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El empujón
Una de las mejores cosas que me han traído las proyecciones de mi último documental por distintos puntos de la geografía española ha sido poder conocer de primera mano el trabajo de personas valiosas que levantan mi esperanza en la sociedad.
Hace unos días acudí a La Rinconada, una localidad sevillana donde la cultura y la igualdad son tomadas en serio. Esto ya me hace casi levitar. Allí me encuentro con Mar Romero, consultora y formadora en género e intervención social.
Mientras tomamos un café, Mar me habla de su trabajo en centros escolares y me explica que las niñas desde muy pequeñas reconocen perfectamente su incomodidad ante ciertos comportamientos y violencias, pero aprenden a normalizarlas. Me cuenta cómo expresan su rabia cuando, bajando las escaleras para ir al recreo, sus compañeros las empujan para que se aparten. Ellas aprenden a echarse a los lados para no recibir estos empujones. Incluso, algunos profesores sin ser conscientes de lo que esto significa y con su mejor intención, les dicen “vosotras quedaos a los laditos, que los niños salen como locos y os empujan”. Y así aprenden a que ese es su lugar, el de los laditos, donde no molestan.
Entonces, en ese momento, como por arte de magia, se desbloquea un recuerdo de mi mente y vuelve a aparecer dentro de mí con claridad. El empujón
Entonces, en ese momento, como por arte de magia, se desbloquea un recuerdo de mi mente y vuelve a aparecer dentro de mí con claridad. El empujón. Lo siento en mi espalda, siento el golpe brusco que me dice que me aparte, que el espacio no es mío, que no me pertenece, que soy un estorbo. Vuelvo a ser una niña en las escaleras del cole, y la sensación es la misma de entonces, pero ahora, gracias a que Mar me lo acaba de contar y a todos mis años de toma de conciencia feminista, sé identificarlo. Sin embargo, duele igual.
Me doy cuenta entonces de cómo desde pequeñas hemos asimilado y normalizado que los espacios no son nuestros.
En los últimos años, numerosos estudios e informes elaborados por educadores y urbanistas han determinado que la desigualdad se hace evidente en los patios de colegio. Mientras que el espacio más grande (en torno a un 80%) y central del patio está ocupado por los niños jugando al futbol, las niñas se quedan con las esquinas y las orillas del mismo para desarrollar sus juegos. Por esta razón, algunos centros escolares han llevado a cabo proyectos para convertir los patios en espacios más igualitarios.
Mi desbloqueo de este recuerdo coincide con dos acontecimientos. Uno, la lectura del magnífico libro de Anna Mª Iglesia, La revolución de las flâneuses, un ensayo que explora la relación histórica de las mujeres con la ciudad, con un espacio urbano que es una plasmación del orden social y en el que las mujeres siempre estuvimos excluidas. La autora expone, con absoluta brillantez, cómo al mismo tiempo que la figura del flâneur, ese paseante testigo de la ciudad asociado a la figura del artista moderno, es reivindicada y convertida en icono cultural, sus homónimas femeninas, las flâneuses fueron expulsadas de este ejercicio. La sospecha, la burla, los convencionalismos sociales, incluso las leyes, no permitieron a las mujeres ser paseantes libres ni, por lo tanto, usuarias de sus propias ciudades.
La segunda, es la Semana Santa sevillana con su cantidad de gente en la calle. No tengo problema con esto, me gusta ver la ciudad tan viva. Pero entonces, ya que estoy al quite, me doy cuenta en cada bulla de la cantidad de hombres que invaden mi espacio físico como diciéndome “quítate”. Decido hacer frente a mi reflejo natural de apartarme, intento resistirme como acto feminista, no sin cierto miedo porque soy consciente de que la mayoría me sacan tres cabezas y podrían tirarme al suelo de un soplido.
Voy pensando en esto y tomando notas mientras estoy en el autobús; la que me va a caer con este tema, pienso.
Un chico se ha sentado a mi lado. Mientras yo ocupo mi asiento y el espacio que me corresponde, me cuesta apuntar en el cuaderno, porque él ocupa el suyo y parte del mío
Un chico se ha sentado a mi lado. Mientras yo ocupo mi asiento y el espacio que me corresponde, me cuesta apuntar en el cuaderno, porque él ocupa el suyo y parte del mío. Esto, que ahora se está manifestando con todo el cuerpo y no solo con las piernas, es el famoso “manspreading”, al que alguna vez en broma he llamado “espatarring”. Confieso que yo también me lo tomé un poco a guasa y que no le di importancia en su momento, incluso pensé que nos estábamos pasando de tiquismiquis. Pero gracias, conciencia feminista, gracias escritoras, divulgadoras, formadoras por hacerme consciente de que algo que vulnera mi derecho al espacio físico no es ninguna tontería.
Miro al chico, me pongo firme, mi postura corporal dice que no me pienso amedrentar. Ese banco del autobús es mío. Este barco es Inglaterra (soy muy fan de Master & Commander, sí). Aguantaré los empujones, seré un obstáculo que dice que la calle también es mía. Seré una paseante incómoda. Porque una mujer que reclama su sitio es una mujer con voz. Y a mí ya nadie me la quita.
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