La política se ha apoderado de todo y crea nuevos negocios paralelos; también suministra nuevos clientes a varias actividades que languidecían y ahora, gracias al barullo y las polarizaciones, resurgen. Hay circo y hay polémica. Este éxito podría detraer público de otros sectores, pero hay tanta afición retenida a salir y disfrutar que hay gente pa tó. Si abren una chocolatería nueva la cola se forma en el acto.
El encendido de las luces navideñas desata la fiesta callejera, el frío es un aliciente más para arremolinarse, apretujarse y hacer grumos humanos. La fiesta empieza cada vez antes, se empalma con Halloween y el black friday y es una pena que no se estire hasta Carnaval, ¿a qué tantos días laborables si luego el absentismo es mayor que nunca? ¿Para qué sirven tantos robots, bots e IAs si cada vez han de trabajar más los humanos? La baja laboral es el último recurso ante la hiperlocura.
Al rescate de esta injusticia vienen los puentes y los fiestorros empalmables, sean o no constitucionales, religiosos, laicos o comerciales globales.
El humano postpandémico quiere juntarse con sus semejantes (si los hay) y pasarlo bien. Además, como los coches, pisos y en general todo lo que no se revende en Wallapop es inaccesible al común (aunque se ven más Porsches que nunca y Ferrari no da a basto) pues el dinero se destina al barbulleo festivo y a bailar hasta que se vaya la luz, cosa que ocurre con frecuencia en los pueblos y barrios desolados donde solo hay lawfare caciquil y seísmos y deshielos climáticos y fábricas abandonadas y rebaños de mamuts peludos extraviados y árboles milenarios con premio y restos arqueológicos de entes que ni para zombis valen.
Así que a disfrutar que son dos días... ¿o era uno?