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“Pasado algún tiempo llegó un príncipe al lugar donde estaba Blancanieves tendida sobre un lecho de flores y prendado de su belleza la besó. El beso de amor del príncipe desconocido hizo despertar a Blancanieves de la maldición de la bruja”.
“El príncipe se acercó a la cama y miró a la Bella Durmiente, absorto ante su belleza, se inclinó y la besó.”
Muchas de nosotras nos hemos criado oyendo y repitiendo estos “inofensivos” relatos. Blancanieves y la Bella Durmiente son solo dos de los innumerables ejemplos de cuentos infantiles que alimentan y producen la cultura de la violación. Te animo a que releas estos dos finales del cuento que aparecen más arriba y que lo hagas teniendo en mente a la vez el ya famoso, por desgracia, artículo 181 del Código Penal. Este es el que define el abuso sexual como aquel acto que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento, se realiza contra la libertad sexual de otra persona.
¿Notas la diferencia? El micromachismo impregna toda nuestra existencia y se cuela entre las faldas de las princesas. Nos han contado durante décadas que a las princesas dormidas, o peor, medio muertas, un hombre desconocido las puede besar. Y no es lo más grave que lo haga, sino que una “verdadera princesa”, al percibir ese beso no consentido, no ha de enfadarse o denunciar al príncipe por atentar contra su libertad sexual sino todo lo contrario, una buena princesa sabe reconocer que gracias al príncipe y su abuso sexual ella vuelve a la vida.
Este es solo un ejemplo, quizás de los más explícitos, de la cultura de la violación en la que estamos inmersos como sociedad. Una sociedad que no solo ha despenalizado el abuso sexual, sino que ha hecho algo más grave: a saber, lo ha convertido en el “happy end” de los cuentos infantiles, en una escena a idealizar por nuestras niñas, que producirá la normalización de un beso robado y una penetración no consentida cuando se hagan mayores.
Solo desde esta idealización absurda y enfermiza del abuso sexual que normaliza a una mujer no consciente, inerte, como mujer consentidora en el acto sexual se pueden leer las afirmaciones del juez de la sentencia contra “La Manada”, Ricardo Javier, que infiere excitación sexual en una víctima que inmóvil, paralizada y asustada está siendo violada por cinco hombres. Y es solo dentro de la cultura de la violación y la habituación ante menoscabo de la integridad y libertad sexual de las mujeres donde se entiende que el consentimiento no sea central para una relación sexual libre y placentera. Si hemos convertido el abuso real en un final feliz de cuento que contar a nuestras hijas, un par de pasos más, una violación en grupo acaba por ser interpretada como un “juego de chicos jóvenes” que se les fue de las manos, un simple abuso.
Es esta cultura de la tolerancia ante los delitos sexuales la que termina por subestimar una penetración no consentida. Y no lo hace porque no valore la gravedad de la penetración, sino más bien porque minimiza el papel del consentimiento femenino en el acto sexual. Al final, si nadie pregunta a la princesa si quiere ser besada ¿por qué hay que consultar ante una penetración? Esta lógica es la que subyace en la sentencia de “La Manada”, y la que ha empapado nuestro país durante décadas.
Ningún mensaje es inocuo en el sistema patriarcal, sus cuentos están diseñados para enseñarnos a tolerar y normalizar abusos, para que así el día de mañana estemos indefensas cuando lleguen las agresiones sexuales. El problema es que el sistema no contaba con que a base de repetir el cuento llegaría un día en el que la princesa al despertar, cansada de tanto abuso, decidiera gritar que todo acto sexual sin consentimiento es una violación.