En materia de política (exterior) de seguridad, ¿infringe la ley española la Carta de Naciones Unidas?
El pasado seis de septiembre la Casa Blanca publicaba la Declaración conjunta sobre la crisis Siria, acordada en San Petesburgo por once Estados a los que posteriormente se han sumado otros. En ella, se condena enérgicamente las violaciones de derechos humanos y el uso de armas químicas y, tras recordar su apoyo al Consejo de Seguridad, se advierte que la comunidad internacional no puede permitirse que la parálisis de este órgano impida la respuesta a las atrocidades en Siria. Entre los firmantes de la Declaración aparecía el Gobierno español, lo que generó dudas sobre una eventual participación de nuestro país en las operaciones militares. Con posterioridad, el Ministro de Asuntos Exteriores lo ha aclarado en el Senado: España no puede participar en la operación, lo prohíbe la Ley Orgánica de la Defensa Nacional. Esta contundente respuesta merece, sin embargo, algún comentario, a pesar de que a día de hoy la solución a la crisis, afortunadamente, sea diplomática.
La mayoría de las Constituciones modernas han optado por considerar la guerra como una de las decisiones más graves que se pueden adoptar, entendiendo que un solo poder del Estado no debería tener la capacidad de ordenarla y dividiendo semejante resolución entre diferentes órganos constitucionales cuyas voluntades deben concurrir al proceso decisorio. En la Constitución española se ha conferido al Gobierno la dirección de la política exterior, a las Cortes Generales el control de la acción del Gobierno y al Rey la declaración formal de guerra, una vez autorizado por las Cortes; más recientemente, la Ley Orgánica de la Defensa Nacional ha sometido la mayor parte de las misiones de las Fuerzas Armadas en el exterior a la autorización del Congreso. Esta distribución de competencias es un tanto diferente en el caso de los grandes promotores de la intervención, Francia y Estados Unidos. En ambos supuestos los poderes de los Presidentes son más amplios y podrían ordenar la acción militar unilateralmente, al menos durante 60 días en Estados Unidos y 90 en Francia, tras los cuales deberían recabar autorización del legislativo; no obstante, la práctica parlamentaria ha implicado que el Ejecutivo voluntariamente obtenga el respaldo o la aprobación de las Cámaras para sustentar democráticamente su decisión y garantizarse apoyos políticos en el plano interno.
La Ley Orgánica de la Defensa Nacional ha contribuido a solucionar los problemas planteados por la evolución de los usos de la fuerza en el plano internacional y nacional. Tradicionalmente, el poder exterior se consideró un atributo propio del ejecutivo, en el que el Estado actuaba libre de las constricciones jurídicas que el estado de derecho le imponía en el plano interno. Además, la guerra era un medio legítimo de hacer política internacional, pero, al prohibirla la Carta de las Naciones Unidas, el número de guerras ha descendido en los países democráticos, cuya participación, generalmente, en los conflictos internacionales se ha realizado a menor intensidad. En este contexto, la Ley Orgánica de la Defensa Nacional ha regulado los usos de la fuerza actuales que, no alcanzando el carácter de guerra, sin embargo tienen la suficiente relevancia política como para que los órganos legislativos hayan buscado someterlos al control democrático. Así ha aparecido, no sin dificultad, el artículo 17 de la Ley, que somete las operaciones de las fuerzas armadas en el exterior a la autorización del Congreso, exigiendo además ciertas condiciones en su artículo 19.
Es respecto de estos requisitos que el Ministro de Asuntos Exteriores ha recordado que la Ley “circunscribe la participación militar de España en el extranjero a que lo autorice el Gobierno del país o a que se dé un mandato de Naciones Unidas, de la OTAN o de la Unión Europea, supuestos que no se producen en este caso”. El Ministro se ha centrado sólo en algunas de las condiciones previstas en la Ley, omitiendo otras. En efecto, la Ley exige que la operación tenga fines humanitarios, defensivos o de mantenimiento o restablecimiento de la paz; al respecto, aunque ha habido quien considera que hay un deber moral y humanitario de proteger a las víctimas del conflicto mediante una operación militar, la experiencia de Kosovo y, en cierta medida, Irak y Afganistán, demuestra que las operaciones de represalia armada, efectuadas a gran altitud o distancia, no suelen ser especialmente precisas, arrojando un saldo muy negativo de víctimas civiles, es decir, incurren en la contradicción de proteger a las víctimas incrementando su número. También exige el artículo 19 que las operaciones respeten los principios de las Naciones Unidas y los tratados de los que España es parte, lo que no se daría, pues el orden de Naciones Unidas fija como uno de sus principios estructurales la prohibición del uso de la fuerza, justo el que la intervención vulneraría si no contara con el aval del Consejo de Seguridad; aunque tal vez este requisito tenga otra interpretación posible, como veremos.
Si nos centramos ahora en la condición a la que se refiere el Ministro, la autorización del Consejo de Seguridad, de la OTAN o la UE, ciertamente se invoca lo establecido en la Ley, lo que ocurre es que la Ley se redactó con una oscuridad calculada que hace parecer que las tres organizaciones están en pie de igualdad. La ambigüedad de la Ley pretende equiparar estas organizaciones y hacerse eco del Nuevo Concepto Estratégico de la OTAN de 1999, que sirvió para dar carta de naturaleza a las operaciones fuera de zona y al uso de la fuerza al margen de Naciones Unidas. Sin embargo, los efectos de la Ley, cuyo artículo 19 se pactó por los Grupos parlamentarios que habían respaldado la acción militar en Kosovo, se quedan en juegos retóricos, dado que no se ajusta a la Carta de Naciones Unidas, puesto que la autorización del uso de la fuerza es un monopolio del Consejo de Seguridad, no siendo posible equiparar a OTAN y UE con la ONU.
En efecto, en la elaboración de la Carta de San Francisco este punto había quedado muy claro, las Naciones Unidas debían ser una organización efectiva que evitara los males que hicieron fracasar a la Sociedad de Naciones, para ello debía darse una condición básica: ningún Estado podía utilizar la guerra como instrumento político, como corolario, la Carta impondría a los Estados la obligación de arreglar sus controversias por medios pacíficos y, cuando por sí mismos no pudieran hacerlo, el Consejo de Seguridad se convertía en el garante de que la crisis no escalaría a los niveles de las dos guerras mundiales previas, ¿cómo? Con los poderes de los Capítulos VI y VII, siendo el único agente de la comunidad internacional legitimado para utilizar la fuerza con un único fin: preservar la paz y seguridad internacionales. Pero la Carta fue más allá, por petición de la URSS se incluyó el derecho de veto para impedir que un Consejo de Seguridad dominado por Estados capitalistas convirtiera la Organización en un instrumento para imponer la voluntad de éstos. Sólo cuando hay acuerdo de los cinco grandes puede el Consejo ordenar el uso de la fuerza. Este rasgo, aunque a veces exasperante e injusto, tiene la virtud de impedir que la ONU se convierta en un directorio de pocos sobre todos y, en ocasiones como en Siria, ha potenciado las salidas negociadas a las crisis internacionales. No obstante, en la actualidad no tiene sentido que se mantenga este sistema en los términos pactados en 1945 y que los propios Estados miembros de Naciones Unidas acordaron revisar: derecho de veto sí, pero diferente.
Volviendo al artículo 19.c), éste parece impedir la participación en una operación en la que se vulnere la competencia exclusiva del Consejo de Seguridad, pues exige que se respeten los principios de las Naciones Unidas, pero esta interpretación unívoca se pone en duda si atendemos de nuevo a la práctica parlamentaria. La intervención en Kosovo se justificó sobre la base de los principios de Naciones Unidas: invocando los principios se aparcó la norma concreta que recoge la competencia exclusiva del Consejo de Seguridad para autorizar el uso de la fuerza. Por esta razón, el artículo 19.c) puede utilizarse de manera ambivalente, una lectura conforme con el Derecho internacional debería dejar claro que no pueden autorizarse estas operaciones sin Naciones Unidas; una lectura que rescatara la excepción de Kosovo podría utilizar esta referencia a los principios de la Carta para excluir su tenor literal y justificar una violación del Derecho internacional.
Por tanto, la respuesta del Ministro debe matizarse: España no puede participar en una intervención mientras no lo autorice el Consejo de Seguridad, porque lo prohíben la Ley Orgánica de la Defensa Nacional y el Derecho internacional. Con todo, es tranquilizador que el ministro asuma que España no podría intervenir en la primera ocasión en que se ha planteado este tipo de operación ilegal tras la entrada en vigor de la Ley. También lo es que en el momento presente el arsenal químico de Siria vaya a ser desmantelado, esperemos, como primer paso hacia una solución diplomática, pacífica y justa.