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Participación ciudadana. ¿Qué participación? ¿Participación para qué?
Frente a la sensación general del desapego hacia la política por parte de la población, un creciente número de ciudadanos quieren participar en la vida pública. Quiere decidir sobre su futuro y, a medida que pasan los años, esta exigencia parece que empieza a ser capaz de aglutinar voces, conciencias y actitudes que plantean la necesidad de otra forma de gobierno. De decidir hacia dónde se va, de reflexionar sobre cómo estar, hoy, en este mundo.
Se discuten las actuales formas de representación, y uno de los argumentos fundamentales para ello es la ausencia de identificación entre los que nos gobiernan y los ciudadanos, entre los que deciden hacia dónde vamos y los que nos sometemos a unas decisiones que se refrendan periódicamente en las urnas, cada vez con menos entusiasmo.
Participación ¿término vacío?
El término participación, como sucede con otros -sostenibilidad, democracia, gobernanza…- ha sufrido un vaciamiento que lo convierte en la mayoría de las ocasiones en una muletilla utilizada en el discurso mediático y político que, o carece de contenido sustancial o, en el mejor de los casos hace referencia a cuestiones que poco tienen que ver con su sentido “fuerte”, “radical”, de raíz. Los gobernantes conciben la participación de modo paternalista. La entienden como una concesión graciosa de los que tienen el poder de decisión para con los destinatarios de sus acciones. Conciben la participación como la puesta en marcha de fórmulas que quedan en meros procedimientos comunicacionales, sin incorporar implicación de los ciudadanos en la toma de decisiones que es lo que fundamenta ese sentido radical de la participación y que, en consecuencia, es lo que propicia el empoderamiento real de la ciudadanía.
Los procesos llamados de “participación” en la mayoría de las ocasiones refieren a meros trámites procedimentales por los que trascurre el proceso administrativo de determinados proyectos, normas, medidas, la conocida fase de información pública, que en ningún caso implica poner en cuestión las propias formas de entender los procesos por parte de los convocantes. Es la existencia de la posibilidad real de tener parte en la toma de las decisiones a través de un proceso dialógico, como resultado de la construcción compartida entre la ciudadanía, los técnicos, y los responsables políticos, lo que produce la participación real. Ello es lo que sustenta la corresponsabilidad de la ciudadanía en la gestión de los asuntos públicos. Decidir, escoger alternativas deseables para enfrentar una situación o resolver un problema. Identificar lo que necesita hacerse, desarrollar criterios para formular cursos de acción, evaluar alternativas e identificar los riesgos.
Es difícil, sin recurrir a la coerción, esperar que las personas asuman la responsabilidad en la ejecución de las acciones decididas por otros. En clara contradicción con esta profesión de fe participativa, la actitud predominante entre los responsables políticos y los técnicos de las administraciones públicas, en general, en el estado español y en particular en Andalucía, es el recelo, cuando no una clara animadversión hacia cualquier forma o expresión de participación. La imponente afección que tienen sobre el ciudadano los proyectos de ordenación del territorio, se han realizado sin contar en ningún momento con su participación real y efectiva. Incluso, los llamados procesos de participación ciudadana, salvo raras excepciones, han estado dirigidos desde una élite, que ha procurado que las decisiones claves no se les escaparan de las manos. Tampoco, por traer otro ejemplo, la planificación territorial en los ámbitos rurales, algunas tan determinantes para las poblaciones locales como la declaración de figuras de protección ambiental, han contado con el consenso de éstas. Es más, en muchos casos, ello se ha hecho a sus espaldas, y cuando se han articulado procesos llamados de participación, se abortan aquellas medidas que de uno u otro modo desentonan con los parámetros de las propias instituciones desde las que procedía la invitación a la participación.
Hay una desafección real de las fórmulas de representación que son vividas como mecanismos donde no tiene cabida el ciudadano, si no es para legitimar con el voto y cada cuatro años, los programas, casi siempre incumplidos, de sus representantes. El hartazgo de la ciudadanía se manifiesta de distinta manera, surgiendo de abajo a arriba movimientos, colectivos que exploran formas nuevas de inclusión real de la ciudadanía. Desde el 15 M que puso, por primera vez, en primer plano el cuestionamiento del sistema democrático actual desde la consigna “no nos representan”, vehiculando una oposición a los efectos de las políticas actuales neoliberales, a la emergencia de un sindicalismo que hibridado con movimientos sociales impugnan el estatus quo. Desde el ejemplo de las redes de productores y consumidores de huertos urbanos y sus propuestas de funcionamiento colectivo, a iniciativas feministas, ecopacifistas o relacionadas algunas con el movimiento por la recuperación por la memoria histórica. Se trata de movimientos sociales, de colectivos que exigen ser tenidos en cuenta a la hora de diseñar el futuro de nuestra tierra, más allá de los parámetros estrechos que el caduco modelo de estado propone. Ejemplos de procesos que indagan y proponen nuevas formas de entendernos y de ser ciudadanos en una Andalucía que ansía, y que sin duda logrará, construirse desde la participación real de la ciudadanía.
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