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Sembrar el terror
La crueldad que va aparejada a toda muerte violenta sin posibilidad de defensa y el dolor que causa en los familiares el asesinato de un ser querido es la única similitud entre la represión ejercida en la retaguardia republicana durante los tres años de la Guerra de España y en la zona franquista, durante ese mismo periodo y durante los cuarenta años de la victoria del fascismo tras el fin de la guerra. Todo lo demás, desde la génesis de la violencia hasta la reparación a las víctimas de la misma, son realidades opuestas, contrapuestas. Tratar de equiparar las dos formas de represión es un ejercicio de ignorancia o de cinismo (o una mezcla de ambas) que se ha puesto muy de moda últimamente por parte de una ultraderecha muy envalentonada y muy bien subvencionada.
La utilización del terror como arma de guerra por parte de los que protagonizaron el golpe de estado fallido en julio de 1936 está suficientemente documentado en las sucesivas instrucciones reservadas que emitió “El Director” de la asonada, Emilio Mola Vidal, los meses previos a la sublevación contra la II República. Sólo voy a citar la última, la que pronunció el 19 de julio en la plaza del Castillo de Pamplona ante un buen número de alcaldes navarros y que sirvió como libro de instrucciones para actuar en un territorio, Navarra, en el que no hubo ni un solo represaliado por parte de la República: “Hay que sembrar el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”… No se me ocurre una frase más clara y más tremenda para dar el pistoletazo de salida (nunca mejor dicho) a una masacre, a un genocidio. Resultado: 3.507 asesinados en la provincia entre julio de 1936 y 1948, según el dato registrado en el Fondo Documental de la Memoria Histórica en Navarra.
Pero ni Mola fue el único cabecilla de los militares sublevados que utilizó el terror, ni las recetas de la barbarie se circunscribieron a Navarra. El propio Franco, Yagüe tras la matanza de Badajoz o Queipo de Llano desde Radio Sevilla dejaron bien a las claras cuál era su objetivo y cuáles eran sus métodos. En cuanto a la extensión de la represión, alcanzó a toda España incluidas zonas -como Galicia, Canarias, Ceuta, Melilla, la mayor parte de Castilla o Andalucía occidental- en las que no hubo enfrentamientos armados ni represión republicana porque triunfó el golpe de Estado, pero sobre todo en aquellos lugares en los que hubo algún tipo de resistencia al avance del ejército colonial o a las tropas italianas o alemanas que les acompañaban: Badajoz, Málaga, Levante…, media España se llenó de sepulturas y de fosas comunes.
No conozco ni un solo documento, ni una sola alocución de responsables de la República que se puedan comparar con las instrucciones de Mola ni con las soflamas de Queipo de Llano. Que hubo matanzas en la zona republicana no lo niega nadie, pero en la mayoría de los casos fueron por levantamientos espontáneos de ciudadanos que trataron de tomarse la justicia por su mano tras sufrir un bombardeo o tras producirse algún tiroteo a cargo de quintacolumnistas. Así pasó en Málaga, a raíz de los bombardeos que sufrió la ciudad los días 22 y 30 de agosto y 20, 21 y 24 de septiembre de 1936 por parte de la aviación italiana. Lo mismo ocurrió en Madrid que tenía el frente en la Ciudad Universitaria y sufría bombardeos cotidianos sobre los barrios pobres de la ciudad. Pero a pesar de la cercanía de la guerra, de los francotiradores y de los bombardeos, no hay constancia de una sola directriz, orden o sugerencia por parte de los responsables políticos del Gobierno para que se matara indiscriminadamente.
Antes al contrario, entre los meses de noviembre y diciembre de 1936, el ministro de Justicia, el cenetista García Oliver nombró a un compañero de la CNT y la FAI, Melchor Rodríguez, como delegado general de Prisiones con la orden expresa de detener las sacas de presos para fusilarlos en Paracuellos del Jarama y otros pueblos aledaños a Madrid. Y Melchor Rodríguez lo hizo. Al principio, incluso jugándose su propia vida por impedir que un grupo numeroso sacara a presos de la cárcel de Alcalá después de un nuevo bombardeo sobre zonas habitadas. La ARMH de Málaga tiene el honor de haber elegido una frase de Melchor Rodríguez para homenajear los restos de los asesinados en Málaga que hoy descansan bajo la pirámide del Cementerio de San Rafael: “Se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas”.
¿Hay algún ejemplo similar de justicia y piedad en el bando que se decía defensor de las ideas cristianas? Pues a un nivel político similar a García Oliver o Melchor Rodríguez, no los hay. Sí que existen ejemplos de personas que actuaron de manera piadosa y que, en ocasiones, su piedad les costó cara. Es el caso de Marino Ayerra, párroco de Alsasua (Navarra). Su historia se recoge en la película “La buena nueva” y termina con Marino abandonando la Iglesia exiliado en Argentina. Escribió unas memorias estremecedoras, “Malditos seais. No me avergoncé del Evangelio”. Pero, por desgracia, ni el cura de Alsasua, ni ningún civil, militar o religioso tuvo capacidad de detener o aminorar la función de sangre y horror que habían preparado los militares coloniales contra su propio pueblo.
De las matanzas indiscriminadas de los primeros días -cuando Queipo facultó “a todos los ciudadanos a que cuando se tropiecen con uno de esos sujetos lo callen de un tiro. O me lo traigan a mí, que yo se lo pegaré” (24 de julio de 1936)- a los juicios farsa que se multiplican a partir de finales de ese año y a los que ya me referí en mi anterior columna dedicada a la Justicia. Los juicios farsa, los auténticos linchamientos de miles de españoles se prolongaron hasta muchos años después de que finalizara la guerra. Para mejorar la maquinaria represiva el estado fascista elaboró la “Ley de Responsabilidades políticas”, publicada a mediados de febrero de 1939, mes y medio antes de que acabara la guerra. Otra faceta de la represión, el secuestro de niños, tuvo también una cobertura pseudo jurídica a través de dos decretos –de 1940 y 1941-, que legalizó el robo de niños de presas republicanas para ser entregados a familias del régimen. El impacto de este entramado jurídico –la ley de responsabilidades políticas y los decretos de secuestro de niños- en la represión es tan grande y tan contrario a la propia justicia que los dejo para una futura columna de opinión.
Porque aún queda, otro aspecto por analizar que desmonta definitivamente los intentos de equiparar los dos modelos de represión: el tratamiento a las víctimas y a sus familias.
Apenas había pasado un año desde el fin de la Guerra, el 26 de abril de 1940, cuando se publica un decreto mediante el cual se pone en marcha la llamada “Causa General sobre la dominación roja en España”, más conocida por las dos primera palabras del decreto. Esta causa, que se prolongó durante 20 años, puso todos los recursos del Estado en investigar, según su preámbulo, «los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación». No se escatimaron medios para conocer en detalle todos los casos de represión republicana, y para estimular la delación y persecución de personas que nada tenían que ver con la represión y para compensar a las familias de los represaliados con ayudas directas y con la concesión estancos, administraciones de lotería, licencias de taxi o puestos de trabajo en la administración, con lo que las familias de los represaliados pudieron sobrevivir mejor a los duros, a los durísimos años de la posguerra. Pero también, y de manera muy especial, fue un arma de propaganda para establecer el relato de la dictadura sobre lo que había ocurrido durante la república y la guerra. Un relato que sigue vivo hoy en día en muchos ciudadanos y que tanto PP como Vox tratan de que perdure inmutable.
Y mientras ocurría todo esto en los años 40 y 50, mientras los muertos de la dictadura recibían honores, nombres de calles, monumentos, procesos de beatificación; mientras las familias de los “caídos por Dios y por España” afrontaban las hambrunas desde el abrigo de administraciones y expendedurías, ¿alguien se acordaba de los españoles que habían perdido la guerra? ¿alguien habló de concordia? ¿de piedad? ¿de misericordia? Mucho me temo que no. Nadie lo hizo, ni siquiera los que predicaban esas mismas virtudes desde los púlpitos. Nadie
Antes al contrario, mientras se sucedían los homenajes a los caídos de un lado, continuaban los asesinatos de los prisioneros del otro lado, se multiplicaban los linchamientos con apariencia de juicio, seguían las humillaciones y vejaciones a las mujeres republicanas, se ponían a pleno funcionamiento los campos de concentración y de trabajo esclavo para el enriquecimiento de los que ganaron la guerra, se repartían como botín los bienes de los que eran señalados (con o sin motivo) como colaboradores con la República, se robaban y se repartían entre “familias de bien” los hijos de las presas, en ocasiones justo antes de conducirlas al paredón y se condenaba a las familias enteras, con niños muy pequeños, a morir de hambre porque las madres viudas o los hijos mayores no conseguían ningún trabajo por ser mujer o hijo de rojo.
Puede parecer más o menos lógico que el fascismo triunfante homenajeara a los suyos, a sus caídos. Lo que es menos comprensible es que tras la llegada de la democracia no se hiciera nada para homenajear a los asesinados por el fascismo ni para desmontar el relato elaborado al abrigo de la Causa General. Hubo que esperar casi 30 años desde la aprobación de la Constitución –incluidos los Gobiernos de mayoría absoluta de Felipe González- hasta diciembre de 2007 para que el Gobierno de Rodríguez Zapatero aprobara la Ley de Memoria Histórica, claramente insuficiente mientras duró el gobierno que la aprobó y desarticulada por M. Rajoy que se vanagloriaba públicamente de no haber dedicado ni un solo euro para su desarrollo.
16 años más tarde, en 2023, el Gobierno de Pedro Sánchez, ha elaborado otra ley, de Memoria Democrática, que trata de ir un paso más allá de lo que fue la de Zapatero, pero que sigue teniendo serias carencias para lograr el objetivo mínimo que deberíamos conseguir como ciudadanos de un estado democrático: conocer el número de asesinados, su localización y, a ser posible, sus nombres y, sobre todo, rendir homenaje a todos los compatriotas que fueron asesinados por los enemigos de libertad y poder escribir el relato de lo que hicieron la mayoría de ellos para ser asesinados: reivindicar la justicia social, pedir tierra y libertad, exigir la igualdad entre hombres y mujeres o prometer el mar a sus alumnos.
Es deber de la democracia romper el relato que estableció el fascismo sobre los años de la República, el Golpe de Estado del Ejército colonial, la Guerra y, sobre todo, de la victoria…, la oscura e inhumana victoria de quienes se propusieron “sembrar el terror”, y vaya si lo consiguieron.
La crueldad que va aparejada a toda muerte violenta sin posibilidad de defensa y el dolor que causa en los familiares el asesinato de un ser querido es la única similitud entre la represión ejercida en la retaguardia republicana durante los tres años de la Guerra de España y en la zona franquista, durante ese mismo periodo y durante los cuarenta años de la victoria del fascismo tras el fin de la guerra. Todo lo demás, desde la génesis de la violencia hasta la reparación a las víctimas de la misma, son realidades opuestas, contrapuestas. Tratar de equiparar las dos formas de represión es un ejercicio de ignorancia o de cinismo (o una mezcla de ambas) que se ha puesto muy de moda últimamente por parte de una ultraderecha muy envalentonada y muy bien subvencionada.
La utilización del terror como arma de guerra por parte de los que protagonizaron el golpe de estado fallido en julio de 1936 está suficientemente documentado en las sucesivas instrucciones reservadas que emitió “El Director” de la asonada, Emilio Mola Vidal, los meses previos a la sublevación contra la II República. Sólo voy a citar la última, la que pronunció el 19 de julio en la plaza del Castillo de Pamplona ante un buen número de alcaldes navarros y que sirvió como libro de instrucciones para actuar en un territorio, Navarra, en el que no hubo ni un solo represaliado por parte de la República: “Hay que sembrar el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”… No se me ocurre una frase más clara y más tremenda para dar el pistoletazo de salida (nunca mejor dicho) a una masacre, a un genocidio. Resultado: 3.507 asesinados en la provincia entre julio de 1936 y 1948, según el dato registrado en el Fondo Documental de la Memoria Histórica en Navarra.