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De Lepe a la Costa da Morte: los voluntarios que atravesaron España para limpiar el chapapote del Prestige

Un voluntario limpiando de petróleo la costa de la localidad de Muxía tras el hundimiento del Prestige.

Néstor Cenizo

17 de noviembre de 2022 20:21 h

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Dos mareas arribaron a las costas gallegas de forma consecutiva hace ahora dos décadas. La primera se empezó a formar el 13 de noviembre de 2002. A las 15.15, el Prestige, un petrolero de bandera bahameña con destino a Gibraltar, envió su primera alerta: una vía de agua se había abierto en su casco cuando navegaba a unas 28 millas de Fisterra. La primera marea, generada probablemente por el impacto de un objeto a la deriva, golpearía con toda su fuerza seis días después, cuando el buque, remolcado mar adentro, se partió por la mitad y descargó al mar y a las playas, sobre todo las gallegas, 63.000 toneladas de petróleo.

La mancha negra afectó a casi 3.000 kilómetros de litoral, según un informe de investigadores de la Universidad de Santiago de Compostela. A 786 de las 1.064 playas del Norte de España, según el MITECO. A 450.000 metros cuadrados de roca, que quedaron impregnados de chapapote. Más de 500 toneladas de fuel se hundieron al fondo marino. Más de 200.000 aves murieron, según Greenpeace. Fue una marea negra y mortal.

La segunda marea fue blanca, de generación espontánea, desinteresada, tenaz y solidaria. Empezó a fraguarse poco después, cuando las imágenes del desastre (aquellas gaviotas negras bañadas en engrudo viscoso y oscuro) golpearon la conciencia de miles de personas. Suele citarse una cifra, 65.000 voluntarios. Otras fuentes hablan de 115.000 o 200.000. El MITECO lo cuantifica por peonadas: 1.382.000 jornadas de trabajo de diciembre de 2002 a julio de 2003, dedicadas a la limpieza de la costa por quienes vivían a cientos de kilómetros de allí, pero que sentían como suya aquella playa teñida.

ElDiario.es en Andalucía ha localizado a cuatro de esos voluntarios, que viajaron desde un extremo geográfico de España, Huelva, a otro, Galicia, para limpiar aquel desastre.

Viaje de madrugada y directos a la playa

“Me lo dijeron y no me lo pensé ni un segundo. Lo que estaba ocurriendo me ponía los vellos de punta y el hecho de ayudar a Galicia era una oportunidad muy bonita”, recuerda Carmen Ruiz, que por entonces tenía 26 años y era la responsable de un periódico en Punta Umbría.

Por aquel entonces, Paco Cordero estudiaba Magisterio y también trabajaba en un periódico local, en este caso en Lepe. Se embarcó en un autobús fletado por su ayuntamiento con la idea de hacer fotos para un reportaje. Para otros, era la oportunidad de hacer un viaje de fin de semana y conocer Galicia por una buena causa.

Tras atravesar Portugal la madrugada del 30 de enero, llegaron a Santiago a las 8 de la mañana. “Yo no me monto más en un autobús en todo lo que me queda de vida”, decía uno de los voluntarios en el reportaje de La Voz de Lepe. Minutos después de completar las quince horas de trayecto, aquel grupo heterogéneo, de hombres y mujeres, jóvenes y mayores, se metió de nuevo en un autobús para ir a Muxía.

El trayecto a la playa, “amenizado” por un “hippy”

De aquel trayecto que los llevaba del albergue a las playas muchos recuerdan hoy a una especie de guía que les indicaba qué precauciones debían adoptar. “Un hippy”, lo define Juan José Araújo, que tenía 23 años y era fontanero. Se acuerdan bien de él porque durante tres días no paró de meterles el miedo en el cuerpo. “Nos puso en situación, básicamente diciéndonos que íbamos a morir todos”, cuenta Joaquín Cabanillas. “Pero mira, parece que nos hemos salvado”. “Parecía que íbamos al matadero, hasta que le dijimos: ”Illo, no nos quites las ganas“”, se ríe Araújo.

Lo cierto es que el material de trabajo era peligroso: podía causar irritación ocular o respiratoria, dolor de cabeza y náuseas y vómitos. La inhalación prolongada de los vapores podía aumentar el riesgo de padecer cáncer. Recibieron trajes blancos desechables, mascarilla, guantes y botas, selladas al traje. “Equipados hasta las orejas”, describe Carmen Ruiz. Para casi todos, era el primer contacto con los equipos de protección individual. Y pululando entre aquellos puntos blancos, un personaje móvil, del que luego hablaremos.

En la playa: “Galletas” y “manos limpias”

Trabajaban unas cinco horas, para evitar más riesgos para la salud, y para la mayoría, la toma de conciencia de lo que había pasado fue progresiva. “En la primera playa vimos lagrimitas de chapapote”, comenta Araújo. “Pero te choca cuando vuelves al segundo día y está igual o peor. Y el tercer día, peor todavía. Y ves todo el trabajo no ha servido. Era inagotable. Entonces te dabas cuenta del desastre natural que era aquello”.

Todos recuerdan las célebres “galletas”, el chapapote rebozado en la arena de la playa. “El viernes y sábado no fue demasiado impactante porque el tiempo era relativamente bueno. Una vez entrabas en la arena las veías”, recuerda Joaquín Cabanillas. “Pero el domingo fue alucinante”. Habían aprovechado el sábado por la noche para salir por Santiago, y el domingo se encontraron con “un día gallego”: “Lloviendo, con un viento del carajo, y en la Costa da Morte. Ahí sí que impactaba. Era una zona de rocas, completamente negras. Ese día nos dimos cuenta del impacto que había tenido el hundimiento”. Cordero concuerda: “Las zonas de roca impresionaban”.

“Yo decía: ”¿esto de verdad lo vamos a limpiar? Era una imagen tan dantesca que parecía imposible“, comenta hoy Carmen Ruiz, que también recuerda la tarea específica de Joaquín Cabanillas, su ”manos limpias“. ”Los manos limpias estábamos a una distancia prudencial“, explica Cabanillas. ”Cada vez que alguien necesitaba cambiar de guantes, colocarse las gafas, secar el sudor o limpiarse la cara, allí estábamos“. Cada uno atendía a 15 o 20 compañeros que no podían, bajo ningún concepto, tocarse la cara.

¿Qué se trajeron de Galicia?

Después de un intenso sábado noche, y de un domingo sin clemencia, en el viaje de regreso a Huelva no se escuchó ni una mosca. “Aquello fue una paliza: terminar de trabajar el viernes, salir de viaje toda la madrugada, trabajar sábado y domingo, y volver el domingo para trabajar el lunes”, resalta Carmen Ruiz. “Es una de las experiencias más duras y más bonitas que he vivido, y lo bonito fue que estaba todo el mundo volcado”, dice mientras se emociona de nuevo: “Me sigue tocando la fibra”.

Ruiz tiene grabada en la memoria la estampa de las largas mesas alrededor de las que se juntaban a comer voluntarios de todas las edades y todos los territorios de España, y de una mujer mayor removiendo la olla. “El calor humano de la gente de allí me sigue conmoviendo”.

“Había quien quería traerse alguna galleta de recuerdo”, comenta Cordero, pero aquel “hippy” que al tercer día desapareció les había advertido: nada de llevarse un souvenir, pues aquello desprendía vapores tóxicos. En cambio, Cabanillas sí conserva las gafas de protección, y cada vez que las ve recuerda aquel desastre: “Yo no soy un activista medioambiental, pero toparte con un destrozo así te crea una conciencia ecológica diferente”.

Araújo es hijo de pescadores: “Sigo pescando y saliendo con amigos en barco, y cuando lo hago te vuelves a acordar: ¿cómo dejan pasar esos barcos tan cerca de la costa? Fue un destrozo natural y económico. No solo mata fauna, sino que mata pueblos enteros. Y creo que realmente que no tuvieron ayuda ninguna. Fue muy bonito los primeros meses, pero al final terminaron abandonados. Como todos”.

“A mí me alegró ver que la gente es solidaria. Cada vez que lo veo en la tele recuerdo la predisposición de la gente de Lepe: bastó con una llamada del ayuntamiento y 50 personas de todo tipo, de forma altruista, fuimos allí dejando trabajos y estudios. El ser humano no está perdido del todo”, concluye Paco Cordero. 

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