámbito internacional, como una apuesta por la estabilidad y la seguridad frente a la amenaza de Rusia. Pero si tenemos en cuenta la desafección ciudadana hacia las instituciones y la clase política, así como el previsible descontento con el impacto social de los ajustes económicos, es probable que la gobernabilidad se demuestre más complicada de lo que parecen augurar estas amplias mayorías. En ese contexto, Kiev tendría un claro incentivo para rehuir una solución dialogada que deteriorase aún más su imagen a los ojos de los ciudadanos, apareciendo como débil frente a Rusia. Más aún, en un debate político en el que el discurso nacionalista-patriótico ha sido incorporado por todos los grandes partidos para evitar perder votos frente a los grupos ultranacionalistas minoritarios.
No obstante, el escenario en el Donbass parece ya depender poco de las decisiones que adopte Kiev, para convertirse en un “conflicto congelado” como el de otros territorios del espacio postsoviético. Ucrania no es capaz de recuperar estas regiones militarmente enfrentándose a las tropas rusas; mientras que el Kremlin se limita a mantener el statu quo actual, con las “Repúblicas Populares” de Donetsk y Lugansk separadas de facto del resto del país, pero sin ampliar su extensión o incorporarlas de momento a Rusia. El conflicto armado seguirá siendo así un serio foco de inestabilidad, lo cual, unido a la crisis socioeconómica, las carencias del Estado de Derecho y la desafección ciudadana resultante, nos obliga a moderar el optimismo —quizás excesivo— depositado en ese programa reformista proeuropeo.