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La escalera es de hierro y los peldaños de madera y en ella se han subido, sobre todo, mi madre y mi abuela. Mi abuela ya no lo hace, murió de vieja en una cama mirando el mar. Se llamaba Sabina, era menuda, muy menuda, y cuando se subía a la escalera, ésta la engullía entre peldaño y peldaño y ella se quedaba acurrucada y se reía y me gritaba que la ayudara, que le daba vértigo, pero por mucho vértigo o miedo que tuviera, ella subía a la escalera y lo hacía muy a menudo: para limpiar los ventanales a los que por su pequeña estatura no llegaba o para limpiar las lámparas del techo. Me gustaba mucho ver cómo limpiaba esas lámparas de miles de cristales que ella acariciaba con sus menudas y frágiles manos, mientras les decía cosas hermosas porque sus reflejos eran hermosos y sus formas me permitían pasar las horas contemplándolos sin pensar en nada, solo en ese cuerpo menudo sobre una escalera y en esas manos que con tanto amor y con tanta cotidianeidad limpiaban cada uno de los cristales, que eran un paso en el tiempo que yo todavía ignoraba y que a mi abuela se le disfrazaba de amor enterrado en un tiempo pretérito y oscuro.
La escalera tenía vida y a mí me gustaba sacarla de la despensa, abrirla y sentarme en uno de sus peldaños y desde ahí, atalaya de mi infancia, construir la literatura de mi vida en una ciudad llamada Zaragoza y que a diario recorría en una distancia familiar y dulce, hasta aquella mañana en la que saludé a la muerte cuando un coche arrebató la vida de aquel niño y de su perro. Recuerdo que me quedé paralizada, sin siquiera escuchar los gritos que eran de rabia y dolor, y volví sobre mis pasos, no corría porque tenía miedo y solo quería llegar a casa, abrazar a la abuela y sentarme en mi escalera y así repetir el día y olvidar el ruido y los gritos. Al llegar a casa le expliqué a la abuela lo sucedido, le expliqué mi miedo y le dije que ya sabía qué era el vértigo y le dije que el vértigo era aceptar que las cosas solo en una parte muy pequeña dependen de nosotros y que por eso el vértigo te puede llevar hasta los lugares más desgarradamente bellos y hasta los más terriblemente sórdidos. La abuela me abrazó y me besó y me llevó hasta la despensa y sacamos juntas la escalera y la abrimos y nos sentamos cada una en un peldaño y desde su peldaño me explicó que nuestra vida era como esa escalera y que mientras estuviera ella y la escalera habría cobijo, habría infancia, habría canción y fiesta y flores entre las piedras y piedras entre las flores y un cielo violeta y el alivio que se siente cuando una mano te descubre que hay menos soledad a pesar del ruido y que hay más silencio contra los gritos.
Mi abuela era muy sabia y mi escalera me recuerda que ella sigue ahí y la veo cuando mi madre, ochenta y un años, se sube a nuestra escalera para decirle hola a la navidad y a mi abuela, que desde el último peldaño me susurra que todo vuelve y que no es necesario correr ni pisar para intentar llegar o alcanzar. “La vida, me recuerda, es una inmensa paciencia llena de impaciencia y como la vieja escalera debes permanecer en tu sitio, hasta que alguien te precise de urgencia o de cotidianeidad”. La abuela, me digo, sigue vagando entre los peldaños de nuestra escalera para regalarme esos cristales que ella convertía en golosinas para que no sufriera. Ni yo ni mis hermanas.
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