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Sagrado e intocable
Es muy reciente. Una nueva iniciativa parlamentaria ha pretendido sin éxito modernizar el status de inviolabilidad del jefe del Estado, el rey, y el aforamiento de su padre, antes rey. ¿Serán sagrados?
Terminamos una Semana Santa sin apenas olores ni sonidos pero sacra en los sentires de creyentes y aficionados. Me dio pie y miré el diccionario. Y me fui a lo sagrado, porque en este país el rey es lo que parece. En su primera entrada dice: “Digno de veneración por su carácter divino o por estar relacionado con la divinidad”. Eso creían en la antigüedad pensadores y teólogos de los reyes.
Pero, ¿es sagrado el rey? Porque se lo escuché a un parroquiano torrijero en estos días sacros. Es sagrado y punto, y así acabó la conversación. ¿No basta la hiperprotección penal, civil, simbólica, tributaria, judicial, política, mediática? La repuesta correcta es no, en este país se va más allá y, en ese sentido, no hemos avanzado nada desde que llegaron los Borbones a pesar de la muy cacareada monarquía constitucional y de los compromisos con el Derecho internacional incorporados a nuestro acervo constitucional.
Este año apenas ha habido postureo con la celebración de la Constitución de Cádiz de 1812, tal vez porque han notado en la corte que aquella malograda Carta Magna se proclamó en nombre de Fernando VII y fue este mismo Borbón el que acabaría con ella apenas dos años después; por medio, otra guerra, pelea de padre e hijo, la venta de sus derechos dinásticos a Napoleón por su padre Carlos IV, un emérito, refugiado en Roma y sufragado por las arcas públicas. En su artículo 168 dice: “La persona del rey es sagrada e inviolable... Así, la de 1837, 1845; la de 1869 eliminó el carácter sagrado; la de 1876, restauró el principio sacro. Llegados a la de 1978, quedó en inviolable, pero ¿hasta dónde? ¿hasta lo sagrado?
La virtud de esta dinastía desde que llegara tras la Guerra de Sucesión siempre ha consistido en agotar a sus rivales, a la modernidad, destruir todo intento de una España distinta con el apoyo de unos poderes económicos y élites privilegiadas, la Iglesia
Desde La Pepa , todas las Constituciones monárquicas han insistido en lo mismo, con la excepción de la de 1869. En todo este tiempo ha habido guerras carlistas, civiles, coloniales, pérdidas territoriales, intentos de modernidad, cambio breve de dinastía, corrupción, repúblicas malogradas, pero en torno a todo conspira la firme determinación de mantener a los Borbones en la Corona. Amadeo de Saboya, rey electo por el Parlamento, se fue con un sonoro portazo. No merecía la pena. Alfonso XIII también descansó en un emérito destino después de su fuga, a pesar de que Franco ganó la guerra. Antes había mandado guerrear, se había corrompido, dado algún golpe de Estado y apoyado otro, varias dictaduras. Por cansar, Juan Carlos cansó a su padre, el conde de Barcelona, legítimo heredero a la Corona, que no fue emérito, con el nombre de Juan III, hasta que descansó en su tumba.
La virtud de esta dinastía desde que llegaran tras la Guerra de Sucesión siempre ha consistido en agotar a sus rivales, a la modernidad, destruir todo intento de una España distinta con el apoyo de unos poderes económicos y élites privilegiadas, la Iglesia, y un ejército que se caracteriza por haber ganado más batallas contra los españoles que contra el enemigo exterior. Reinan por jartibles y porque han inoculado en las gentes una cultura que consiste en afirmar que sin los Borbones España no es viable.
Repasen ustedes la historia si les apetece. Es apasionante y peligrosa, por eso comprendo que se haga mutis y practique la amnesia política. Si no, bastaría leer la Constitución y nuestros compromisos internacionales, la Ley Orgánica 16/2015 del 27 de octubre, sobre privilegios e inmunidades...
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