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La contaminación minera en Andalucía Occidental
Desde la ribera oeste del Guadalquivir hasta el Guadiana discurre la Faja Pirítica ibérica, que así llaman las compañías e ingenieros de minas a Andalucía Occidental, señalando ya en el nombre lo que significa para ellos esta tierra. Su subsuelo tiene abundancia de sulfuros polimetálicos, una especie de tortilla mineral cuya base es azufre, con variada proporción de metales y metaloides. El área ha sido objeto de extracción minera desde el inicio de la Edad de los Metales, si bien la deuda ecológica de la etapa industrial (desde 1840 aprox.) es exponencialmente superior.
Algunos metales son necesarios para la vida, pero a niveles ínfimos que, sobrepasados, se convierten en tóxicos. Por ello, la contaminación por metales pesados es de gravedad extrema, pues no son biodegradables y en condiciones ambientales favorables se diluyen con facilidad y son biodisponibles, transmitiéndose por la cadena trófica y ocasionando la biomagnificación en los últimos niveles, donde está la especie humana.
Desde la mitad del siglo XIX hasta hoy la contaminación minera se ha extendido por extensas zonas entre el Guadalquivir y el Guadiana, y afecta de manera persistente a nuestros ríos, no solo el Tinto y el Odiel, sino también con distinta intensidad al resto de arterias hídricas: Rivera de Huelva, Guadiamar y Chanza. Como no cabría siquiera un panorama esquemático de la dimensión del daño ecológico causado por la minería en estos ríos, bastarán, a título ilustrativo, algunos datos de la contaminación minera del río Guadiamar:
Comienza a recibir aportes ácidos y metálicos desde el nacimiento de su afluente principal, el Agrio, en las minas abandonadas de El Castillo de las Guardas (terrenos aprovechados hoy como una reserva de animales para uso turístico). La contaminación hídrica causada por esta mina fue tan grave ya a mediados del siglo XIX que movilizó a la población de Aznalcóllar y llevó a su ayuntamiento en pleno en 1847 a exigir al gobernador civil de Sevilla que la paralizase, pues las aguas bajaban “vitriólicas” y los vecinos no podían beber en las fuentes ni el ganado en el río y los abrevaderos, como se relata en el caso Derrame de minas y salud pública: Aznalcóllar (1847-1850). Pero las minas no se pararon sino que, además, algunas décadas después llegó la gran minería a la propia Aznalcóllar, que tras un siglo de actividad y la construcción de una balsa de lodos en los años setenta del siglo XX, concluye el siglo con el desastre ambiental de su rotura de la balsa (1998) vertiendo al río seis millones de hectómetros cúbicos de lodos, causando el envenenamiento letal de los cauces medio y bajo y sus llanuras, hasta las inmediaciones del Parque Nacional de Doñana. Hoy, 25 años después del derrame, entre Aznalcóllar y el Parque Nacional, en unos 60 kilómetros sigue estando prohibido sembrar, pescar, cazar, recolectar y pastar, por la persistencia de venenos mineros, aunque, cínicamente, las autoridades lo hayan bautizado como Corredor Verde del Guadiamar.
¡Y ahora, las autoridades andaluzas presumen de que la minería vuelve a Aznalcóllar, para lo que habrá que vaciar la corta Los Frailes y verter sus seis hectómetros de agua mortal, tras hipotética depuración, al Guadalquivir! ¡Y no satisfechas, autorizan exploraciones mineras en otros puntos ribereños del ya castigado Guadiamar, como son los proyectos Salomé y Romana! Ello, al tiempo que proyectan recuperar el antiguo cauce del río en su tramo bajo, para que vuelva a entrar en las marismas de Doñana, a donde llegarán las aguas, ya no solo transportando los lixiviados de la mina de El Castillo de las Guardas y Aznalcóllar, sino de Salomé y La Romana, si son autorizadas. Aun si no ocurren accidentes, tal emisión de contaminantes persistentes en el río suponen condenarlo a muerte a medio plazo, con el consecuente daño a Doñana.
Esto solo refiere al Guadiamar, pero es suficiente para ilustrar que Andalucía Occidental es, actualmente, sin contar los megaproyectos en ciernes, una de las regiones del mundo con mayor acumulación de residuos de minería de sulfuros, con una afectación gravísima a muchos de sus ríos, hasta superar muchos de ellos las concentraciones de metales que establece la Directiva Marco del Agua.
¿Hasta cuándo sus aguas van a ser legalmente potables?, y, dado que son bioacumulables, ¿qué sucede con la ingestión permanente de dosis bajas de estos contaminantes por la población, los animales y vegetales que beben de ellos?
Esta situación calamitosa –por más normalizada o consentida que esté–, se traslada a los embalses que almacenan el agua con la que tenemos que vivir. Un libro reciente (Olías et al 2023) ofrece datos muy reveladores sobre algunos de estos embalses. Unos no están afectados –hasta hoy– por esta grave contaminación (Aracena, Zufre, Jarrama, Corumbel), otros han ido envenenándose hasta su estado mortífero actual, como El Sancho, y la mayoría presentan grados diversos de afectación por sulfatos y metales diluidos o en sus lodos (Zufre, Minilla, Gergal, Agrio, Olivargas, Tamujoso, Chanza y Andévalo). Los datos oficiales en cuanto al estado de las aguas de estas presas siguen mostrando valores de contaminación inferiores a los límites legales. Pero, atención: siguen recibiendo, avenida tras avenida, mes tras mes, sulfatos y metales disueltos. ¿Hasta cuándo sus aguas van a ser legalmente potables? Y, dado que son bioacumulables, ¿qué sucede con la ingestión permanente de dosis bajas de estos contaminantes por la población, los animales y vegetales que beben de ellos?
Nos fijaremos, aunque someramente, en la contaminación metálica de los dos embalses más grandes de Andalucía Occidental, Chanza y Andévalo, ambos en la cuenca del Chanza. Son vitales para el consumo humano y todas las actividades económicas de buena parte del Andévalo, el Condado, Huelva y la costa. De todos sus afluentes, solo conservan aguas limpias de minería Alcalaboza y Rivera del Aserrador, además del curso alto y medio del propio Chanza, hasta que recibe las aguas del río Trimpancho, convertido en una cloaca letal de residuos mineros. Las riberas Malagón y Albahacar transportan aguas poco afectadas, pero Cobica y Chorrito son cauces extremedamente tóxicos que entran directamente en el embalse Andévalo.
El más elemental sentido de precaución debe llevar a las autoridades a vetar cualquier nuevo proyecto minero en la cuenca del Chanza, que alimenta los dos embalses, y tal exigencia debería ser una petición clamorosa de toda la ciudadanía que habitamos esta tierra. Pero no es así, y en medio de un bochornoso silencio ciudadano, las autoridades, en alevoso papel, otorgan concesiones como Romanera, en pleno centro de la cuenca que abastece a Andévalo; o Valdegrama, en el nacimiento mismo de Alcalaboza, rivera cristalina de increíble riqueza piscícola y faunística desde que nace hasta que desemboca, aportando agua de excelente calidad al Chanza. Es una irresponsabilidad culposa aumentar el riesgo de envenenamiento de esos dos embalses fundamentales con unos tóxicos que permanecen por centurias.
Vayamos ahora a nuestro mar, al Golfo de Cádiz: nuestros ríos, tras atravesar marismas, humedades y estuarios de incalculable valor ecológico y enorme potencial económico, llevan la carga metálica y ácida al Golfo de Cádiz. Como consecuencia, sus aguas tienen mucha mayor proporción de metales diluidos que otras aguas costeras del mundo. El libro antes citado ofrece datos alarmantes: solo los ríos Tinto y Odiel (sin contar lo que está siendo retenido en los embalses mencionados y lo que albergan las gigantes balsas de lodos de Río Tinto) vierten anualmente al mar una media de 100.000 toneladas de sulfatos, 7.000 de hierro, 2.750 de zinc o 1.450 de cobre, así como cantidades elevadas de arsénico cadmio o plomo. En conjunto, estos ríos suponen el aporte más importante de metales pesados a los mares del mundo. Por eso, el agua costera del Golfo de Cádiz, desde Huelva al Estrecho, está contaminada de metales, principalmente zinc, cadmio, arsénico y cobre. Y el estuario de Huelva en particular es uno de los sistemas acuáticos más contaminados del mundo.
La secuela principal de esta contaminación del extractivismo minero en nuestra tierra es la “contaminación social”, porque está bloqueando los resortes para actuar: las poblaciones ribereñas han normalizado la contaminación
La injusticia ambiental y social imputable a la minería en nuestra tierra, ríos y mar es ya abrumadora en muchos efectos: dependencia y perjuicios económicos para los habitantes del territorio y por la devastación de miles de hectáreas, pero más aún por la toxicidad de los cursos de agua, que en la mayoría de los casos los hacen inaprovechables para consumo humano y agrario, diezmando la pesquería de bajura y la biodiversidad de marismas, humedales y fondos marinos, y contaminando la que sobrevive.
Pero más: no se olvide que este tipo de contaminación ha de considerarse en su dimensión diacrónica, dada la persistencia, por siglos, de la emisión de lixiviados desde las minas y entornos afectados. Pues, aunque se controlaran hoy –que no se hace en muchos casos–, persistirán cuando los controles aflojen o sean inviables, dadas las dimensiones colosales y la pluralidad de focos ya hoy existentes, y dado lo complejo y costoso de neutralizar las fuentes de contaminación causadas por la minería.
La secuela principal de esta contaminación del extractivismo minero en nuestra tierra es la “contaminación social”, porque está bloqueando los resortes para actuar: las poblaciones ribereñas han normalizado la contaminación. Y es obvio que el asunto es desconsiderado por los partidos políticos. Ciudadanía y partidos comulgan con la máxima productivista y siguen fieles a la fe tecnocientífica, sosteniendo que más minería es mejor.
Es hora de revertir esta situación, y hay esperanza: muchas entidades se movilizan estos días para decir no al vertido al Guadalquivir de las aguas mortíferas de Aznalcóllar y Mina Cobre las Cruces, al tiempo que aparecen asociaciones que se oponen al avance de la frontera de la extracción minera, como la Asociación Alcalaboza Viva e Ituci Verde. ¡Que cunda!
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