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La muerte de la indignación
José Manuel Caballero Bonald estaba indignado desde que nació. Eso respondió, diez años atrás, cuando el 15-M aventaba aires del 68 y de la transición sobre el desván con olor a cerrado en que se había convertido, para los buscadores de sueños sostenibles, la ya no tan joven democracia española.
En cierta medida, no extraña que el autor de “Agata, ojo de gato”, de “Diario de la Argónida” o el tan sorpresivo, por su contenido, “Manual de infractores”, haya decidido entregar la cuchara cuando se cumple el décimo aniversario de aquel órdago cívico a la corrupción y a la desesperanza, a un planeta y un país concebidos como un formidable mercado persa global.
Caballero Bonald era de este mundo pero quizá no era ya de este momento histórico. O, mejor dicho, ya no íbamos a poder ser el tiempo que nos quedara. A lo largo de sus 94 años de vida, había cruzado la historia española, dejándose salpicar por todos sus acontecimientos. Sin llegar a ser el pirata de Salgari o los avezados marineros de Stevenson, Conrad o London, vivió con intensidad un siglo que obedeció estrictamente a la antigua maldición china: “Ojalá vivas años interesantes”.
La guerra, la represión, el autoexilio, el retorno, la censura, la cárcel y las banderas y pancartas de Mariana Pineda ondeando al aire libre contra los emblemas del totalitarismo, viniera de donde viniese. Eso fue Caballero Bonald y, en gran medida, eso fue el 15-M.
Al escritor le sobrevive su obra: un largo caudal de fábulas y escalofríos, emociones intensas y palabras como dardos precisos en el centro de la diana de la razón y el corazón. ¿Qué sobrevive, sin embargo, del 15-M, de aquellas acampadas, de las asambleas interminables empapadas de una épica cívica que se ha vuelto a diluir como lágrimas en la lluvia con el paso del tiempo?
Lo que pudo desembocar en un refuerzo inédito de la sociedad civil, se convirtió en apóstoles dispersos, en víctimas propiciatorias de un nuevo desencanto y en la aparición progresiva de nuevas formaciones políticas.
Los indignados vociferaban con justo enojo contra lo partidos tradicionales y contra un Gobierno, el de José Luis Rodríguez Zapatero, el más progresista hasta entonces de toda la historia pero en cuyo último año de vida política malbarató sus logros rindiéndose en Breda ante las tropas del Ecofin, de la crisis de Lemon Brothers y de los cuatro jinetes del apocalipsis neoliberal. Sin embargo, lo que pudo desembocar en un refuerzo inédito de la sociedad civil, de la resiliencia al margen de unas instituciones miopes que habían dejado de hablar en gran medida el mismo idioma que sus administrados, se convirtió en apóstoles dispersos, en víctimas propiciatorias de un nuevo desencanto y en la aparición progresiva de nuevas formaciones políticas. Una de ellas, Podemos, fue hija directa de aquellos días de acampada y rosas, un flamante flower power cargado de buenas ideas y de estupendas intenciones, con un cierto no se qué de adanismo y con una desmedida confianza en que el ser humano todavía fuera capaz de cambiar la vida y cambiar la historia.
La realidad fue tozuda y, hasta ahora, no parece que haya demasiado éxito a la hora de transformarla. Dicho partido político, al menos, intentó intentarlo, aunque quizá se dieran de bruces no sólo con la soberbia que los coches oficiales casi siempre imprimen a sus dirigentes, sino con la vieja convicción de José Saramago de que en el momento en que concurre el mayor número de democracias formales de todos los tiempos, también apreciamos que el poder real lo ejercen en realidad las grandes corporaciones financieras, los bancos cada vez más avaros y otras altas instancias de la pasta gansa, cuyos consejos de administración no son elegidos aún por sufragio universal.
Diez años después del 15-M, parece que Batman ha muerto y que el Joker se reproduce en distintas siglas desde el laboratorio de la FAES. Ciudadanos y Vox, en cierta medida, son algunos de los spin-off antípodas de aquel quejío colectivo, aquella bronca pacífica, aquella reflexión en voz alta ante una mayoría ciudadana que siempre hizo oídos sordos a lo que estaba ocurriendo.
Los desperados del 15-M, los nuevos descamisados, volvieron en el mejor de los casos a la rutina de una resistencia digna pero incapaz de influir decisivamente en los cambios que muchos creíamos necesarios. Otros, quizá los más, nos refugiamos en la clandestinidad de las teleseries, en clases de reguetón o en intentar salvarnos a nosotros mismos de una formidable conjura de los necios.
Caballeron Bonald, ante todo eso, no tenía ya demasiado que hacer: y él, que había conocido el miedo en su casa de la posguerra, las leyendas familiares de Camagüey, las probetas del vino, las tertulias de Bogotá con García Márquez y de La Habana con Alejo Carpentier, las correrías entre la célula y la taberna en aquel largo tiempo de silencio español, ya no entendía demasiado a los pobladores de un lugar que ya no tenía la magia de La Argónida ni el misterio de la casa del padre.
El nunca fue de buen conformar, pero tampoco era como cualquiera de esos agitadores de los platós de la telebasura que han quemado el arte del debate con la tea del chillerío sin sustancia. El era de los de Marcelino Camacho, de los de dar dos pasos adelante y uno atrás si fuera necesario. Caballero Bonald no se atrincheraba en su torre de marfil, sino que también fue siempre capaz de alcanzar un pacto consigo mismo que no le convirtiese en un resentido. Cuando su amiga María Ángeles Carrasco, entonces directora del Instituto Andaluz de Flamenco, le pidió que apoyara la candidatura de dicho arte como patrimonio inmaterial de la humanidad, no lo hizo, pero tampoco se pronunció en contra: “No me gusta que el flamenco se institucionalice –creo que le dijo--, pero tampoco creo que lo de la Unesco le haga daño”.
Ojalá quienes creyeron en el 15-M inventen otra fecha. Otro punto en el horizonte, por muy lejano que sea, en el que fijar el rumbo para que, más temprano que tarde, la libertad, la igualdad y la fraternidad vuelvan a cruzar las grandes alamedas
Quizá lo que le sobrase a aquel 15-M, ahora que se cumple su décimo aniversario, fueran alaridos y le faltasen los sonidos del silencio, los del trabajo diario, pedagógico y cómplice, que fuera capaz de sumar y de multiplicar, en lugar de restar y dividir. Sobre todo, teniendo en cuenta, que la involución total es inviable porque hay que llevar a los niños al colegio y pagar la hipoteca a fin de mes. Lo que no impide que la historia reciente se convierta en un puñado de involuciones de baja intensidad, que terminan siendo de mucha. También la revolución suele ser imposible porque mancha la moqueta. Eso no lo dijo Caballero Bonald, sino Jean Paul Sartre, que era otro indignado de toda la vida y que también decidió morirse cuando supo que debajo de los adoquines no estaba necesariamente la playa.
Ojalá que quienes creyeron en el 15-M no decidan seguir sus pasos e inventen otra fecha. Otro punto en el horizonte, por muy lejano que sea, en el que fijar el rumbo para que, más temprano que tarde, la libertad, la igualdad y la fraternidad vuelvan a cruzar las grandes alamedas. Seguro que entonces volveremos a oír la voz de acento raro de Caballero Bonald, afirmando que “si abro la ventana y me asomo a la realidad, siempre sospecho que algo va a explotar de pronto. No ya por las corrupciones y el mal gobierno, sino por la propia situación de la Historia contemporánea. Creo que estamos al final de un ciclo histórico que llevará a otra esperanza”. “Yo escribo contra la degradación de la Historia, contra el gregarismo y la sumisión generalizada”, aseguró por entonces. Y añadió: “La duda es lo que te hace seguir viviendo”. Como solían acusarle de barroco, lo explicó más claramente: “El que no duda es un imbécil”. Seguro que no lo son quienes urdieron el 15-M y quienes quieran urdirlo otra vez. La utopía siempre es una buena idea. Y los sueños de aquellos días y los libros de Caballero están escritos de su puño y letra. Ni en unos ni en otros la indignación ha muerto.
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