El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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Veo en el telediario las noticias sobre la Dana y me llama la atención la historia de un hombre de Paiporta que cuenta cómo entró en su casa anegada para recuperar dos cuadros de su abuelo. No queda claro, pero entiendo que fueron dos cuadros pintados por su abuelo. En el testimonio se alude a los recuerdos y a la importancia de conservarlos. Fueron los únicos bienes que salvó. Sorprende que alguien se ponga en peligro de ese modo. Pero también sabemos que hay objetos que nos definen y nos atan a la vida. Objetos que tienen existencia propia y cuya compañía es como un lexatin. Y también, de algún modo, comprendemos esa temeridad. Esta persona volverá cuando pueda a esa o a otra casa y ese mismo día colgará esos cuadros en la pared principal, unos cuadros que contarán con un capítulo más en su biografía de objetos animados.
He pensado estos días en los cuadros de Ignacio Fortún. Fortún ha pintado crecidas de ríos, canales. Ha pintado a hombres que caminan con el agua por la cintura, a vacas que transitan cursos de agua. Ha pintado el mar. El elemento acuático es a veces en él un enigma o una intriga. Creo que quiere simbolizar la vida que nos lleva, pero Ignacio Fortún –un hombre amable cuya conversación es un refugio– nunca habría querido que el agua fuera lo que se llevase la vida, tantas vidas. Recuerdo que el escritor Fernando Sanmartín encontró hace tiempo la compañía de un cuadro de Fortún: cuenta en sus diarios que en el año 2002 –con la finalidad de escribir un texto para el catálogo de una exposición– convivió un tiempo con una obra de este pintor. La miraba y la fotografió para seguir mirándola cuando se fue de vacaciones, porque no le cabía en el coche. Cuenta que también le hablaba.
El hombre de Paiporta habrá pasado muchas horas mirando los cuadros de su abuelo. Y no tengo duda de que habrá hablado con ellos.
El libro en el que Fernando Sanmartín contó esa historia se tituló ‘Hacia la tormenta’.
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