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El miedo en la distancia
Tres mercenarios armados con kalashnikov irrumpen en la redacción del semanario satírico francés Charlie Hebdo y asesinan a una docena de personas antes de que el sol llegue al mediodía de París.
Los verdugos demuestran la frialdad de unos profesionales de la muerte, quizás de unos profesionales de demasiadas guerras, y Europa se pone en alerta en previsión de más réplicas de este seísmo de terror. Máxima vigilancia en los aeropuertos, en las estaciones de trenes y en los edificios públicos.
No sólo es la fotografía del horror en el distrito 11 de París. Es el relato del miedo que se instala otra vez entre todos nosotros.
Las imágenes del horror nos martillean en las webs y en las televisiones y nos dejan sin capacidad de reacción, tal vez porque tendemos a pensar que ya no volverá a ocurrir lo mismo y sin embargo ocurre.
Y es tal y como recordamos. La misma pesadilla de Madrid en 2004, de Londres un año después o de Nueva York en 2001. La misma sinrazón y el mismo fanatismo insoportable.
Quienes han muerto ahora han cometido el puñetero pecado de ejercer la libertad sin miedo. O pese a él. Caricaturizaron a Mahoma, alguien decidió que tenían que pagar con sus vidas por ello y alguien ha decidido ahora ejecutar esa orden.
Nos asaltan los adjetivos estremecidos. Consternación. Horror. Rabia. Y también miedo. El miedo al fanatismo y el miedo a la intolerancia. Da igual cuál sea su apellido. Da igual que ésta sea religiosa, política o de lo que sea.
Es un miedo en la distancia. Nos indignamos y lanzamos un tuit de repulsa desde la tablet, el móvil o el portátil, pero no tenemos que vivir con escoltas ni mirar debajo del coche por si alguien nos ha puesto dinamita junto al depósito de la gasolina. Nos horrorizamos con las degollaciones, pero luego cambiamos de canal en la televisión hasta el siguiente asesinato.
Desde nuestra perplejidad y nuestra impotencia, reclamamos una respuesta enérgica. Sin venganzas ni criminalizaciones, pero enérgica y firme. Y por ello, sobran de una parte las demonizaciones colectivas a las que estamos asistiendo y sobra también, por otra parte, ese buenismo absurdo de querer comprender las razones por las que unos tipos degollan a otros o les meten un tiro para rematarlos en el suelo.
Esto que acaba de ocurrir en París es un acto de barbarie, y a la barbarie se la combate desde la ley y desde el Estado de Derecho.
Por eso, en este terrible caso, lo que tenemos que desear antes que nada es que cojan cuanto antes a todos los malnacidos que han asesinado a los periodistas y a los policías de París, que los juzguen y que estos terroristas se terminen dando cuenta de que en vez de ir al paraíso van a dar con sus huesos en la cárcel de un país democrático para purgar un crimen para el que no puede haber ni perdón ni olvido.
No hay mucho más, aunque nos duela tanto.
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