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«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí», escribió Augusto Monterroso en el más célebre de los microrrelatos. Llevamos desde el pasado otoño en un bucle, desde la campaña electoral previa al 20D, entre postureos, escenificaciones, visitas a la Zarzuela y discursos huecos. Y entre tanto, se van a superar los 225 días sin gobierno. Basta con esta prueba para evidenciar la grave crisis que atraviesa el sistema político emanado de la Transición. Algunos se niegan a ver la realidad amparándose en que los dos partidos turnantes en los que viene sustentándose el sistema continúan siendo los dos más votados. Pero no deben llamarse a engaño. El PP perdió un tercio de los votos en diciembre y apenas recuperó cuatro puntos en junio.
No le fue mejor al PSOE, aunque lograra la segunda plaza superando a Unidos Podemos, pues ha perdido la mitad de los votos desde 2008, retrocediendo en cada convocatoria, logrando el 26J el peor resultado desde 1933. El bipartidismo ha pasado de superar con creces el 80% a quedarse en el entorno del 50%. Tras los resultados de las dos últimas convocatorias, la incapacidad para formar gobierno es el principal síntoma de la lenta agonía del sistema. Casi sin anunciarse, estamos abordando una segunda transición que no sabemos a dónde nos conducirá, porque lo viejo se resiste a morir y lo nuevo apenas ha empezado a nacer. En ese complejo escenario los líderes políticos sin manual de instrucciones se encuentran ante un mapa político aparentemente ingobernable.
En algunas comunidades autónomas, con un sistema de partidos propio, como en el caso de Aragón, llevamos décadas sin mayorías absolutas y con gobiernos de coalición. No nos escandalizan los acuerdos plurales y nunca eso ha sido sinónimo de inestabilidad. En esta periferia interior aprendimos que quien gana las elecciones no es necesariamente el partido más votado, sino aquel que sabe concitar la mayoría del poder legislativo en su investidura. Así es nuestra democracia parlamentaria. Y contamos con infinidad de ejemplos.
Por eso, me pregunto si los analistas se precipitaron dando por hecho la victoria del PP el 26 de junio. Es cierto que fue el más votado y que fue el único que mejoró resultados desde el 20D, por supuesto, eso no es discutible. Pero igual que no podemos considerar al PP ganador el 20D, porque fue incapaz de formar gobierno, vamos camino de repetir la historia de un fracaso. ¿Se puede considerar ganador a quien es incapaz de relacionarse, de negociar, de dialogar con ninguna otra fuerza política? En público, claro, porque en secreto sí parecen saber hacerlo. Para votaciones secretas de las que diez diputados se avergüencen de reconocer públicamente que han votado a candidatos del PP, sí que han debido de negociar. Es más, ¿se puede considerar ganador a quien no se atreve a asumir con naturalidad constitucional el encargo del Jefe del Estado de someterse a una sesión de investidura, aunque sea por responsabilidad para que empiece a correr el reloj de los dos meses?
Tras cuatro años en el gobierno, el PP de Rajoy ha provocado una involución de derechos y libertades sin precedentes. Además, las estructuras de corrupción que ha creado durante décadas han empezado a quedar al descubierto. Resulta normal, por tanto, que el único partido imputado en España por delitos de corrupción, el único partido con tres extesoreros procesados, logre concitar el rechazo de la mayoría absoluta del actual Congreso. Ya le dije a Rajoy en un cara a cara que de la mafia no esperamos que venga la regeneración democrática. ¿Por qué no asumimos que el PP no ganó el 26J? ¿Y si los partidos comprometidos contra la corrupción, por la regeneración democrática y por la derogación de la legislación involutiva del cuatrienio negro acordaran abrir un nuevo ciclo político y enviaran al PP a la oposición para que se depure? Porque lo de repetir las elecciones una y otra vez hasta que la gente acierte es una manera muy cruel de disolver a la ciudadanía, de puro hartazgo.