Hay imágenes que, si bien no consiguen por sí solas cambiar las cosas, contribuyen de manera decisiva a remover conciencias. Fotografías poderosas, tomadas en el instante preciso, que definen mejor que muchos textos la dimensión histórica de un momento concreto y que, a menudo, sirven de inspiración para seguir trabajando por un mundo más justo.
La perra de raza beagle que ilustra estas líneas fue la protagonista de una de esas imágenes. El 28 de abril de 2012, un grupo de activistas accedió al interior del criadero de Green Hill, en la localidad italiana de Mintichiari, para rescatar a varias decenas de animales que estaban destinados a la experimentación y vivían en condiciones de explotación y maltrato sistemático. Vita fue una de ellas. Con la mirada confusa, circuló entre un mar de manos anónimas que, apartando cuidadosamente los alambres de espinos, la sacaron del centro. Tenía entre dos y tres meses de edad.
Ahora Vita vuelve a ser noticia, aunque apenas ha trascendido más allá de algunos medios italianos: tras todo este tiempo conviviendo con una familia piamontesa, ha fallecido a causa de una epilepsia, la misma enfermedad que sufren algunos de los perros que también fueron liberados aquel día.
El rescate de Vita, junto al resto de animales que malvivían en Greenhill, se produjo tras la manifestación que se había celebrado minutos antes frente a las instalaciones de la empresa -propiedad de la multinacional Marshall- y puso punto y final a años de protestas. Fue, al mismo tiempo, el principio de una larga lucha: en primera instancia, por sacar de prisión a las doce personas que fueron arrestadas tras el rescate. Después, para conseguir la custodia legal de los perros. Y más tarde en el juzgado, donde en 2015 se dictó una sentencia histórica para el movimiento por los derechos de los animales, tanto en Italia como en el resto del mundo, que dio la razón a los activistas que llevaban años denunciando las condiciones de vida del centro.
La sentencia señaló directamente a los responsables del criadero como culpables del infierno que encerraban los muros de Green Hill. Renzo Graziosi y Ghislane Rondot, veterinario y coadministrador del centro respectivamente, fueron condenados a un año y seis meses de prisión. Roberto Bravi, su director, a un año y al reembolso de las cosas del juicio. La Corte Penal de la ciudad italiana de Brescia consideró probada la muerte de más de 6.000 beagles en las instalaciones por falta de asistencia veterinaria. Los abogados de la Lega Anti Vivisezione (LAV) demostraron, además, que aquellos que estaban enfermos eran asesinados para ahorrar dinero, y que las hembras eran preñadas sin cesar, algunas incluso hasta la edad de 8 años.
Tras el juicio, Gianluca Felicetti, presidente de LAV, se refirió a la sentencia como “un reconocimiento a todos los que durante años participaron en manifestaciones en Montichiari y en otras partes de Italia y del mundo, sabiendo que más allá de Green Hill la vivisección todavía existe y mata a casi 3.000 animales al día, todos los días, solo en Italia, sin dar ninguna respuesta positiva a nuestra salud. Por eso nuestra lucha continúa”, aseveró.
Silvia Premoli, periodista, es una de las personas que ha mantenido viva la llama de esa lucha. Es fundadora de Animal Press y formó parte de las protestas de Green Hill desde el primer día. “La imagen de Vita fue todo un símbolo, no sólo en Italia sino en todo el mundo”, cuenta a El Caballo de Nietzsche. “Para el movimiento por los derechos de los animales significó mucho: fundamentalmente, demostró que se pueden conseguir objetivos a base de unión, perseverancia y estrategia”.
La historia de Vita retumbó en todo el país, y la opinión pública tomó partido: en Roma, 10.000 personas se manifestaron contra la vivisección. “Los datos son contundentes: las encuestas apuntan que el 80% de los italianos está en contra de esta práctica”, apunta Silvia. “Los perros siguen conmoviendo mucho más a la gente que los cerdos o las ratas: desgraciadamente, el especismo sigue instaurado en la sociedad. Con todo, esta acción sirvió para recordar a los italianos que la experimentación con animales existe, y que en todas partes son tratados igual: como meros instrumentos de laboratorio”, denuncia.
Los perros de raza beagle son un icono histórico del movimiento por los derechos de los animales. Durante los años 70 y 80, fueron muchos los activistas que, en países como EEUU o Reino Unido, se adentraron en criaderos y laboratorios para rescatarlos de la explotación y la muerte. En aquel momento, organizaciones como el Frente de Liberación Animal (FLA) aún no estaban consideradas por el FBI, como hoy (y pese a su apuesta clara por la no violencia), una amenaza terrorista. De hecho, los medios de comunicación aclamaron como héroes las primeras acciones de activistas como el británico Mike Huskisson, actualmente responsable del Animal Cruelty Investigation Group, cuando en 1975 rescató a tres perros de esta raza de un laboratorio donde se probaban los efectos del tabaco en los animales.
Cada año, millones de animales son sometidos a experimentación en el mundo entero con los fines más diversos. En España, y según el último informe anual del Gobierno, en 2017 se emplearon animales en 793.000 ocasiones. El 65% del total (523.000 usos) eran ratones. Los peces se utilizaron 86.000 veces. Las aves de corral, 82.100. Las ratas, 56.000. Los conejos, 26.000. Los cerdos, 8.700. Y los perros y los gatos, 1.476 y 531 respectivamente. Cifras que, pese a suponer una reducción del 13% frente al año anterior y un significativo 43% respecto a hace diez años, siguen invitando a hacernos determinadas preguntas sobre la dimensión ética de la esta práctica.
“La experimentación con animales plantea dilemas éticos a los que tenemos que enfrentarnos”, reflexiona Javier Moreno, de Igualdad Animal. “¿Cómo justificamos los padecimientos a los que son sometidos millones de animales en los laboratorios? Si pensamos que estos experimentos pueden beneficiarnos porque son parecidos a nosotros, ¿cómo podemos a la vez justificar cometer toda clase de abusos contra ellos alegando que son diferentes, o que están para eso?”, se pregunta.
En opinión de Moreno, “es necesario que toda esta industria muestre a la ciudadanía la situación de los animales, las torturas a las que son sometidos, los experimentos que realizan, las motivaciones, etc. No es casual todo el hermetismo que rodea a la experimentación con animales, en la que fuertes lobbys de la industria farmaceútica y militar tienen muchos intereses”. Por ello, Moreno considera necesaria “una política de inversión en el desarrollo de métodos sin animales y en el fomento de los ya existentes, para ir avanzado como sociedad y creando debate en torno a los abusos que padecen”. Mientras eso siga ocurriendo, habrá activistas dispuestos a luchar por ellos y darles, como a Vita, una segunda oportunidad.