El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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Nuestra educación política se ha basado a lo largo de muchas décadas de nuestra historia en el miedo mezclado peligrosamente con un despotismo intransigente y cruel, que hacía que nuestro cielo azul se ensuciara de nubes blancas manchadas de sangre inocente. El miedo, no cabe duda, paraliza y destruye la esencia misma del ser humano. El miedo a ser arrastrado de madrugada hasta una tapia gris y anodina frente a la cual recibirás un disparo en el estómago, para unos minutos después recibir un segundo tiro directo al corazón. El miedo a saber que tu hijo puede ser secuestrado y entregado a otros padres mientras a ti, mujer, te aseguran que tu niña nació muerta y tú no puedes ni sentirla ni verla y en tus muslos la vida se agrieta y toma forma de venganza. El miedo a saberte en manos de verdugos que en nombre de no sé qué razones golpean tu cuerpo y tu intimidad y te insultan y te anudan la cordura en el hilo donde se instala la locura que sientes al saber que serías capaz de matar porque odias y tienes miedo. Conocemos nuestra historia y sabemos que las despedidas miran hacia atrás mientras el conocimiento inevitablemente, y si lo es, debe mirar hacia delante de forma decidida y de forma audaz avanzar y eso es algo que igualmente deberíamos pedirle a la política: que sepa avanzar con decisión en este siglo XXI de grandes mentiras y de eternas esperanzas.
Llevamos tres meses padeciendo un miedo nuevo, el miedo a un virus al que no podemos ver pero sentimos cuando miramos a nuestro vecino a los ojos a través de una mascarilla o cuando en la fila del supermercado alguien tose justo detrás nuestro o cuando simplemente no sabemos qué hacer al saber que en la soledad de nuestra casa es donde mejor nos encontramos, en soledad y con nuestras pequeñas verdades cotidianas que se han hecho insustituibles y reinan nuestro día a día no sin cierta tiranía. Pero sabemos que la vida de antes volverá y sabemos que todo lo aprendido no vamos a olvidarlo y entonces nos preguntamos si ellos, los que nos representan, han aprendido algo más allá de su bronca fingida y postiza que no tiene justificación humana ni ética, tan solo de sordo rumor que nos llega y nos hace sentir dolor porque nos recuerda que hay cosas que nos dan miedo, porque no queremos que vuelvan jamás y a veces son ellos, desde sus escaños, los que más miedo nos dan con su gramática perversa de flechas infectadas de odio que lanzan con la inmadurez propia de un adolescente imberbe, superfluo y precozmente histérico.
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