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El lógico ocaso de las librerías

Coeditor de 'Miquiño mío: cartas a Galdós', de Editorial Turner (2013, reeditado en 2020), y autor de 'Cuando la noche te alcanza', Editorial Tostoievski (2017)
Libros
24 de enero de 2024 21:22 h

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En estos días se anuncia el posible cierre de la Librería Verbo, en Sevilla, cuya sede hoy es el antiguo Teatro Imperial. Hace unas semanas bajó también la persiana El Gusanito Lector, una librería que durante años fue un hermoso rincón de pensar del barrio de la calle Feria. Su desaparición sigue a la de otras librerías de la ciudad como Reguera, Caótica, Yerma… Supongo que el fenómeno estará produciéndose en otras muchas ciudades, y ello a pesar de que, desde 2014, no ha dejado de subir el número de libros editados, y de que las cifras de ventas actuales tampoco son cortas.

No cabe duda de que la aparición del libro electrónico, el aumento de las ventas por Internet y, sobre todo, el uso de la piratería (mucho más frecuente de lo admitido) han perjudicado profundamente a las tiendas de libros. Pero hay, en mi opinión, una causa primera de este problema, un aspecto del asunto que, por no ser alegre y popular, tiende a ser ignorado.

Cuando valoramos el arte de la expresión verbal, de la literatura, como ocurre con cualquier arte, ha de alcanzarse un equilibrio entre la objetividad y la subjetividad. Existen elementos objetivos que nos permiten valorar la calidad de una obra, aunque luego podamos aplicar ciertos criterios subjetivos, que se atienen más a nuestras propias circunstancias, a nuestros gustos particulares. Nadie puede dudar de que Cortázar fue mejor escritor que Ruiz Zafón, o que Sloterdijk es el filósofo que Paolo Coelho siempre pretendió ser sin conseguirlo. Se pueden enumerar cientos de motivos objetivos para afirmarlo. No obstante, existen razones subjetivas que nos pueden llevar a preferir a uno o a otro.

En el equilibrio entre objetividad y subjetividad se dirime el nivel cultural de una sociedad, su capacidad para reconocer mejor o peor la calidad de una obra artística y literaria. Me temo que hoy, en la mayoría de los escenarios, la subjetividad ha derrotado a la objetividad, y lo peor es que muchos creen que, con ello, hemos eliminado obstáculos para el consumo de cultura y ganado en libertad. Sin embargo, de lo que nos hemos liberado es precisamente de los aspectos que permiten a una obra dejar de ser manualidad y puro pasatiempo y convertirse en arte.

Obras contrahechas, plagadas de incorrecciones, con argumentos ridículamente simples, puedan hoy ocupar los mejores espacios de las librerías y ser ensalzadas en la mayoría de los medios, generales y especializados

Hoy el objetivo principal del negocio literario, más allá de la crucial cuestión pecuniaria, es el entretenimiento, mientras que la corrección gramatical, la coherencia, la belleza expresiva y la profundidad de lo expresado se han convertido en estorbos para unos lectores que no quieren que los libros les compliquen la vida. De ahí que incluso los best sellers hayan disminuido su calidad, es decir, su complejidad, respecto a los del siglo pasado, y ello hasta límites insospechados; que obras contrahechas, plagadas de incorrecciones, con argumentos ridículamente simples, puedan hoy ocupar los mejores espacios de las librerías y ser ensalzadas en la mayoría de los medios, generales y especializados. La variedad y la riqueza del vocabulario han sufrido de un modo alarmante; basta comparar cualquier buen libro actual con otro del siglo pasado, y no digamos con cualquier otro del anterior. Incluso muchos textos actuales, considerados de forma unánime como obras valiosas, suelen presentar una sorprendente falta de mimo y cuidado en su remate.

Siempre que un libro sea entretenido, habrá masas de lectores dispuestas a devorarlo, a declarar orgullosas no sólo su derecho a entretenerse, sino también el de airearlo en las redes sociales, convirtiéndose así en grandes lectores.

Es entonces cuando surge el problema: si sólo se busca el entretenimiento, ¿no hay otros artículos culturales menos fatigosos que un libro? ¿No es una serie de televisión un modo mucho más cómodo de entretenerse? ¿Qué importa perderse todos esos elementos objetivos del arte literario, si lo que queremos es ser felices, acabar pronto con una alegría que nos deja indemnes para comenzar lo antes posible con otra? Entonces nos encontramos a años luz de lo que una vez Cioran dijo, en sus Cuadernos, sobre la escritura: “Un libro debe hurgar en llagas, suscitarlas incluso. Debe ser la causa de un desasosiego fecundo, pero, por encima de todo, un libro debe constituir un peligro”.

En este ambiente, las librerías, que como negocios no pueden dejar de ser rentables, deben seguir los gustos del mercado, y tener disponibles las obras que el mercado demanda de ellas. Así se explica que los libros que uno ve al entrar en casi todas las librerías sean los superventas. Y explica que cuando se busca un libro distinto, haya que encargarlo o en ocasiones buscarlo en el mercado de segunda mano. Tal vez el error sea nuestro, porque no buscamos lo actual, lo exitoso, lo entretenido.

Del mismo modo, las editoriales necesitan perseguir las ventas, y enfrentarse al mercado sólo les acarreará problemas. Aun así, son las editoriales, las grandes con sus muchos recursos publicitarios, pero también las pequeñas que, por encima de todo, sueñan con ser grandes, las que cargan con la mayor responsabilidad en el diseño del mercado. Todas buscan ese título del que puedan tirar decenas de miles de ejemplares, y muchas de ellas, incluidas gran parte de las editoriales independientes, relegan la calidad en beneficio de la previsión de ventas, dando menos importancia a la habilidad literaria del artista que al número de seguidores que éste posea en las redes sociales.

Con una frecuente falta de criterio a la hora de elegir las obras que compondrán su catálogo, gran parte de las editoriales se han convertido en lugares a los que un manuscrito no puede acceder a no ser que su autor posea los contactos adecuados. Es cierto que la enorme proliferación de aspiraciones literarias complica sobremanera el trabajo de los editores, pero creo que son otras las razones de esta trágica disminución de la calidad de lo publicado. Es la derrota de los elementos objetivos del arte literario la que produce precisamente este espejismo de libertad creadora que multiplica el número de aspirantes a la fama: si es el sagrado y caprichoso gusto el que determina la calidad de las obras, ¿por qué vamos a negar a nadie su derecho a publicar y a ser considerado artista? Si a esa merma de calidad de los autores le unimos la de los propios editores, conseguimos la situación perfecta para la venta y la producción indiscriminada de libros: eliminados los estorbos de la literatura, los libros pueden convertirse en artículos comerciales. No hace falta quebrarse la cabeza ni para escribir un libro, ni para editarlo o leerlo. Aumenta el número de artistas, de emprendedores culturales y de ciudadanos orgullosos de su cultura. Todo son beneficios.

Muchos han opinado en estos años que el aumento de ediciones y ventas de libros aumentaría la calidad de las obras, pero el hecho es que cada día los lectores se alejan más de una lectura que no sólo busque, sino que aprenda poco a poco a encontrar en los libros la inteligencia, la gramática y la belleza. El libro sólo puede ser eso: inteligencia, gramática y belleza, no un mero entretenimiento, y cuanto más se aleje el libro de estas cualidades, más librerías desaparecerán, y más editoriales pasarán sin pena ni gloria por este mundo de lectores superficiales y entretenidos.

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